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La gloria local

Durante dos días, la villa de Portugalete recordó la memoria de su hijo Juan Antonio de Zunzunegui, gloria de nuestro panorama literario, que alcanzó el sillón académico de Pío Baroja y dejó una "flota de gran tonelaje", como en su lenguaje de armador naviero calificó a su considerable serie de novelas y narraciones. El ayuntamiento quiso recordar también en efigie al escritor que vivió muchos años asomado al muelle que da a la ría, y colocó un busto en paraje cercano a su casa, con lo que el cuento suyo que se titulaba El hombre que iba para estatua se hizo, póstumamente, realidad.Portugalete, donde yo nací, algunos años más tarde que Juan Antonio, era en siglos lejanos rival temida de Bilbao, la villa adentrada en tierra firme y comunicada por la ría con la mar cantábrica. Portugalete era el vigía y la centinela de Bilbao. Ser preboste de la villa representaba un cargo de alta responsabilidad marítima y militar. En torno a la torre de Salazar, el mítico linaje de las Bienandanzas e fortunas, se arracimó la población a lo largo de dos o tres calles empinadas y encachadas, por las que corría el agua de las lluvias habituales. Una iglesia gótica de airoso porte remata en lo alto de la villa el breve caserío como una nao del siglo XV esperando ser carenada en astillero. Todavía en la segunda guerra civil, hace 100 años, el mando carlista decidió sitiar y ocupar Portugalete como operación previa a la toma de Bilbao, dando a entender que la villa portugaluja era la clave de la seguridad de Bilbao, como hoy día Hamburgo y el Elba pueden llamarse el punto neurálgico de la defensa de la Europa occidental.

La densidad del tráfico marítimo y la exportación del mineral de hierro hicieron necesario y posible el puerto exterior bilbaíno y Portugalete quedó -como Santurce- encerrada en sus aguas mansas y protegidas. La villa tenía 6.500 habitantes en 1920. Hoy tiene algo más de 60.000. La inmensa mayoría son inmigrados del resto de España llegados en los últimos 20 años. Los edificios modernos, altísimos, han hecho estragos en la antigua y moderada silueta de la villa. La superficie del término municipal es tan reducida, que el número de 30.000 habitantes por kilómetro cuadrado es la más alta densidad demográfica de Europa.

¿Cómo asumirá una comunidad de tan reciente trasplante la evocación de una gloria local que poco o nada le dice a la mayor parte del vecindario andaluz, extremeño o castellano? Portugalete, salvo los lejanísimos almirantes o capitanes famosos de los siglos españoles XVI y XVII, sólo tiene otra gloria local, pues el vencedor de Bailén, don Francisco Javier Castaños, tenía oriundez, pero no había nacido en la villa, que sirvió de nombre a su marquesado. Ese hombre ilustre. fue Víctor de Chávarri, un genial anticipador de la industria siderúrgica, que reunía tesón, dinamismo e imaginación voluntariosa y murió prematuramente. Su estatua -un busto, sobre un gran pedestal de piedra blanca- se levanta en la plaza principal, custodiada en el zócalo por dos personajes fundidos en bronce, un forjador barbudo manejando el lingote ardiente con tenazas y un barrenador minero sujetando el instrumento percutor como si fuera una lanza. A partir de ahora, junto a la efigie del empresario poderoso se levanta también la de un escritor que usaba el silencioso manejo de la pluma para explicarnos el mundo.

Leí hace tiempo una fábula de la mitología sumeria que hacía referencia a la bisexualidad de la

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naturaleza. El agua del río era un elemento masculino que corría en busca del agua de la mar, salada y femenina. Del encuentro de ambos nacía un dios -Mumu-, que era un genio dinámico que prestaba encanto poético a las desembocaduras y se convertía en agua animada que tenía logos y espíritu. Esta fábula podía servir para interpretar lo que Zunzunegui trató de hallar y de contar sobre la ría y su embocadura. El espíritu del río Nervión, henchido de lodo y de mineral, la "alcantarilla navegable", en frase famosa y desdeñosa de don Antonio Maura, guarda para sus elegidos el secreto de su fuerza y de su capacidad creadora. El novelista que vio pasar tantos años frente al mirador de su casa el cauce turbulento de las aguas supo desentrañar entre el flujo y reflujo de las mareas y el ímpetu amortiguado de las galernas cuanto había de bello, de dramático, de apasionado, de patético en la oscura lucha de los miles de hombres y mujeres anónimos que pululaban en torno a la ría, tratando de subsistir de ganar dinero, de amar y de reir; y gozar de la vida, aunque ello fuera empeño difícil, áspero y en ocasiones desesperado. Zunzunegui nos dejó en las novelas y en los cuentos y patrañas de Bilbao y de su ría un prodigioso retablo de personajes, cuyas inquietudes, ilusiones y esperanzas cuenta sobre un trasfondo de humos, fábricas, gabarras y chimeneas, astilleros y navíos.

