Una aventura peligrosa
La plena libertad de criterios del artista o el intelectual de la izquierda, cuando realmente no era una independencia fingida desde la más estricta dependencia -cosa que así era muchas veces- e iba unida -que lo iba siempre- a la indigencia propia de tal condición, fue en España y en tiempos del franquismo no sólo una curiosa y a veces patética desventura, sino incluso una aventura peligrosa.No ser, directamente o a través de algún recoveco, afín a -o, en terminología de entonces, estar comprometido con- un partido político de la. izquierda clandestina, acarreaba al insensato amante de la independencia un grado de soledad laboral a veces tan intenso que resultaba difícilmente soportable, y más de un ejemplar de esta especie acabó padeciendo una peculiar claustrofobia, la sensación de que algo, más que alguien, tendía un cerco abstracto, sin nombre, irrespirable como todos los vacíos, alrededor de sus ya de por sí escasas posibilidades de ganarse el pan con su trabajo como artista o como intelectual.
Santuarios
No había entonces, en este espinoso asunto de la afinidad y del compromiso, término medio: se era o no se era afín a algo o a alguien, como un trallazo mesiánico y sin escape posible. Y quien de verdad no era afín, quien se negaba de plano a comprometerse con una táctica de partido, sellaba y rubricaba, con esta tozuda y suicida afirmación personal, una instancia de candidato vocacional al hambre, pues a izquierda y a derecha se le catalogaba como incatalogable lo que, traducido a respuesta política, significaba que nadie debía bajo nigún pretexto fiarse ni un pelo de tan extravagante sujeto.
En los círculos oficiales y en los alrededores del franquismo, el intelectual de izquierda considerado no afín a partido político alguno estaba tan proscrito, y a veces más, por más irritante e inexplicable como tipo humano, que el otro, que el considerado afin. La diferencia era que este último contaba con vidriosos, por evidentes, santuarios, mientras que a aquél sólo le abrigaban camisas con las espaldas hechas jirones y a la intemperie. La afinidad era un peligro, pero también a veces un refugio, mientras que la no afinidad presuponía más o menos los mismos peligros, pero cuando, desde su nube de El Pardo, el general granizaba, el no afín no tenía, al contrario que el afín, permiso de entrada a las tiendas de paraguas y los chuzos le zurraban por todos los lados.
Nuevas chaquetas
Ahora, en medio de este clima propicio para el estreno de nuevas chaquetas, la no afinidad es, como actitud primordial del intelectual y el artista, mucho más llevadera que entonces, e incluso el viejo proceso se ha invertido en buena parte: los antiguos afines corren en desbandada hacia la no afinidad de sus casas y, guarnecidos por esta recién estrenada independencia de criterios, son las gentes del poder quienes buscan especírnenes de intelectuales no afines, e intentan hacerse afines a ellos. En la prehistoria franquista, para cantar una canción había que ser afin a algo o á alguien; ahora, un siglo más tarde, conviene desafinizarse al menos un poco para hacer oír a los demás la propia música.
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