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El sol no es verde

En junio de 1972, Tomás Eloy Martínez entrevistó en Madrid a José López Rega, quien en aquella fecha sólo era secretario privado del entonces exiliado general Juan Domingo Perón. Quien años después sería poderoso ministro de Bienestar Social en Argentina le confesó en esa ocasión al periodista: "Yo a veces voy y le digo a la gente que el sol es verde. Y primero me repito muchas veces: es verde, verde, verde. Me convenzo tanto que puedo convencer a los demás.. Así, el único que queda sabiendo que el sol no es verde soy yo". En la entrevista, que sólo pudo ser publicada tres años más tarde (exactamente el 22 de julio de: 1975, en La Opinión, de Buenos Aires) se citan otros pareceres de aquel personaje, quien interpretaba "el destino del hombre como un diálogo entre el poder de los perfumes y el poder de los colores" y proponía a quienes quisieran alcanzar "una comprensión cabal del universo, someterse al magisterio simultáneo de Antulio, Abel, Elías, Moisés, Kishna, Buda, Jesús y Mahoma". Eso sí que era pluralismo. En la lista no está Lutero, es cierto, pero no hay que olvidar que todavía faltaban unos cuantos años para la celebración del quinto centenario.Es obvio que a partir de 1975 el poder de los perfumes no le bastó a López Rega para conservar el perfilme del poder, pero aquellas esotéricas inclinaciones, que pueden sonar extrañas en algunos oídos del mundo desarrollado y trilateral, en realidad y en lo fundamental no difieren de ciertos insistentes esquemas que hoy (y ayer y anteayer y seguramente mañana) nos son proporcionados en atractivos envases occidentales y cristianos. A nadie le extrañaría, por ejemplo, que el presidente Reagan, en un rapto de sinceridad, confesara algún día: "Yo a veces voy y le digo a la gente que Nicaragua es comunista. Y primero me repito muchas veces: es comunista, comunista, comunista. Me convenzo tanto que puedo convencer a los demás. Así, el único que queda sabiendo que Nicaragua no es comunista soy yo".

Sin embargo, por uno de los absurdos vaivenes de esa suma de malentendidos que es la fama (así al menos la llamaba Rainer María Rilke), lo cierto es que hoy casi nadie se acuerda del brujo López Rega. Con todo, no es improbable que su nombre vuelva pronto al tapete, a raíz de la inminente publicación en Uruguay del libro Yo fundé la Triple A (el diario El Día, de Montevideo, ha adelantado ya varios capítulos) del ex teniente primero Salvador Horacio Paíno, que en 1973 y 1974 colaboró estrechamente con López Rega en la puesta en marcha de aquella implacable organización terrorista de ultraderecha.

Ahí se revela, entre otras cosas, que el asesinato de José Ignacio Rucci, ex secretario de la CGT, ocurrido en 1973, no fue obra de los montoneros, según proclamó la versión oficial, sino de las AAA, y que la muerte del conocido cantante Jorge Cafrune no se debió a un accidente de carretera, sino a la voluntad expresa de López Rega de eliminar a ese "turco protestón". Sin embargo, cuando Paíno afirma que Cafrune fue el único artista señalado por López Rega, evidentemente omite u olvida las varias listas de escritores, actores y cantantes amenazados de muerte por la Triple A, con apenas 48 horas de plazo para abandonar el país. Esa política de amenaza, chantaje y crimen comenzó con bastante antelación al golpe militar de 1976, y en cierto modo significó un pretexto para la acción de los militares argentinos. Luego éstos perfeccionaron el bárbaro instrumento de las desapariciones, pero hay que reconocer que el clima de terror se había iniciado mucho antes. Desde 1973 a 1976 viví precisamente en Buenos Aires mi primer exilio y no he olvidado la angustia que generaba abrir cada mañana el periódico y enfrentarse con la veintena de cadáveres que aparecían puntualmente en los basurales porteños.

Un enigma infame

Quienes vivimos aquella época de oscura transición (extraño proceso que arrancó de una inclemente represión para llegar al asesinato sin ambages) recordamos un gesto que se repetía casi a diario. Podíamos estar en una reunión animada y familiar; discutiendo acaso con amigos acerca de la hermenéutica sagrada o la última derrota de Boca Juniors, pero si sonaba de pronto en la calle la taladrante sirena de un patrullero policial o de uno de los famosos Falcon negros, y se

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detenía frente a nuestro edificio, todos nos quedábamos automáticamente callados hasta que el alarido volvía a perforar la neblina de hollín. Sólo entonces recuperábamos el habla. Nadie podía jamás estar tranquilo, ya que los motivos de secuestro o detención eran infinitos. Pero el sol era verde.

Por las noches el concierto de bombas era atroz. En ciertas semanas el promedio diario era de 20 o 30. Recuerdo que en una de esas noches fragorosas el pequeño hijo de un periodista amigo se despertó bruscamente con una de tantas explosiones y preguntó: "¿Qué fue eso?". Le dijeron que había sido una bomba, y entonces el niño comentó, antes de recuperar el sueño: "Ah, qué suerte. Creí que había sido un trueno". A tal punto las bombas se habían convertido en una rutina.

Se me ocurre que la euforia que hoy viven los argentinos es también una compensación de aquella era tenebrosa y la que le siguió. Una ciudad espléndida como Buenos Aires (probablemente la metrópoli más seductora de toda América Latina), con una gente que siempre tuvo una particular vocación para disfrutar de la vida, se encontró de pronto infestada por una delirante crueldad. Y aunque el brujo repitiera verde, verde, verde hasta el infinito, ¿a quién podía importarle el poder de los perfumes y de los colores si la muerte se había hecho dueña de las calles?

Es claro que ni Krishna ni Mahoma pudieron salvar a López Rega de su caída. Lo más probable es que ni siquiera se hayan enterado de la existencia de ese acólito espontáneo. Pero tras el mutis discretísimo, casi un escamoteo, y quizá inspirados por ese autoeclipse, los militares argentinos institucionalizaron los desaparecimientos. Treinta mil es meramente una cifra, pero la suma de todas y cada una de esas hecatombes familiares, de los hogares destruidos, de las profesiones, oficios y proyectos frustrados, es sencillamente un infortunio nacional.

Hoy, cuando ya es evidente que el sol no es verde, es probable que el nuevo Gobierno, democráticamente electo, tienda a desenmarañar de una vez por todas ese enigma infame, y no es inverosímil que, según sea el ritmo de los próximos acontecimientos, las incombustibles madres de la Plaza de Mayo, esas valientes locas, dejen algún día de efectuar su ronda tenaz y estremecedora. Pero aun cuando ya no desfilen en la realidad, igual seguirán andando implacablemente por la historia, con las fotos de sus lindos muchachos y muchachas exhibidas como estandartes de dignidad, y sus preguntas inexorables sonando como campanas. Y habrá que reconocer que su dolor militante fue después de todo un hecho creador, un imborrable baldón para la dictadura, construido semana tras semana.

Si hoy los argentinos viven por primera vez en varios años un clima de esperanza, conviene no olvidar que el deterioro final de la dictadura debe buena parte de su carácter irreversible a la gesta circular, austera y horadante de estas madres, que a su vez parecen hijas de la Mutter Courage de Bertolt Brecht. Definitivamente, el sol no es verde. Una avalancha de votos argentinos se ha encargado de demostrarlo.

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