'Cruz y Raya', la aventura de un vitalista barroco
Un aspecto fundamental de la personalidad intelectual y literaria de Bergamín es su fundación y dirección de Cruz y Raya, todo un fenómeno singular, irrepetido e irrepetible en la vida cultural española. Y no hay que decir que esa frontera en que se mantuvo la revista durante toda su vida: desde abril de 1933 a julio de 1936, que fue una frontera entre lo político y lo religioso, no sólo estuvo prestigiada y potenciada por la aventura intelectual y literaria de su fundador y director, sino también que fue marcada por ella.Bergamín era un católico, republicano y demócrata en un país y en un momento en que una cosa así, más que una paradoja, parecía a los unos y a los otros una mixtificación. Aquí entre nosotros no se había dado el proceso de mínima aceptación y convivencia entre el catolicismo y el mundo moderno que desde León XIII se había venido dando en Francia a partir del acercamiento de católicos a las instituciones republicanas y democráticas, o en la misma Italia, incluso, bajo el pontificado de Pío X. Entre nosotros no se había dado siquiera una transacción mínima entre catolicismo y cultura.De un lado, quedaba teologizada la burrez desde la catequesis rural con aquello de: "aquel que se salva sabe, y el que no, no sabe nada", hasta la desconfianza hacia la razón y el cultivo de lo mistérico en todas las instancias. Y, del otro lado, florecía un racionalismo achatado y fideista que hacía decir a Azaña que su anticlericalismo nacía de la pura racionalidad, o se convertía en la cultureta de las "misiones pedagógicas".
Así que una revista y unos hombres que se llamaban católicos y no se limitaban a la apológetica, sino que alargaban, sus páginas al pensamiento en todo el ámbito y pluralismo de la cultura eran y tenían que ser una flor de invernadero. Tiene razón Jean Becarud cuando dice que "no se puede menos de pensar que los fundadores de Cruz y Raya pretendieron realizar, de un modo un poco artificial, un poco mimético, una revista que respondiese a determinados criterios ideológicos y estéticos. Pero no tuvieron en cuenta el hecho de que en otros países europeos, y especialmente en Francia, las publicaciones de aliento similar a Cruz y Raya no eran creaciones ex nihilo, sino preparadas por una larga labor subterránea y apoyadas, en cierto modo, por todo un conjunto de grupos, de tendencias, que tenían esas revistas como medio natural de expresión".
Exacto. Tan exacto que incluso el propio grupo de fundadores de la revista, que profesaban a la vez un catolicismo algo orgulloso y unas brillantes convicciones democráticas, se disolvió él mismo, y la inmensa parte de él fue a parar a posturas abiertamente antidemocráticas y de un catolicismo político contra el que Cruz y Raya no había ahorrado precisamente sus baterías. La revista fue cada día más el espejo de su propio director; y es que era un hombre vitalista, barroco a quien perdía el amor por las contorsiones intelectuales y las metáforas, por las paradojas siempre coruscantes y a veces harto equívocas, como aquellas de la defensa del analfabetismo: "Hay que volver a vitalizar la cultura, a vitaminizarla, volviéndola a su radical analfabetismo profundo. Y más en España, cuya personalidad histórica estaba determinada poéticamente por este hondo sentido común de su analfabetismo espiritual permanente".
¿Cómo, entonces, en un momento histórico necesitado de tanta lucidez y de tanto desarme retórico ideal y sentimental como esos años de 1933-1936 podía clarificar algo Cruz y Raya? Tanto las muy justas críticas al elericalismo y al catolicismo político como a la otra garambaina del laicismo como re-, ligión secular quizás sólo sirvieron para añadir tinieblas.
Todo lo cual no quiere decir que este esfuerzo de Cruz y Raya, una de las mejores revistas intelectuales del iñoniento en toda Europa, no alcanzara un logro colosal en sí misma: las más altas voces y a la vez quítnes comenzaban a expresarse y no tenían prestigio, sino sólo la realidad desnuda de su obra, Heidegger o Cernuda, pudieron ser escuchadas por los españoles cultivados de su tiempo. Fueron la desértica aridez de aquella España en el plano de la cultura que cubría la inmensa mayor parte de la piel de toro, y la incurable frivolidad elitista de nuestras minorías capaces de tomar por cosa de salón La agonía del cristianismo.
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