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Tribuna
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Un aullido, un lamento

Tomàs Delclós

Entre paquidermos asiáticos poco orejudos, selvas de la jardinería californiana, una Jane doméstica y modosita, chimpancés miméticos y un hijo sin caries, lo único verdadero que le quedaba a Weissmuller-Tarzán era el grito. El actor, con blasones familiares austrohúngaros, creó un aullido tirolés que sus colegas posteriores calcaron en el play-back. Con un lenguaje verbal de irreverente sintaxis e incapaz de mejorar su léxico, Weissmuller dejaba que resonaran múltiples mensajes en la polisemia del grito. Por eso pudo seguir gritándolo en su encierro hospitalario. Lo que fue signo de su dominio en la jungla, también fue, al final de su vida, un lamento.Weissmuller debutó en el cine con un papel, premonitorio: el de Adán. Pero la hoja de parra, primera consecuencia de la vergüenza del pecado, pareció demasiado exigua y fue suprimida del montaje final. Por aquel entonces, 1929, el campeón olímpico amortizaba sus 174 victorias individuales patrocinando los bañadores BVD, y los gerentes de la marca no estaban dispuestos a que la imagen de su pupilo quedara mermada por el mal ojo que podían echarle los puritanos. Fue la primera e inevitable victoria de la cultura sobre la naturaleza. Una cautela que perseguiría al héroe a lo largo de todos sus filmes.

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A diferencia de otros tarzanes, Weissmuller jamás pasó por la vicaría para santificar sus amores, que, por otra parte, se le suponen. La única evidencia del sexo conyugal, el hijo, fue escatimada con una agudeza de los guionistas: era un hijo adoptivo. En los libros, la frigidez de Tarzán revelaba cierta misoginia o, a lo peor, una homosexualidad rechazada. En el cine, el pasmo erótico de Tarzán se debe al cariño y paz conyugal. La Metro les puso a la pareja un piso (La huida de Tarzán) con ascensor y hojas tropicales.

Sin Jane

Cuando Maureen O'Sullivan abandonó al personaje, en 1942, todo cambió. Weissmuller pasó a la RKO y tuvo que vérselas dos veces con nazis que, por espabilados o por despiste, habían decidido hacer la guerra mundial en la selva. En 1945, la misma RKO le buscó otra Jane (Brenda Joyce), pero ya no era lo mismo. Y sólo entonces Weissmuller se buscó complicaciones en faldas ajenas. Tarzán salvó virtud y riquezas de una tribu de amazonas, tuvo que vérselas con la sacerdotisa que acaudillaba a los hombres leopardo y con saqueadores de zoológico que, otra vez, iban capitaneados por una mujer. En Tarzán y las sirenas, Johnny Weissmuller impide, haciéndose pasar por Dios, el matrimonio no deseado de una indígena con un comerciante de perlas. Lejos quedaban los tiempos en que Chita y Tarzán contemplaban perplejos un sedoso deshabillé de Jane, consuelo metropolitano al prohibido dos piezas que había lucido a mayor gloria de la verosimilitud y lo africano. Tarzán-Weissmuller pisó una vez la ciudad de Nueva York para liberar a su hijo. Incluso allí, y a pesar del despreciable traje, Weissmuller recurrirá a las cuerdas para deslizarse por un paisaje de rascacielos, tumba de King-Kong.

Weissmuller fue quien mejor ilustró el mito adánico del hombre (blanco y occidental, para más señas). No era tanto el buen salvaje como el arquetipo del ciudadano despojado de toda la faramalla que oculta sus virtudes esenciales. La ley de la jungla es una metáfora negativa para el orden civilizado. Para Tarzán no era así. No debe pervertirse a la naturaleza, porque la naturaleza, por sí sola, impone el reino de los blancos y el inglés chapurreado. Es probable que Weissmuller, un mal estudiante, fuera ajeno a todo ello. Si Bela Lugosi murió creyéndose Drácula, Weissmuller murió lamentándose de que por ese mundo primigenio e idealizado donde él reinó, donde la maldad sólo llegaba con los intrusos, ahora circulen las máquinas del Rally París-Dakar.

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