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Fiesta en torno al autor de 'La arboleda perdida'

"¡Cuán cara eres de haber, oh dulce España!"

Publicamos un amplio extracto del discurso pronunciado por Rafael Alberti en la entrega del Premio Miguel de Cervantes.Majestades: El día 28 de mayo de 1963, después de casi 24 años de exilio en la República Argentina, hacía mi entrada, a través de la inmensa puerta del cielo, en la ciudad de Roma. Yo tenía entonces 61 años. Y unas ansias, unos deseos angustiosos, de sumergirme, de perderme, de estrecharme, hasta desaparecer en aquel complicado y peligroso laberinto de plazuelas y callejones del barrio que elegí como vivienda, el romanesco Trastevere, alegre capital, dentro de Roma, de los gatos, las ratas, los veloces ruidos, el griterío de los bares en las tardes de fútbol y, entre otras muchas más cosas atrayentes e insospechadas, las cordilleras de los no muy perfumados montones de basuras, hacinados en las esquinas. Yo entré en Roma -dije- bajando de las nubes, por la puerta del cielo, como cuatro siglos antes, en 1569, a la edad de 22 años, entró Miguel de Cervantes por la Porta del Popolo, besando primero una y muchas veces los umbrales y márgenes de la entrada, saludando a la ciudad con lágrimas en los ojos.

iOh grande, oh poderosa, oh sacrosanta alma ciudad de Roma! A ti me inclino devoto, humilde y nuevo peregrino, / a quien admira ver belleza tanta. / Mi vista, que a tu fama se adelanta, / el ingenio suspende, aunque divino, / de aquel que a verte y adorarte vino, / con tierno afecto y con desnuda planta.

Yo he seguido los pasos de aquel Cervantes tan joven por el "alma ciudad", aquella Roma que aún ignoraba ser la capital del Renacimiento, admirándola él por su grandeza y antigüedad, "en sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, sus rotos arcos y derribadas termas, sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes..., sus puentes, sus calles, que con sólo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la Vía Apia, la Flaminia, la Julia, la Aurelia...".

Cervantes fue feliz viviendo lo que él, entusiasta, llamó la vida libre de Italia, a pesar de su pobreza y del rigor de sus dos años de soldado vagabundo, hasta que embarcó en la galera Marquesa, para perder la mano izquierda en la batalla de Lepanto, llevando bajo la camisa, como coraza protectora, los poemas de Jorge Manrique que estaba leyendo.

Raíces quebradas

Pero su vida libre de Italia jamás Cervantes la olvidó, como yo tampoco jamás olvidaré aquellos 15 años de mi vida trasteverina, sobre todo en la también nueva y libre Italia que amaneció acabada la segunda guerra mundial. Si no de España, en la que había dejado tantas cosas, quebradas las raíces, yo llegaba a Italia de las inmensas tierras argentinas, aquellas que me habían dado asilo durante tantos años como para considerarlas ya parte entrañable de los nuevos paisajes de mi vida. Tanto estaban en mí que al tenerlas que abandonar, volviendo nuevamente a Europa, pero no a mi imposible patria todavía, supliqué a Roma, casi con la misma unción que Cervantes arrodillado bajo la Porta del Popolo, me concediese su poderosa maravilla a cambio de todo lo bello y doloroso que en aquellas tierras suramericanas había dejado.

Cervantes suspira y llora por España, llenando de versos y creaciones futuras su imaginación, que expresará después, amargamente enriquecido de aquella fatal vida de cautiverio que lo condujo a las más largas desesperaciones, casi a la muerte. Nosotros, los que pudimos arribar a otras tierras, aún con las destrozadas raíces al viento, lo hicimos sin ni remotamente sospechar, desde luego, que nuestro peregrinaje duraría casi 40 años, premio éste sólo para los que, al fin, pudimos regresar, ya que tantos miles por aquellos países quedaron, y muchos para siempre.

