Las reconversiones hispánicas
Si nos olvidamos de los lenguajes especializados, que sirven, en esta época, para difundir la incomunicación y la confusión generales, descubrimos que la reconversión industrial, uno de los temas del momento en España, plantea de nuevo, en otra forma, en otro contexto político, los viejos dilemas de la modernización española. Convertir empresas anticuadas, pesadas, burocráticas, en organizaciones eficientes, capaces de competir en el mundo actual, adaptadas a la revolución tecnológica de nuestros días, consiste en poner el conjunto de la economía de un país a tono con la época contemporánea, con las vísperas del siglo XXI en que ya nos encontramos. Es mucho más que una cuestión exclusivamente industrial y tecnológica. Es, además y sobre todo, un problema de ciencia y de cultura. España y el mundo hispánico, a lo largo de toda su historia, siempre trataron de hacer modernizaciones limitadas, controladas, como si pudieran conseguirse las ventajas de la modernidad sin sus limitaciones supuestas y sus peligros reales o imaginarios. Por eso, hasta ahora, se han quedado sin pan ni pedazo, con economías anticuadas, culturas retrasadas y sistemas políticos, en los peores casos, bárbaros, y en los mejores, insuficientes, inexpertos, más bien politiqueros.Desde el siglo XVI, toda la historia española e hispanoamericana podría enfocarse como una historia de la modernización, es decir, de la reconversión de la sociedad en su conjunto, y de sus retrocesos y fracasos. Ya la conquista española consiguió imponerse en América porque representaba una civilización más avanzada, con armamentos e incluso con instrumentos intelectuales más modernos. Sin embargo, en una paradoja muy hispánica, su consolidación, desde la mitad del siglo XVI, se manifestó en un anquilosamiento general. Podría sostenerse que el impulso moderno se congeló en la noche colonial y en los tablados que erigía la Inquisición en las plazas mayores. Ni las colonias ni la metrópoli podrían ya ponerse a tono, nunca, con la Europa de la época. Desde esos comienzos, en esas ciudades dominadas por el temor y la sospecha, estábamos condenados a no tener un Siglo de las Luces. Octavio Paz, en su ensayo reciente sobre sor Juana Inés de la Cruz, ha demostrado que la modernidad podía convertirse en la obsesión secreta, vergonzante, reprimida desde el exterior y desde la propia conciencia, de una monja recluida en un convento mexicano, en plena capital virreinal de la Nueva España. A la sombra de los portales barrocos, entre fiestas de corte y ceremonias eclesiásticas y del Santo Oficio, las ansias renovadoras se transformaban en sentimientos de culpa, en evasiones hacia el cultivo de filosofías herméticas.
Carlos III, en el siglo XVIII, frente al desafío del Iluminismo francés, hace el intento más coherente de una modernización controlada: despotismo con ilustración. Después, toda la independencia americana puede mirarse bajo el prisma de la modernización dificil y siempre postergada: ruptura con una metrópoli vieja, apolillada, reaccionaria, para ponerse en la órbita de Francia y Estados Unidos, las naciones modernas de comienzos del siglo XIX. Pero fue una ruptura demasiado atolondrada, ingenua, pervertida por el personalismo de los caudillos militares y de los civiles benefactores de la patria, y en las nacientes repúblicas volvió a entronizarse aquello que Diego Portales, el inventor de la estabilidad conservadora del Chile pasado, bautizó como el peso de la noche, el peso restaurado del inmovilismo y del oscurantismo de los años de la colonia.
El punto de vista de la modernización nos permitiría llegar muy lejos en este análisis. La Segunda República española y la
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guerra civil significaron, a su vez, un proyecto de avance acelerado, eufórico, seguido de un retroceso brusco y sangriento. Cabe preguntarse hasta qué punto el franquismo, a su manera, quiso reeditar el proyecto del despotismo ilustrado. También se produjo una modernización parcial, cautelosa, que procuraba circunscribirse a la economía sin contagiar al sistema político, invocando el antiguo pretexto, que los latinoamericanos hemos conocido y padecido tan a fondo, de que los pueblos hispánicos, anarquizantes por naturaleza, díscolos, sólo pueden gobernarse con mano firme.
Los economistas del pinochetismo, en los años muy cercanos de su ilusorio milagro, hablaban hasta el cansancio de las modernizaciones chilenas. Se trataba de construir una economía ultraliberal en una sociedad autoritaria, represiva. Muchos, incluso desde cargos de gobierno, argumentaban que en esa forma se socavaría el régimen, provocando su gradual e inevitable apertura, y que la democracia del futuro pasaba, en consecuencia, por las famosas modernizaciones al estilo de la Escuela de Economía de Chicago.
En la españa de hoy se plantea, quizá por primera vez, la posibilidad de una modernización o una reconversión económica, términos que son más o menos equivalentes, dentro de un sistema político abierto. Todos los españoles parecen estar de acuerdo con el principio básico, pero nadie dice nada claro y concreto sobre los medios que habrá que emplear y los programas que habrá que poner en ejecución. Bastará, sin duda, con dar los primeros pasos para ver que se levantan obstáculos políticos formidables y profundos. ¿Se resolverá, por fin, en esta España, el viejo y férreo dilema de la historia española e hispanoamericana? Porque la mentada reconversión, con su apariencia tan inocente, supone nada menos que la incorporación final de la Península, después de siglos, sin exclusiones, al gran movimiento occidental de la modernidad -modernidad en la ciencia, en la técnica, en la economía, en la política, en la cultura-, un proceso que desde territorios hispánicos siempre se ha visto plagado de amenazas y de fantasmas.
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