La dignidad, la ternura
La educación sentimental de numerosos lectores españoles de los años sesenta pasa por un texto, Rayuela, que rasgó para ellos, de manera ejemplar y decisiva, el aurea mediocritas que nuestra sociedad enarbolaba en aquellos años con la penosa satisfacción del ignorante y la ruindad del hipócrita.Yo espero que hoy, ante la noticia de la muerte de Julio Cortázar, la gratitud esté por encima del abatimiento, y la alegría por una vida y una obra cumplidas, por encima del dolor de la pérdida. No han de faltar elogios a una obra admirable. Siendo así, preferiría recordar dos rasgos del hombre que nunca olvidarán quienes le conocieron y que todos sus Iectores adivinaron en sus textos: su dignidad y su ternura.
Quien ahora trate de recordar apresuradamente la trayectoria de Julio Cortázar no dejará de advertir esa notable naturalidad para convocar imaginación y respeto alrededor de un hombre cuya palabra y vida no se han ajustado al canon del triunfo: apenas hay en la vida de Cortázar el esplendor típico y tópico de los honores institucionales; su peso, su extraordinario peso, su verdadero poder, son sus lectores. No ha necesitado cumplir un solo rito oficial de reconocimiento: bastaba decir "Cortázar" en cualquier aula, acto o pantalla para que una multitud se congregara en torno a él, una gente a la que pobló su cabeza de imágenes y que sabe que es uno de los suyos y acude. Sostuvo sus creencias con esa firmeza que procede del difícil equilibrio entre la generosidad y la convicción, lo que le permitió reunir la lucidez, la agudeza y aun la ingenuidad para defenderlas con serenidad y coraje. Sólo así la dignidad personal es capaz de erguirse como él consiguió erguirla.
Pero su peculiar manera de ser residía, a mi modo de ver, en esa convivencia íntima entre dignidad y ternura que, probablemente, es lo que produjo la asombrosa textura de sensibilidad que tan hermosamente encarnó en su obra literaria. Yo fui testigo, entre tantos momentos de ternura, de uno inolvidable. Sucedió una mañana de mayo en Madrid, hace ya tiempo. Julio se encontraba rodeado de varias personas de la alta sociedad literaria, tomando un aperitivo y, para qué engañarnos, sometido a un paripé de principales. Y, por uno de esos impagables azares, se encontraba allí, acompañando a un personaje del establishment, otra persona que nada tenía que ver con ese mundo ni con esas actitudes. Como es natural, el floreo de frases preciosas iba y venía sin pudor. Y en un momento dado y ante el natural achicamiento de esa persona ajena, Julio, que no la conocía, se dirigió a ella, con toda delicadeza, y la incorporó al grupo que la ignoraba: fue digno de verse la falsa atención que le dispensaron a partir de ese momento. Pero en realidad sólo había ocurrido un acontecimiento, y ninguno de los conocedores de su obra que allí le rodeaban se percató de ello: un cronopio acababa de reconocer a otro cronopio.
Babelia
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