Entre ellos, parte de nuestros más grandes poetas. Y permitidme que aquí los quiera recordar ahora, no hablando de pintores, músicos, novelistas, profesores, todos ellos insignes, al lado de nuestro más señalado pueblo trabajador, pues todos juntos formábamos lo que denominó José Bergamín "la España peregrina". Y perdonad, rrepito, que recuerde tan sólo a algunos de ellos en este día de iluminación y júbilo en el que el nombre de Miguel de Cervantes desciende sobre mí como una doble ala de armonía y amor, uniéndome aún más, y en estos ya tan altos años de nuestra vida, a mis queridísimos amigos los poetas de aquella década del 20, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, de nuevo hoy más que nunca enlazados a mí por esta misma cervantina distinción, este gran premio, que últimamente ha alcanzado también otro español, Luis Rosales, poeta granadino, tan cerca de nuestra generación. Los nombres de Vicente Aleixandre, Federico García Lorca, José Bergamín y Miguel Hernández no los puedo olvidar aquí, ya que todos juntos recorrimos un igual camino hasta el desgaje, el tirón violento de la guerra.

¡Cuán cara eres de haber, oh dulce España!

Cuando nuestrogrande y lento don Antonio Machado atravesó, a pie, los Pirineos, acompañado de su ancianísima madre y con una gran parte del ejército republicano camino del destierro, aquella España, por la que suspiraba con lágrimas en los ojos Miguel de Cervantes desde Argel, se la llevaba ya sobre su alma don Antonio. El primer verso que se escribe en el exilio es suyo:

Estos días azules y este sol de la infancia...

Único verso alejandrino, lleno ya de nostalgia y lejanía, que se encontró perdido en un bolsillo del viejo gabán del poeta después de su muerte. Don Antonio Machado tenía 64 años. Miguel de Cervantes, al morir, había cumpido ya 69.

¡Cuán cara eres de haber, oh dulce España!

De Moguer a Nueva York

Juan Ramón Jiménez se sentía muy dulcemente bien en su cementerio ma rino de San Juan de Puerto Rico. En aquella ciudad había perdido a Zenobia, su mujer, el mismo día que el poeta recibiera el Premio Nobel. Juan Ramón Jiménez vivió ocho años más que Miguel de Cervantes. Con gusto Juan Ramón hubiera permanecido cerca de aquellas olas del mar Caribe portorriqueño, soñando, desde lejos, con la mar blanca y los crepúsculos de violeta de su Moguer, que tantas veces vio, como por transparencia, en sus años de destierro norteamericano.

Y Manuel Altolaguirre. Y Emilio Prados, malagueños los dos, frente a las costas berberiscas, desde los litorales de su Málaga. Emilio, oscuro, lleno de galerías secretas de torturados subterráneos en busca de la luz, después de tantos años de exilio, sin retorno.

Cierro los ojos. El sueño / por ellos baja a escuchar, / dentro de mi corazón, / el viento oscuro del mar. / ¡Ya no podré despertar!/ ¡Ya no sabré despertar!

Tenía 63 años cuando murió en México.

¡Cuán cara eres de haber, oh dulce España!

Es otro malagueño el que ahora canta, José Moreno Villa, nostálgico, más que nunca cuando se le iba acercando la muerte, de las orillas de su mar reverberante de luz y limoneros.

No vinimos acá, nos trajeron las ondas / Confusa marejada, con un sentido arcano, / impuso el derrotero a nuestros pies sumisos. / Ya estamos en la playa nueva. La misma arena, / el mismo rizo acompasado de la dulce orilla, / los mismos vagorosos pájaros de la otra. / Nos llevarán las ondas. Nos llevarán las ondas. / Nos llevarán las ondas no con bolsas repletas, / no con sacos de oro ni tanques ni aviones. / Dejaremos la tierra del azteca y del inca / después de dar la sangre, el sudor y los huesos, / después de haber sembrado en medio de volcanes / lo mejor de nosotros, el beso y la palabra.

José Moreno Villa murió en México, el 25 de abril de 1955, dos días después de la fecha en que murió Cervantes y con su misma edad: 69 años. Y allá, en la República Argentina, Juan Larrea, aquel vasco difícil y secreto, grande en su nueva palabra poética, exaltador de Ruben Darío y delirante de César Va llejo, el genial peruano. Y también, descansando para siempre al borde de las ondas del mar de Puerto Rico, contemplando ese mar que tanto contempló, Pedro Salinas, muerto en Boston a los 61 años.

De mirarte tanto y tanto, / del horizonte a la arena, / despacio, / del caracol al celaje, / brillo a brillo, pasmo a pasmo, / te he dado nombre; los ojos / te lo encontraron, mirándote. / Por las noches, / soñanafo que te miraba, / al abrigo de los párpados / maduró, sin yo saberlo, / este nombre tan redondo / que hoy me descendió a los labios. / Y lo dicen asombrados / de lo íarde que lo dicen. / ¡Si era fatal el llamártelo! / ¡Si antes de la voz, ya estaba / en el silencio tan claro! / ¡Si tú has sidopara mí, / desde el día / que mis ojos te estrenaron, / el contemplado, el constante / Contemplado!

