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Crónica de La Habana

Mientras las espasmódicas y morenas cariátides se agitaban frenéticamente en las columnas acompañando el rítmico conjunto, que se debatía con no menor violencia y fascinante sensualidad en el amplio y abierto escenario, arriba, en las alturas de la noche tropical, brillaba la misteriosa trayectoria de los cocuyos, añadiendo una magia suplementaria a una historia musical traspasada de plumas, desnudeces y tersuras de canela, lentejuetas y brumas de artificio. Tropicana, el más famoso cabaré de Centroamérica, olvidó por fin el cansino y apenas hilvanado suceder de residuos de una época definitivamente superada para mostrarnos, con feliz e iconoclasta transposicion, una música nacional que comienza en el origen de la cubanía y acaba en eljazz injertado. Como siempre, el feliz sincretismo de un país que parece ostentar el secreto del mestizaje,de las formas y de la síntesis explosiva. En medio, cómo no, volveremos a escuchar los inefables Bemba colorá, Vereda tropical y Capuyito de alhelí, y recordaremos, además, que "la cubana es la perla del edén", que "en su boca linda temblaba una guinda", y que "Cienfuegos tiene ya su guagancó". Todo un programa de nostalgias compartidas. Ya en la entrada de la I Bienal Latinoamericana fuimos acogidos por susurros ancestrales; diversas y profundas voces de América eran encabezadas por las palabras raucas de una olvidada lengua vernácula: las que todavía se repiten en las ceremonias religiosas por los descendientes de los antiguos esclavos congos y lucumís.Estos pocos días, repletos de acontecimientos, fueron salpicados de fructíferas visitas. En el reciente parque Lenin, por ejemplo, dentro de esa inmensidad verde y cuidada destinada al esparcimiento habanero, y tras la dificil contemplación estética del iceberg marmóreo del monumento recortándose en el cielo con cegadora blancura, una arquitectura generosa y abierta encierra unas pequeñas ruinas coloniales conservadas como reliquias. La apropiada humidificación recrea incluso el musgo de antaño, y las hermosas vidrieras de René Portocarrero, autor también del proliferante y gigantesco mural cerámico del palacio presidencial, rutilan en policroma y barroca llamarada. También en las cercanías estará presente, para el fervoroso recuerdo, otro milagro sincrético, esta vez a través de la obra de quien fue gran pintora cubana, Amelia Peláez. Ella constituirá, en su entremezclada y lujuriosa brillantez lumínica, uno de los polos del universo originario cubano en su transposición a la modernidad.

La poderosa obra de Wifredo Lam, a quien un interesante ciclo de conferencias rinde póstumo homenaje internacional, reflejará decididamente la simbiosis tricontineiital de sus orígenes -y esencialmente la afirmación de su africanía, estimulada por el influjo de Picasso y las interferencias culturales desencadenadas por el superrealismo-, mientras que Amelia Peláez, en diferente síntesis criolla, supo reunir cubismo sintético y reminiscencias coloniales -a través del arabeisco contorneador de la pictóriba vidriera que fue su pintura. Las frutas tropicales -el mamey, la guanábana, el tamarindo, la guayaba, la frutabomba, el plátano macho y el anón- se engarzan aquí a los objetos cotidianos y a los muebles curvilíneos, entremezclándose, mediante la experiencia bidimensional, a las ruti¡antes vidrieras que cubren los arcos de medio punto de las casas y palacios de otra época. Estas losetas luminosas suministran a los interiores -umbríos, de altos techos, elevadas mamparas y especial viguería central, de la que cuelgan arañas de cristal sobre centros precisos rodeados de mecedoras y asientos- una luz bellísima que los convierten en sensuales y recoletas catedrales paganas.

