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Tribuna
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Conmovedora personalidad, insólita obra

Mi primer encuentro con Fernando Zóbel tuvo lugar en instantes bien difíciles, cuando todavía nuestra visión permanecía dañada por el corte abrupto de la historia y comenzaba el penoso despertar del impulso adormecido.Él fue el primero en adquirir una de mis pinturas en gran formato -el Retrato imaginario de Brigitte Bardot, hoy en el Museo de Cuenca- en momentos bien difíciles para su autor, cuando nadie en nuestro país arriesgaba un ápice por el arte contemporáneo.

Todavía recuerdo su rápida decisión, como recuerdo también su primera visita a Cuenca, mucho antes de que se hiciera realidad el proyecto de un museo que durante tantos años resultó insólito y logrado ejemplo en el panorama desolador de las artes plásticas en España.

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La particularidad de sus gustos, que se reflejarían naturalmente en su colección, no limitaron el eclecticismo de un conocedor de la historia del arte cuya visión permanecía en constante confrontación con la experiencia y enriquecida por sus amplios y diversificados conocimientos.

Fragilidad y lucidez

La ramificación de sus intereses -la hermosa colección de pintura oriental, de libros de bibliofilia, de grabados antiguos y especialmente de Rembrandt, su amplia biblioteca y su interés por la fotografía- hicieron que su vocación de pintor, impregnada de la maestría Song, se doblara de auténtico mecenas cuya rareza en nuestro panorama artístico quedaba acentuada por su certera mirada y la firmeza de su gusto.La fragilidad física de su persona parecía compensarse con creces mediante su lucidez, el sentido lúdico de un comportamiento y su voluntariosa y polifocal acción. Su elección -como pintor, como esteta y como coleccionista- estaba focalizada en criterios personales en donde la idea de la belleza y su particular concepción del destino del arte conformaron una personalidad insólita y conmovedora que lo convirtieron en uno de los protagonistas más positivos del arte español de las últimas décadas.

La creación del Museo de Cuenca fue un verdadero acontecimiento: por vez primera una colección de arte moderno digna de ese nombre era entregada al patrimonio público, presentándose, además, de forma inhabitual, con una dimensión internacional y una cuidada estética.

El Museo de Arte Abstracto de Cuenca se convirtió, durante mucho tiempo, en objeto de admiración, y si bien su reciente ampliación no mejoró sustancialmente su imagen inicial, lo cierto es que la base fundamental de los fondos reunidos por Zóbel con tan rara generosidad representan la base generacional de un crucial momento de ruptura en el arte español.

Por ello el Museo de Cuenca, y dados los límites impuestos por su creador, en los que algunas de las tendencias surgidas en los últimos años tienen difícilmente cabida, cobra, en la desaparición de Fernando Zóbel, una dimensión insospechada.

Han sucedido muchas cosas en el terreno de las artes plásticas y es evidente que la tarea de reunir y clarificar situaciones pertenece a una concepción museística más ecléctica y amplia. El mérito fundamental del Museo de Arte Abstracto de Cuenca fue la de catalizar un momento determinado y sus prolongaciones en la historia reciente.

Sin duda el más bello homenaje que pudiera hacerse a quien tanto hizo por el arte moderno español sería la conservación del museo en su presencia actual, definida esencialmente alrededor de la colección matriz por Zóbel creada, y quizá, en el futuro, amplificar su resonancia mediante manifestaciones temporales que no dañaran su concepción originaria.

Me parece necesario el cambio de apelación del mismo a fin de que en el futuro permanezca bajo la advocación de su nombre, tanto como la conservación de su propia casa como fundación contenedora al menos una parte de la belleza que reunió apasionadamente.

Antonio Saura es pintor

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