El inglés que cayó en la trampa
Con esto del Premio Nobel de Literatura nunca se sabe por dónde se abrirá la trampa. Si nos harán una trampa, si caeremos en la trampa o si se lo llevará la trampa. Este caso de Willíam Golding nos lo afirma de modo muy claro. Que es una sorpresa, nadie lo puede dudar. Un nombre que no se había citado entre tantos candidatos ni incluso si nos referimos a los propios ingleses con las reiteradas peticiones para Graham Greene, Doris Lessing o John Le Carré.Pero la trampa se ha descubierto, el susto, ha sido terrible, hemos tocado fondo y en este momento nos sentimos asustados, perplejos, hasta divertidos, con este nuevo premio Nobel, bastante apartado hoy de la escena cultural de su país, metido en un lazareto, extraviado en cualquier rincón de un condado del Reino Unido. Después de esta primera reacción ante tan incomprensible suceso, necesitamos detenernos y sacar nuestro sistema decimal de medidas para valorar si esta vez Estocolmo ha estado a la altura de la circunstancias, como en la ocasión de Bernard Shaw, Winston Churchill o Bertrand Russell. Si nos apaciguamos un poco, casi estamos dispuestos a aceptar que en esta ocasión la Academia Sueca ha tenido razón, aunque es natural que admitamos que muchos otros novelistas de cualquier país del mundo hubieran merecido caer por la trampa, romperse la crisma, con la seguridad de que con todos estos desastres alcanzarían la mortalidad.
William Golding es un raro dentro de la narrativa británica de nuestro tiempo. Casi un marginado. Que carece de toda aura nacional, a pesar de Oxford, la guerra o el cine. Escritor tardío, sus libros no son muchos, el extraviado porque sí. Él necesitó siempre esta condición primera de su existencia. Basta leer las traducciones españolas: El señor de las moscas, Caída inexorable, o Pincher Martin, o sus libros de narraciones. Un universo de objetos, personas y paisajes muy cambiantes, que va de lo sencillo a lo complicado, de la fantasía alegórica a la realidad más cruda, de la fábula moralizante y humanista a la confección manierista, oscura y perversa. Parece que estamos citando a Graham Greene, incluso en sus posibles catolicismos independientes; pero, al contrario, estamos huyendo del autor de El poder y la gloria, con los grandes problemas del bien y del mal, la gracia y el castigo, el infierno y el paraíso. Pienso que William Golding está más cerca del infierno que su otro compatriota disidente. Lo que es una felicidad, no para el hombre corriente, pero sí para el creador, el artista, el pensador. Todo lo claro, lo discursivo y lo coherente es muy malo para la literatura. Y William Golding es un novelista bueno.
Lo que sí tenemos que decir: William Golding es un novelista de hoy. Casi de hecho, por su edad pertenece a la generación de los angry young men. Pero también es cierto que él la despreció brutalmente. Vistos los hechos desde hoy, este premio Nobel insólito tiene la razón. Aquélla ha sido muy pronto una generación frustrada, con su realismo coloquial a cuestas, con los compromisos políticos, sociales y éticos puestos en lo alto de la cucaña. Una galaxia que pronto se nos ha perdido en el cielo. Mientras William Golding ha adquirido el Premio Nobel con todos les honores. Un hecho insospechado en los años cincuenta, cuando nuestro contemporáneo empezaba a maquinar sus viajes, fábulas y parábolas, con tantos apasionantes temas, la patria, el sexo, la civilación industrial, la moral, el sentido de Dios, la política, la soledad, el absurdo de nuestras vidas, la colonización, y tantos y tantos motivos que se acompasaban muy bien con lo que pasaba en otras novelas occidentales. Pero William. Golding es asimismo un narrador inglés. Eso no se lo puede quitar nadie. Es el blanco de su originalidad, el punto clave, el secreto más escondido y abierto de una gran tradición, donde tiempo, espacio y palabra del relato establecen un equilibrio inmumerable. Quien hace la ley hace la trampa. William Golding se nos ha convertido de pronto en el mejor ejemplo. El Premio Nobel nos lo viene a recordar.
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