Las lenguas españolas
DURANTE LA etapa constituyente, diputados y senadores discutieron acaloradamente sobre el nombre que el texto de nuestra norma fundamental debería emplear para designar a la lengua oficial del Estado. Según algunos parlamentarios, el uso generalizado -tanto en los países latinoamericanos como en el resto del mundo- del término español imponía por sí solo la solución. En las Cortes Constituyentes de 1931, José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno mantuvieron esa misma tesis, siguiendo los criterios defendidos en 1926 por la Real Academia de la Lengua, que recomendaba el empleo preferente del término español y reservaba la expresión castellano para el proceso de formación histórica del idioma. Según otros diputados y senadores, sin embargo, tal definición incurriría en la falacia de tomar la parte por el todo, dado que en España se hablan cuatro lenguas y que el castellano, aunque predominante en nuestro país, no debería usurpar una denominación común. El resultado final de esos debates fue el párrafo primero del artículo 3 de la Constitución, según el cual "el castellano es la lengua española oficial del Estado que todos los españoles tienen el deber de conocer y el derecho a usar".Ese artículo establece, a la vez, que "las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus Estatutos" y que "la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección". De esta forma, el catalán, el euskera y el gallego quedaron reconocidos en el texto constitucional, a la par que el castellano, como lenguas de España, con independencia de la mayor o menor implantación geográfica y social de su uso cotidiano. Además de la cooficialidad de esas tres lenguas en los ámbitos de las comunidades autónomas correspondientes, el recordatorio de su importancia para la cultura española y la exhortación a la Administración para velar por su conservación y por su futuro son mandatos constitucionales que deben orientar la política de los Gobiernos y la actitud de los ciudadanos.
En este sentido, es digna de todo elogio la reciente creación por el Ministerio de Cultura del Premio Nacional de las Letras Españolas, que significa el pleno reconocimiento por la Administración del carácter multilingüe de nuestra cultura. En efecto, las bases del nuevo premio, que se concederá anualmente, se proponen distinguir al "conjunto de la labor literaria de un autor español vivo en cualquiera de las lenguas españolas oficiales". A los efectos de esa convocatoria, se entenderá por autor español "al nacido en España o que hubiera adquirido la nacionalidad española y cuya obra en todo caso esté considerada como parte integrante del conjunto de la literatura española actual". En esa misma elogiosa dirección marcha la ampliación del Premio Nacional de Literatura, al que podrán optar en lo sucesivo los libros publicados por autores españoles y editados en España" y escritos "en cualquier lengua española oficial". De aquí en adelante, los novelistas, poetas y ensayistas de nacionalidad española podrán recibir esos dos grandes premios con independencia de la lengua -castellano, catalán, euskera o gallego- que utilicen como medio de expresión.
Al tiempo, el Ministerio de Cultura mantiene la convocatoria del Premio Cervantes, al que pueden aspirar, sin restricciones de nacionalidad, los escritores cuya lengua creadora sea el castellano. De esta forma, la política cultural de la España democrática consigue que el aliento a los escritores españoles (cualquiera que sea su lengua), materializado en el Premio de las Letras Españolas y el Premio Nacional de Literatura, resulte compatible con el reconocimiento otorgado por el Premio Cervantes a los grandes autores que utilizan, fuera o dentro de nuestro país, la lengua que comenzó a forjarse hace un milenio y que nuestros compatriotas llevaron al continente americano a lo largo de cinco siglos. Los nombres de Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti y Octavio Paz -galardonados junto a Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Luis Rosales y Rafael Alberti con el Premio Cervantes- acreditan la universalidad del castellano, continuado y enriquecido al otro lado del Atlántico desde el siglo XVI. Ahora bien, sería una insensatez no armonizar la riqueza transnacional del castellano con el homenaje que merecen los escritores que sienten y se expresan en otras lenguas españolas y cuyos valores -hace pocos años Salvador Espriú fue mencionado como candidato para el Premio Nobel de Literatura- pertenecen a la cultura universal. Pocos países en el mundo pueden permitirse el lujo de contar a la vez con un idioma de la difusión -la tercera en el mundo- del castellano y con lenguas tan ricas en historia y potencialidades como el catalán, el gallego y el euskera. Por esa razón, debe darse la bienvenida tanto al Premio Nacional de las Letras Españolas como a la ampliación del Premio Nacional de Literatura, en la confianza de que antes o después serán inscritos en sus historiales autores de "las demás lenguas españolas".
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