Unamuno hizo la novela del Bilbao finisecular, la del enfrentamiento civil de 1871-1875, en que liberales y carlistas se disputaron sangrientamente el porvenir de Bilbao, como una última pelea de los seculares banderizos. Veinte años después, Blasco Ibáñez, con su pluma desenvuelta y gráficamente observadora, publicó la primera novela de las luchas sociales del Bilbao de comienzos de siglo, a la que tituló El intruso, en la que antagonizó a la clase trabajadora socialista, minera y metalúrgica, con la burguesía católica y conservadora, influida por la Compañía de Jesús. Era otra visión distinta de Paz en la guerra, con protagonistas sustancialmente diferentes. Zunzunegui fue después el escritor que llevó al mundo de la imaginación el Bilbao del medio siglo que se extiende de 1930 a 1980. Fue el proceso de la villa que se engrandeció y se expansionó rápidamente, sobre todo después de la guerra de 1936. La inmigración masiva que llegó en grandes oleadas en los años cincuenta y sesenta sirvió de base al enorme desarrollo industrial. La escala de las medidas se modifica en esos años. El gran Bilbao dio el salto cuantitativo y se acercó al millón de habitantes. La ría se convirtió en el eje vital de un inmenso complejo industrial que empezaba en Basauri y llegaba hasta Somorrostro. Tal es el escenario que observó Zunzunegui, y sobre él coloca a los innumerables personajes de sus fábulas y cuentos.

¿Qué es un escritor? Un hombre que trata de comunicamos un mensaje. Un espiritu que ha escuchado una voz que le manda escribir y recoger lo que intuye. Donde los demás no percibían en la ría sino cargamentos y fletes, seguros y corretajes, beneficios y pérdidas, balances y partidas, Zunzunegui desentrañaba una nota de humanidad, un gesto de ternura, una desgracia irreparable, una ambición desmedida o un destino oscuro y triste. El escritor ve y oye lo que no ven y oyen los demás. Por eso suele tener en la vida cotidiana un aire abstraído y enajenador. Ramón de Basterra llamaba a esa iluminación mental del escritor "la llamita azul", y adivinaba ese paráclito ardiendo sobre la frente despejada de algunos de sus amigos.

"Nuestro destino es una mezcla de lo efímero, de lo fortuito y de lo eterno", escribe Paul Valéry. "Pero siempre me queda un recurso: puedo llorar. Cualquier pensamiento me lleva al borde de las palabras, donde no hay sino piedad, ternura y amargura". Algunos relatos del novelista portugalujo parecen inspirarse en esa reflexión. Su lucha atroz con la cuartilla blanca durante tantos años le hizo reconocer la irrenunciable condición humana, definir con precisión y componer unas fábulas cuya belleza nos subyuga y cuyo contenido nos inquieta. Un libro nos revela casi siempre cuáles son las relaciones del escritor con su mundo. Nos cuenta sus sueños y nos invita a soñar con él. Hermann Hesse llama a ese sueño del novelista "la ventana", y por ella se asoma y nos quiere asomar a los lectores a la contemplación que tiene de la vida.

Juan Antonio Zunzunegui tenía, como tantos escritores castellanos de Vasconia, la sed de palabras, la obsesión de enriquecer su léxico, dotado allí, en general, de carencia vocabularia. Una tradición sostiene que es en el espacio geográfico de la encartación que se extiende desde la orilla izquierda del Nervión hasta Valmaseda donde se habla el mejor castellano de todo el País Vasco, el más elegante y fluido. Zunzunegui colocaba las palabras con oportunidad y sonoridad llamativa en su discurso con un engarcelleno de maestría. Empleaba neologismos y arcaísmos. Utilizaba expresiones antiguas sacadas de los sermonarios barrocos, según confesión propia. Pero no era un escritor empujado por la prosa, sino que la domaba enérgicamente, como jaca de alta escuela en exhibición.

Tenía en su galería de personajes un raro don para trazar las siluetas femeninas, las mujeres de sus novelas, con mimo y sensibilidad especiales, haciéndolas clave y cimiento de las situaciones más conflictivas. Había heredado de su madre, una dama de noble porte, risueña y bondadosa, un talante de generosa curiosidad hacia los demás. Cuentan en la villa que cuando ya era académico y famoso leyó su madre por vez primera alguna de sus novelas, quedando escandalizada de argumentos y escenas que chocaban con su formación conservadora. "¿Por qué no escribes historias de gente decente?", le preguntó. A lo que replicó el novelista: "Madre: las personas decentes no tienen historias que contar". Baudelaire decía que el escritor había de ir a las raíces del pecado y descender a los infiernos, y narrar después lo que había visto.

Zunzunegui no fue nunca un escritor localista, como Trueba, como Arriaga, como Aranaz. Buscaba en los hombres y mujeres de carne y hueso de su obra una dimensión de eternidad, siguiendo con ello la norma establecida por su maestro de pensamiento, Unamuno, de que sólo en la profundidad de lo cotidiano y de lo inmediato se puede elevar la reflexión a la categoría de lo universal.

¿Puede incorporarse el sentir de las miles de familias inmigrantes, ajenas a las tradiciones locales, a este legítimo culto a los que fueron hijos ilustres de una pequeña villa, 10 veces mayor que la originaria? Ésa es la irresuelta cuestión. Mantener esa continuidad resulta una obligación necesaria, piensa el alcalde socialista. ¿Puede, en efecto, vivir una comunidad sin un acervo propio, arraigado en el tiempo? ¿No es cierto que el hombre necesita de cuando en cuando mirar hacia atrás y escuchar y conocer lo que otros hombres pensaron y sintieron ante ese mismo paisaje?

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