Actividad bajo el calor

Hace mucho calor en La Habana del mes de mayo y, a pesar de ello, bajo las vidrieras, pórticos y verandas de las antiguas casonas restauradas se vive una intensa actividad. Una de las cinco grandes plazas de La Habana vieja, la llamada precisamente plaza Vieja, fundada a mediados del siglo XVI, es restaurada paulatinamente por arquitectos cubanos bajo el patrocinio de la Unesco. De esta forma, y a pesar de la degradación de la antigua ciudad y de su costoso y difícil remedio, se continúa la labor emprendida en la sobria plaza de la Catedral, con su bello, Museo Colonial y el precioso patio del palacio de los marqueses de Aguas Claras, convertido en restaurante. Muy cerca de ella, frente a la famosa tahona La Bodeguita de Enmedio, tan querida de Hemingway -mi mojito, en La Bodeguita; mi daiquiri, en Floridita, solía decir el escritor-, está la casa de la condesa de la Reunión, en donde funciona desde hace poco tiempo el centro Alejo Carpentier, que contiene una biblioteca internacional, así como los archivos, documentos y recuerdos del gran escritor desaparecido. En la cercana e imponente plaza de Armas, el palacio de los Capitanes Generales ha sido convertido en Museo de la Ciudad y el bellísimo palacio del Segundo Cabo alberga el Ministerio de la Cultura. Un hermoso palacio de la plaza Vieja, ya restaurado, el de los condes de Jaruco, es sede del Fondo Cubano de Bienes Culturales. En él se desarrolla una incipiente actividad: los cubanos intentan divulgar y comercillizar su arte y recrear, además, una abandonada artesanía que mejore la baratija hotelera. Libros de bibliofilia y ediciones serigráficas nos muestran también una plástica que refleja la diversidad de las corrientes internacionales y en la cual es dificil atisbar tanto los acentos nacionales como la presencia de cualquier imposición ideológica.

El problema de la plástica cubana actual se asemeja al de otras naciones latinoamericanas, y la bienal nos ofrecerá múltiples ejemplos de esta situación aparentemente contradictoria y, en cierto modo, lógica. Hablar de Latinoamérica como una entidad cultural que conlleva impulsos directrices semejantes, cuando no características identificables e indíscutibles acentos, parece, al menos por el momento, un espejismo. En el fondo, el arte latinoamericano más reciente no difiere del de muchos países europeos, e incluso africanos y asiáticos, que carecen de la posibilidad de fomentar y propagar un arte nacional debido a razones muy diversas, que no son siempre económicas u organizativas, sino que obedecen también a la dificultad de concebir y formular nuevas proposiciones, a la carencia de poder de anticipación y a la práctica oportuna del juego cultural. En los últimos años, solamente la RFA e Italia parecen haber logrado indagar con cierto interés en su propio pasado artístico, e u ando no en sus raíces culturales y en los impulsos colectivos de la sociedad. El problerna,por supuesto, es muy complejo y precisaría de un amplia y profunda reflexión. Por el momento, baste constatar, en este aspecto de la cultura latinoamericana, y junto a una vital libertad formal entrevista a través de la bienal, la permanencia contradictoria y ciertamente positiva de la variedad expresiva, predominando tanto sobre la identificación nacional como sobre el dificil acuerdo, tan raramente resuelto con acierto en nuestra época, entre arte e ideología.

