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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Permanencia de Jardiel

Jardiel Poncela respiraba la sociedad en que vivía y la exudaba en forma de teatro. En Eloísa está debajo de un almendro (1940) está la influencia del cine, que el director de escena, José Carlos Plaza, ha percibido y subrayado en esta reposición; están también el sainete, la novela policiaca y de misterio, la obsesión por la locura (tan trabajada, entonces, en el teatro), y otros temas populares, como el psicoanálisis rudimentario: todo ello pasado por su propia personalidad, por su talento y su genialidad; por unas virtudes teatrales extraordinarias.No se puede pedir a un escritor de 1940 que trascienda la sociedad real, el terror y la angustia reales, en los que otros vivían. No hubiera podido. Jardiel ni siquiera quería. Sus angustias fueron siempre más propias que colectivas. Y su forma de convertirlas en comicidad, un género propio. Buscar otra cosa es perderse, aunque siempre haya una trascendencia de ambiente, como en el prólogo, que por su tratamiento de sainete de clase popular tiene más posibilidades.

Eloísa está debajo de un almendro, de Enrique Jardiel Poncela

Intérpretes: Juanjo Pérez Yuste, José Antonio Gallego, José Gómez, Eduardo Fuentes, José Goyanes, Raúl Moreno, Jorge Roelas, Francisco Ruiz, Teofilo Calle, Sergio de Frutos, Fernando Sansegundo, Julia Torres, Mar Díez, Marta Alvarez, Vicente Diez, Juan Matute, Mimí Muñoz, Paula Borrel, María Molero, Enriqueta Carballeira, Mary Carmen Prendes, Rafael Alonso, José Luis Pellicena, Ángel Picazo, José Pedro Carrión, Alberto de Miguel, Asunción Sancho, Lola Mateo, Ana Guerrero, Antonio Víctor Valero, Pilar Bayona. Música: Mariano Diez. Iluminación: José Luis Segovia. Iluminación y vestuario: Claudio Segovia y Héctor Orezzoti. Dirección: José Carlos Plaza. Estreno: teatro María Guerrero, 3 de febrero de 1984.

Vista ahora, la obra se mantiene muy bien. Se agradece a Jardiel su trabajo de teatralidad: el autor elaborando un texto de manera que los elementos necesarios para su trabajo -escenas de antecedentes, situaciones-punta, suspensiones, resoluciones- estén revueltas; la información se diluye en la narracion. Quizá hoy todo se podría hacer más sintético, menos reiterativo, porque el público se ha aprendido, el lenguaje y la desconfianza innata de Jardiel por la comprensión tendría menos motivos de manifestarse. Pero hoy, realmente, no se podría escribir un teatro con un reparto tan abundante y con tres decorados difíciles; antes el teatro escrito tenía una riqueza de género literario y una pobreza de medios que parecían hechas una para otra. La ausencia de repertorio de Jardiel parece debida, sobre todo, a esta economía imposible de su teatro en la actualidad.

Plaza ha insistido, sobre todo, en el tratamiento de cine en algunas de las escenas de la obra. Es lo suficientemente inteligente como para teatralizar el cine antes de darlo en el teatro: es decir, darle un tono de parodia o de burla paternal, de convertirlo en la burla que podría hacerse desde un teatro rico y triunfante. Es una suma valiosa. No es la única: algunos hallazgos plásticos, como el del prólogo -la superposición de una pantalla donde se proyecta El puente de Waterloo, que pasa por encima de la burla; el barroquismo asfixiante del primer acto-, la creación de subacciones o mímicas -por respetar el texto- para hacer pasar algunas escenas pesantes, van a favor de la obra. El movimiento continuo de los actores, la densidad de lo cómico, se apuntan también en su haber. No se encuentra la misma respuesta en la dicción. Sin establecer una relación de buenos o malos, naturalmente, hay una mayor capacidad de encajar en los papeles en los actores de otra época del teatro, precisamente porque entienden ese teatro, escrito para la colocación de la frase, la utilizacióna de una voz determinada, la conversión del propio cuerpo en parte del espíritu de la obra. Mari Carmen Prendes -a la que el director dedicó su homenaje especial- es un ejemplo de ese teatro: un tipo de actriz que se extingue; y, como ella, destacaron Rafael Alonso o Ángel Picazo.

La pareja tierna, más directa mente de parodia cinematográfica -Enriqueta Carballeira, un José Luis Pellicena convertido en Clark Gable-, han tenido el apoyo de la subacción del director y le han sa cado todo el partido posible. De entre los hechos a otro tipo de tea tro destaca el esfuerzo de José Pedro Carrión y la composición de Pilar Bayona; se pierde, en cambio, enteramente el personaje de Práxedes; ya desde el prólogo masivo y tumultuario -y hay que insistir en la buena resolución escénica de ese tumulto- se advierte demasiado la diferencia entre las dos escuelas, que Plaza no ha conseguido unificar.

Cuando la obra se viene relativamente abajo, en uno de los más explícitos ejemplos de la dificultad de Jardiel para justificar, los loables esfuerzos de todos, empezando por el director, para sacarla adelante no lo consiguen. El decorado es feo e inexpresivo -en contraste con los anteriores, a los que Claudío Segovia y Héctor Orezzoli dan una calidad excepcional-, la acción tiene que acudir a la parodia y se queda, finalmente, yerta.

El público -de estreno- lo pasó bien. Entró pronto en el texto, escoltó la acción con sus carcajadas, aplaudió algunos actores -especialmente a Mari Carmen Prendes- y, al final, a pesar del desmayo último, ovacionó.

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