Dédalo en claroscuro

Luis Cernuda hizo casi dos años de guerra en el frente de Guadarrama, sobre unas alturas desde las que contemplaba el monasterio de El Escorial. Sevillano, fino, difícil, sorpresivo, dédalo en claroscuro y transparente laberinto interior como su barrio sevillano de Santa Cruz. Creo que Cernuda fue el poeta que más sufrió en el destierro, aunque él pretendiera, al final, no querer acordarse de su patria andaluza.

Lirio sereno en piedra erguido / junto al huerto monástico pareces. / Ruiseñor claro entre los pinos / que en canto silencioso levantara. / Ofruto de granada, recio afuera, más propicio y jugoso en lo escondido. Así, Escorial, te mira mi recuerdo. / Si hacia los cielos anchos te alzas duro, / sobre el agua serena del estanque / hecho gracia sonríes. Y las nubes / coronan tus designios inmortales. Recuerdo bien el sur donde el olivo crece junto al mar claro y el cortijo blanco, mas hoy va mi recuerdo más arriba, a la sierra, / gris bajo el cielo azul, cubierta de pinares, / y allí encuentra regazo, alma con alma. / Mucho enseña el destierro de nuestra propia tierra.

Estas estrofas que he leído pertenecen al poema El ruiseñor sobre la piedra, que escribió Luis Cernuda en Inglaterra, antes de trasladarse a México, donde murió, repentinamente, a los 61 años.

¡Cuán cara eres de haber, oh dulce España!

Cara de haber, sí, pero de dulce, y sobre todo en aquellos terribles años, nada, hubiera sentido León Felipe, el más viejo, pero sin edad, la voz embravecida del viento, el más exaltado, el más quijotesco, cervantino de todos, que sintió su largo destierro de España como un infinito cautiverio en Argel, blasfemando y gritando, arremetiendo en sus poemas contra los molinos, alzándose siempre heroicamente, sin perder el impulso de la sangre, el que se vino dejando Panamá, en donde por primera vez en su vida era profesor, con más de 50 años, a luchar por Madrid, poco después del inicio de la guerra, el que en momentos de desánimo había suplicado a Don Quijote viéndolo pasar, caballero solitario por la meseta castellana:

Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura, / en horas de desaliento así te miro pasar, / y cuántas veces te grito: hazme sitio en tu montura / y llévame a tu lugar, / hazme un sitio en tu montura, / que yo también voy cargado / de amargura / y no puedo batallar. / Ponme a la grupa contigo, / caballero del honor, /ponme a la grupa contigo /y llévame a ser contigo / pastor. / Por la manchega llanura / se vuelve a ver la figura de Don Quijote pasar...

Y puede pensarse que aquella súplica de León Felipe siempre estuvo en sus ánimos, y así yo puedo creer que el gran poeta de Zamora hizo su nueva entrada en Madrid a la grupa de Rocinante, no con deseos pastoriles, sino agarrado a la lanza soñadora de Don Quijote. Hoy el viejo poeta sobrevive esculpido en un parque de México, a la sombra de los gigantes y ancianos ahuehuetes, los más extraordinarios árboles de aquel país. Entre los poetas que tampoco pudieron volver, quiero también nombrar a Pedro Garfias, Juan Rejano, Arturo Serrano Plaja y José Herrera Petere.