Los orígenes populares de la música

La música cubana, a pesar de atravesar un momento de confusión, parece responder a otros condicionamientos. Al margen de la personalidad creadora internacional y ecléctica del virtuoso Leo Brouwer, impregnada de erudición y de esencias populares, es preciso tener en cuenta que una parte fundamental de la misma continúa dependiendo de las brillantes síntesis populares de su complejo origen. La radio nos ofrecerá una cadena dedicada exclusivamente a la música clásica, pero la mayor parte de las emisoras, como es habitual, propondrá música pop americana, ya sin restricciones, entremezclada de música autóctona -el guaguancó, el son, la rumba, la guaracha, la trova e incluso la salsa de ida y vuelta-, así como también la producida por los inevitables y plañideros cantantes españoles, y un feeling cubano, retórico y sentimental, mucho más interesante y auténtico. La bailarina clásica Alicia Alonso se ha convertido en verdadero monumento nacional, al igual que Nicolás Cuillén, cuya interesante y emotiva autobiografía acaba de aparecer en una hermosa edición. En la informal y para muchos sorprendente recepción ofrecida por el anciano poeta en la Unión de Escritores y Artistas fuimos gratamente sorprendidos por la presencia de la orquesta de Enrique Jorrín, famoso creador del cha-cha-cha, otro monumento nacional, esta vez popular y musical, que dio la vuelta al mundo. Durante la inauguración de una exposición en el Fondo Cubano de Bienes Culturales tuvimos también ocasión de asistir a semejante y fascinante mezcolanza musical: una de cal para la negrura del excelente conjunto folklórico nacional, aconsejado con talento y perspicacia por Rogelio Martínez Furé, y otra de arena para la crispada modernidad dé un excelente y desgarrador dúo femenino. Una bella y pálida dama, de lejana dejadez y retomado abanico, acompañada de virtuoso y oscuro pianista, interpretó canciones de otra época para nuestra felicidad y para sorpresa de los novicios allí presentes. Todo ello nos hizo recordar que un aspecto muy peculiar de la música cubana, y tal como sucedió con el jazz -otra música surgida de la síntesis y del dolor-, se fraguó a través del complemento inseparable de la danza y a veces incluso del intermediario estimulante del cabaré y de su espectáculo -el chou, al decir cubano-, aunque por medio ande la presencia de otros ingredientes nacionales: por una parte, la nostalgia de las bellas y lánguidas canciones de Sindo Garay, Lecuoria, María Teresa Vera y Barbarito Díez, por ejemplo, que, aun siendo arqueología, permanecen todavía presentes en la memoria nacional, y por otra, una música rítmica, simbiótica y dionisíaca, esencialmente cubana, que continúa recreándose en las fiestas de los barrios y especialmente en el popular y concurrido Sábado de la rumba.

El privilegio del invitado y la generosidad excepcional que comporta su condición no pueden hacernos olvidar la dureza de una vida que todavía se desenvuelve en medio de serias dificultades. Aparentemente, todo parece caminar demasiado lentamente, pareciendo la ausencia de eficacia y la burocrática lentitud consustanciales a las prerrogativas del universo socialista. Es indudable que otros temas podrían ser objeto de crítica, pero para quien bien ha conocido las dificultades del pasado es preciso constatar que en la hermosa y soleada ciudad, de cielo y mar sempiternamente azules, muchas cosas han cambiado en los últimos años. La Habana recobra una animación que se perdió en momentos de dureza y dificultad, y si el transporte se resuelve todavía en arriesgada y paciente aventura, pudimos observar la desaparición de las colas -salvo para contemplar la última película-, así como el resurgimiento de una vida lúdica prodigada en bares, heladerías y tiendas incipientemente surtidas. El racionamiento ha mejorado considerablemente, y la famosa y tristemente recordada croqueta nacional, que hace algunos años tendía ineluctablemente a sustituir al congrí con chicharrón, al quimbombó, a los moros y cristianos, al ajiaco, al fufú y a la yuca con mojo, delicias de la cocina tradicional, ya parece pertenecer al pasado de las grandes dificultades.

Lenguaje imaginativo, caminar lánguido

Una librería tradicional, La Moderna Poesía, ahora renovada y ampliada, nos ofrece un amplio surtido de las últimas publicaciones cubanas, que desaparecen como por encanto, a pesar de su enormes tiradas. En otro lugar de la ciudad, cerca de la heladería Copelia -concebida como un gigantesco parasol únicamente destinado a refrescar y satisfacer la golosinería nacional- y en la proximidad de los grandes hoteles, poblados de bellezas esperando novios acaramelados, técnicos extranjeros y turistas policromos, se halla La Rampa, una abierta avenida que se hunde en el recortado horizonte del mar. Sigue siendo lugar de encuentros y de flirteo, y solamente en su breve perímetro puede constatarse la simpatía y el descaro del pueblo habanero, su lenguaje imaginativo y el lánguido caminar que lo caracteriza, la ausencia de prejuicios racistas y su extraordinaria diversidad racial, la coquetería vestimentaria de las muchachas, las miradas encendidas y la seductora presencia de la esbeltez y belleza criollas, alternadas por la hipnótica presencia de poderosas venus esteatopigias.

