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Consulta sobre una recidiva

Un antiguo amigo mío, profesor español en el Canadá francófono (su nombre yo no lo digo; que lo diga él, si quiere, o ya sonará), me consulta, con vistas a una conferencia que ha de dar en la Sorbona con el nacionalismo de los siglos XIX y XX en España por tema, acerca de una opinión suya: piensa él que mi generación fue la primera en superar -en los años veinte- la preocupación noventaiochista y orteguiana sobre el "¡Dios mío!, ¿qué es España?", europeizándose de veras y, por ello, no viendo mayor problema en el regionalismo intrapeninsular, "por lo menos", dice, "hasta los años treinta". A partir de los años treinta sugiere mi estudioso amigo que la gente de mi grupo de edad (y se refiere de modo específico a los escritores, cuyas actitudes son expresas y están formuladas en textos literarios)se dividió, produciéndose a este efecto una fragmentación con el desprendimiento de unos pocos que vinieron a recaer en el eternismo nacionalista.Sobre este punto habría algo que matizar, por más que en su conjunto me parezca atinada la apreciación. Es cierto que a la gente de mi edad ya no le dolía España en, el cogollo del corazón, y hasta le hacía reír esa exacerbada retórica de un Unamuno que, patéticamente, increpaba desde su no demasiado cruel destierro la frivolidad de los nuevos poetas, a quienes veía desentendidos de la dictadura. Los así denostados veíamos, por nuestra parte, o más bien sentíamos, que la tal dictadura no era ya sino el ineficaz último cartucho de un régimen decrépito que debería caer, como en efecto cayó, cuando hubiera agotado ese su postrer recurso. Al régimen pertenecían también los clamores regeneracionistas de sus adversarios, los torturados exámenes de conciencia, las exhortaciones a la penitencia, las patéticas fustigaciones, la angustiada pregunta por el ser de España, por su misterioso Volksgeist, por su esencia eterna, por cuanto, en fin, constituye el núcleo ideológico de un nacionalismo que en este país de repetidas importaciones había tenido una eclosión tan incompleta como a deshora. Todo ello tendría que desaparecer con la caída del régimen. Y nosotros nos sentíamos en franquía para iniciar nuevas maneras de vida, de una vida más abierta y desem-

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barazada. La actitud bifronte de nuestros abuelos del 98, oscilando entre un tradicionalismo a ultranza y un igualmente rabioso esfuerzo por europeizar al país, es decir, modernizarlo, y aun empeñados en el intento de conciliar ambas contrarias tendencias (como en la paradoja unamuniana de "no europeizar a España, sino hispanizar a Europa"), había conducido, a la postré, mediante el esfuerzo cultural de la generación de Ortega y Gasset, a consumar esa anhelada modernización; y ahora, los herederos. del fruto logrado con tan gigantescos esfuerzos podíamos empezar a movernos sin trabas. Para nosotros, el nacionalismo era ya cosa superada.

Algunos lo habíamos superado en vías ideológicas, convencidos de que, según mostraba el análisis del proceso histórico-social, el progreso técnico requería para el futuro próximo la integración del planeta en estructuras de poder mayores que la nación. Otros, ajenos a esta clase de preocupaciones, lo habían superado en vías intuitivas y sentimentales. Todos nosotros, buscábamos para nuestras vidas orientaciones distintas, aunque no pudiéramos ni siquiera imaginar lo que a todos nos esperaba. Pero creo que la superación del nacionalismo por mi generación es un hecho histórico, que no se encuentra desmentido ni aun paliado por la supuesta recaída de varios de sus miembros (¿a partir, de los años treinta?) en la obsesión hispanocentrista. Y diré por qué.

La ruptura de una nueva generación con las precedentes reviste en ciertos casos caracteres traumáticos; es, violenta, agría y, en apariencia, radical -sólo en apariencia, pues pasada la crisis se advertirá cómo subsisten en mucho los, vínculos que se pretendió cortar. En nuestro caso la ruptura no presentó tales caracteres agudos. De ningún modo hubiera podido ser violenta, pues éramos criaturas reconocidas de sus mayores, y reconocidas a ellos; sabíamos demasiado bien cuánto les debíamos. Al desprendernos -unos descartándolas por razonamiento discursivo, otros intuitivamente- de las actitudes nacionalistas mantenidas por el noventaiochismo y el novecentismo lo hacíamos, no rechazándolas de plano, sino recogiéndolas para darles un sesgo irónica, muy dentro de la tónica burlesca y juguetona que dominaba en nuestro grupo. Ese sesgo podía consistir acaso en estilizarlas con una inflexión estética, en literaturizarlas, descargándolas así de dramatismo y trascendencia, trivializándolas y convirtiéndolas en pura broma (detrás de todo lo cual puede hallarse, como antecedente, el casticismo de un Gómez de la Serna); podía consistir también en exagerarlas hasta el delirio, que es otra manera de despojarlas de seriedad. Sirva de ejemplo a este respecto, ya desde su título mismo, un libro como Los toros, las castañuelas y la Virgen, de Giménez Caballero.

Esa exageración irónica y estetizante del españolismo, inofensiva como una pirueta o una botaratada intelectual, pudo cobrar inesperada virulencia cuando las circunstancias históricas lo propiciaron -y ahí tiene su lugar la recaída de algunos miembros de mi generación, a partir de los años treinta, en el hispanocentrismo nacionalista que mi amigo pretende registrar en su proyectado estudio. Son los años de la, depresión económica y del marasmo de la política europea, cuando levanta su cabeza el nazismo que, con la Segunda Guerra Mundial, destruiría para siempre el viejo equilibrio de las naciones, en cuyo orden dinámico se había venido sosteniendo el proceso civilizatorio desde el Renacimiento.

Son, también, los años en 4ue España, desconectada como estaba del mundo, ensimismada, neutralizada de hecho y sin una política internacional, y siempre a deshora, entraba por virtud de su propio crecimiento interno en un período de transformación democrática que, claro está, no podía efectuarse sin dificultades y conflictos. Por graves que éstos fuesen, no es de creer, sin embargo, que hubiera llegado la sangre al río sin la interferencia de fuerzas externas, las mismas que en Europa iban a disputarse luego el terreno. Pero los conflictos se formalizaron en guerra civil, preludio de la internacional que vendría enseguida, y quedó roto el proceso democrático que con tan mala oportunidad se había iniciado.

El desenlace de esa guerra civil sumió a España en una postración ' espantosa, y el régimen instaurado sobre el país significó la más negra regresión en todos los aspectos. En el literario, nuestro juvenil grupo quedó deshecho; y para lo sucesivo reflotarían por lo pronto el casticismo revenido y el patriotismo putrefacto. Apenas se está cumpliendo ahora, tras de 40 años largos, largos años del franquismo, la recuperación.

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