Letanías de nuestro señor Don Quijote

Rey de los hidalgos, señor de los tristes, / que defuerza alientas y de ensueños vistes / coronado de áureo yelmo de ilusión; / que nadie ha podido vencer todavía, / con la adarga al brazo, toda fantasía, y la lanza en ristre, toda corazón. / Noble peregrino de los peregrinos, / que santificaste todos los caminos / con el paso augusto de tu heroicidad, / contra las certezas, contra las conciencias, / y contra las leyes y contra las ciencias, / contra la mentira, contra la verdad. / Caballero errante de los caballeros, / barón de varones, príncipe de fieros, / par entre los pares, maestro, ¡salud! / Salud, porque juzgo que hoy muy poca tienes, / entre los aplausos o entre los desdenes, / y entre las coronas y los parabienes / y las tonterías de la multitud. / Ruega por nosotros, que necesitamos las mágicas rosas, los sublimes ramos de laurel. ¡Pronobis ora, gran señor!/ Tiemblan las florestas de laurel del mundo, / y antes que tu hermano vago, Segismundo, / el pálido Hamlet te ofrece una flor. / De tantas tristezas, de dolores tantos, / de los superhombres de Nietzche, de cantos / áfonos, recetas quefirma un doctor, / de las epidemias de horribles blasfemias / de las Academias, / ¡líbranos, señor! / Ora por aquellos tristes enemigos / que plantan misiles en lugar de trigos, / sembrando la tierra de llanto y terror, / que cuando ya el siglo a sufin se inclina, / no es una paloma la que lo ilumina en vuelo de gracia, de paz y de amor. Ruega por aquellos audaces mezquinos / que cuando arremeten contra los molinos, / saben de antemano no derribarán; / por los ilusorios, los equilibristas, / por los anacránicos, oscuros golpistas, / que en sorda caverna nos enterrarán. / Ora por nosotros, señor de los tristes, / que de fuerza alientas y de sueños vistes, / coronado de áureo yelmo de ilusión, / antes que de pronto desaparezcamos / y no queden tumbas ni fúnebres ramos / ni el son de la inmensa y última explosión.

Señor: cuando un poeta español llega como exiliado a aquella América en la que aún, con toda su variedad y riqueza de modulaciones, se habla la castilla, aquellas dolorosas raíces que llevaba fuera, rotas, expuestas a los vientos, al cabo de los años se vivifican, renacen, crecen, se llenan de hojas, de brotes nuevos, guías largas, inmensas, que por encima del mar vuelan a ciegas a encontrarse con aquellas otras desgajadas, partidas, que allá lejos quedaron. Y a pesar de las tremendas lejanías se juntan, se enmuñonan, estableciéndose una nueva corriente de sangres detenidas, que vivifican las distancias, creando al fin una flor, tan dolorosa a veces, pero que nunca morirá, alentada por el aire y el sol de la tierra en que queda, aromándola para siempre. Y allí alientan y cantan todos estos poetas que quise me acompañaran en este día de Cervantes, de este Premi o, que sin duda alguna ellos también hubieran merecido.

Hoy las nubes me trajeron, / volando el mapa de España. / ¡Qué pequeño sobre el río / y qué grande sobre el pasto / la sombra que proyectaba! / Se le llenó de caballos / la sombra que proyectaba. / Yo, a caballo, por su sombra / busqué mi pueblo y mi casa. / Entré en el patio que un día / fuera una fuente con agua. / Aunque no estaba la fuente, / la fúente siempre sonaba. / Y el agua que no corría / volvió para darme agua.

Yo, Señor, volví. Tuve la suerte de volver, de recomponer de verdad las rotas raíces, cubriéndolas de nuevo, con la tierra de España, del pueblo de España, con quien me uno a diario. Él me da la salud, la vida, esta velocidad, este dinamismo de cometa errante que llevo y que a mis 81 años, 4 meses Y 7 días amplía aún más su recorrido, su órbita, hasta identificarla con la del milenario cometa Halley, que vi aparecer en mi infancia tendido sobre la maravillosa bahía gaditana donde nací y que reaparecerá, y conmigo, sobre el ciclo de España, dentro de año y medio.

Humano contacto

Majestad: cuando le vi por vez primera en la Embajada de España ante la Santa Sede, en Roma, tal vez recuerde que al momento de estrecharle la mano le entregué un breve escrito, firmado por un grupo de exiliados españoles en Italia, suplicándole la amnistía para los muchos presos que aún quedaban en las cárceles de nuestro país. Ése fue mi primer humano contacto con su Majestad y con la reina doña Sofía, que lo acompañaba. Hoy vengo aquí a esta Alcalá de Henares, la ciudad cuna de Cervantes, para recibir de su mano tan altísimo premio, que es como centrar en mi sola voz la de más de 338 millones de seres que, con tantas diferentes modalidades, nos expresamos en la lengua, nunca mejor llamada peregrina, de Don Quijote. Gracias, Majestad.

Y para su majestad la reina doña Sofía, la súplica de que me acepte este saludo, en una mínima flor cantable de Lope de Vega, a la que me he atrevido retocar algún pétalo:

Esta Reina se lleva la flor, / que las otras, no. / Esta Reina tan garrida, / por mayo más que florida, / la rosa más escogida / de todo el vergel enflor. / Esta Reina se lleva la flor, / que las otras, no.

Muchas gracias.

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