En un local de La Rampa, impecablemente montada, se presenta con motivo de la bienal una exposición de pasteles recientes del pintor chileno Roberto Matta, cuya obra parece ahora impregnada del códice precolombino más que de su habitual, ingrávida y electrificada belleza explosiva-fija. Un hermoso conjunto que se complementa, en el oasis fraterno de la Casa de las Américas, con las excelentes muestras del pintor mexicano Francisco Toledo y del venezolano Jacobo Borges; y en el Museo de Bellas Artes, con la árida e hierática presencia de Oswaldo Guayasamín y el templado tambor de un conjunto extraordinario de Wifredo Lam, representado en uno de sus mejores períodos creativos mediante las obras que permanecieron en Cuba y que pasarán probablemente a integrar la proyectada fundación que llevará su nombre.

La I Bienal Latinoamericana nos muestra, en dos lugares distintos de la ciudad, un inmenso y desigual conjunto de obras provenientes de 22 países americanos. Las dificultades de transporte -inimaginables en otro lugar del globo-, el esfuerzo realizado por los organismos competentes, el entusiasmo y la eficacia desarrollados se han visto disminuidos, a nuestro entender, por la largueza de los criterios que presidieron su planteamiento, la dificultad de dar cabida convenientemente a tal marea pictórica y la ausencia de algunos artistas importantes. Es indudable que un mayor rigor selectivo hubiera favorecido la lectura de una muestra en donde la presencia de artistas de gran calidad se difumina en la apretura y en la vecindad. Es preciso, sin embargo, reconocer que aparte del 1 Congreso Iberoamericano de Críticos y Artistas Plásticos, celebrado en Caracas en 1978, y que desgraciadamente no tuvo prolongación, esta primeriza bienal -y el esfuerzo que ha supuesto su realización- constituye hasta la fecha el mayor intento de mostrar en su conjunto la importancia y diversidad del arte que se realiza en los países hermanos.

En compañía de amigos cubanos y latinoamericanos, nos interrogábamos sobre el acierto de una política competitiva de premios, prácticamente abandonada en el resto del mundo, y que presupone, quiérase o no, una ejemplaridad artística e ideológica de arriesgada definición, preguntándose si no sería más conveniente una labor de adquisiciones, que a la larga no haría sino incrementar el patrimonio nacional, para poder constituir en el futuro un verdadero museo de arte moderno latinoamericano. Nos pareció esencial, frente al futuro, la transformación de una manifestación competitiva, que posee los defectos y la generosidad de una primera experiencia, en algo más constructivo y eficiente para la plástica latinoamericana: la formulación, por ejemplo, de una manifestación bianual en donde se mostraran, de forma coherente y evidentemente selectiva, las directrices constantes y las novedades del quehacer pictórico, así como la organización de manifestaciones complementarias en donde quizá puedan tener cabida otras presencias no americanas. Una verdadera exposición documental -algo equivalente a la Dokumenta de Kassel, como ejemplo de proyecto y no necesariamente de concepción- en la que se nos ofreciera, por fin, un panorama riguroso y objetivo de una diversidad creativa en la que no cupiera la sospecha de cualquier polarización populista. Quizá de esta forma se podría observar la diversidad de las situaciones expresivas y definir, en la confrontación esclarecedora, los hilos conductores del pensamiento plástico y el fervor que define una época, siendo a un tiempo esfuerzo positivo para el intercambio creador y contribuir a la desaparición de la penosa situación de balcanización, tan patente en Latinoamérica.

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