La soledad del Olimpo
Richard Burton y Liz Taylor han sido una de las últimas parejas de la industria del cine. Los nimios protagonistas de las series de televisión han robado las portadas de la prensa del corazón. Tanta era su soledad en el desamueblado Olimpo de Hollywood que cuando pensaron en volverse a casar sólo se encontraron ellos mismos. Antes, las productoras cubrían de oficio los tejemanejes sentimentales de sus ilustres asalariados. Invertir en la imagen doméstica de sus pupilos era rentable porque, al tenerlos vinculados con contratos de varios años, estaban seguros de que cualquier escándalo repercutía favorablemente en su siguiente película, también de la casa.Ahora, los actores de cine firman contratos de obra, por película, y nadie se gasta dinero en promocionar a un caballero que, seguramente, su siguiente filme lo hará con la competencia.
Curiosamente, un cine mogijato de camas separadas aupaba los fallones conyugales de sus artistas. El público que no perdonaba el adulterio de la vecina, toleraba que Burton engañara a su legítima en pleno rodaje de Cleopatra. Actores como Burton eran, para el espectador, seres de un mundo lejano, donde los desarreglos lujuriosos no tenían punibles consecuencias, al contrario, casi era una obligación de los dioses no estar contentos con la pareja porque algo tiene que ir mal en ese mundo tan envidiable de palacios, y guateques. El cine, como supuesto reflejo de la vida, debía guardar las formas; sus hacedores, estaban exentos de ello.
La obligación de ser Burton
A Burton le persiguió una desgracia muy común entre la gente de Hollywood: sus películas no debían contradecir la imagen, más o menos prefabricada, que de él se tenía. Para el buenazo de Bing Crosby era un patinazo hacer de cura borrachín. Burton era un actor shakespeareano y eso, en el cine, quería decir grandes escenarios, verbo enrevesado, castillos... Pero también era un amante turbulento y en sus filmes con Liz Taylor debían resonar las mismas tormentas que encapotaban su vida. Ahí sí que Burton podía tranquilamente ser pastor y neurótico por más señas (Castillos en la arena). Incluso en jersei le pedían grandes escenas (¿Quién teme a Virginia Woolf?).
Es en los años setenta, y las oficinas del star-system con cerrojo, cuando le ofrecen papeles donde debía anular totalmente su propia identidad porque no se podía ser al mismo tiempo Burton y Tito o Trotsky. Ya no tenía que hacer de Burton porque ese Burton empezaba a no existir. Algunos cineastas, como John Huston (La noche de la iguana), Tony Richardson (Mirando hacia atrás con ira), Stanley Donen (La escalera) o Martin Ritt (El espía que surgió del frío) supieron ver al otro Burton, al gran actor que no precisa perpetuos registros grandilocuentes para crear un clima. Un Burton escaso entre las más de 70 películas que hizo o, mejor dicho, le hicieron. En casi todas cumplió pero empaquetado y con denominación de origen.
Babelia
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