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Borges y el inaccesible Parnaso

Hoy es difícil creer que alguna vez Borges fuese un escritor secreto, conocido sólo por pocos fieles, ignorado o despreciado en su patria por los que querían que un escritor argentino escribiera libros largos y solemnes y se ocupara sólo de cosas transcendentales como la política o la nacionalidad. El tono irónico y paradójico de Borges, la concesión de su estilo, el humor irreprimible eran (entonces) la mejor prueba de su frivolidad. Además, Borges escribía como si el mundo entero fuese su patria: error que los nacionalistas no le podían perdonar.Hoy esos nacionalistas están olvidados. ¿Quiénes, de entre ustedes, han oído hablar de Manuel Gálvez, de Leopoldo Marechal, de Raúl Escalabrini Ortiz, de Leónidas Barletta? Pero esos fantasmas de ayer dirigían parte de la opinión que había decidido, de una vez por todas, que Borges no contaba en Argentina. Es decir: en el mundo.

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Ese Borges secreto publicó un día de 1936 un libro con el llamativo y paradójico título de Historia de la eternidad. Al cabo de unos meses, curioso por saber qué había pasado con el libro, fue a la casa editora Viav y Zona y descubrió (con paradójico alivio) que sólo 47 ejemplares del libro habían sido vendidos. Como contaría muchos años después, cuando sus libros ya se vendían por millares, quiso entonces buscar personalmente a los compradores "para agradecerles, para pedirles perdón por los muchos errores del libro". Eso era posible dado el pequeño número de lectores. Porque (se dijo) "si uno vende 470 ejemplares, o 4.700, ya la cifra es tan grande que los compradores no tienen cara, domicilio, parientes...". Evoco esta anécdota ahora porque no sólo marca la distancia entre el joven escritor secreto y el anciano famosísimo de hoy, sino porque también revela la naturaleza paradójica de la fama de Borges. Que un hombre cuya ambición a los 37 años se satisficiera con poder hablar personalmente con los 47 compradores de uno de sus libros haya llegado a ser no sólo el escritor más leído del mundo hispánico sino uno cuyo nombre es reconocido en todo el orbe cultural de hoy parece la más audaz e inesperada de las paradojas de este paradejal Jorge Luis Borges. Sin embargo, como diría Sherlock Holmes, no hay nada más elemental que esta paradoja, mi querido Watson. Por querer hablar cara a cara con sus 47 maravillosos primeros lectores, Borges ha conseguido (ahora ciego, ahora millonario de lectores, ahora perdido en el resplandor de la misteriosa fama) hablar con cada uno de esos anónimos lectores, sin rostro, sin domicilio, sin parientes, que somos cada uno de nosotros.

Quiero agregar una anécdota personal. Yo fui uno de los 47 lectores de aquella prlmera edición de Historia de la eternidad, que conseguí en El Palacio del Libro, de Montevideo, y que hasta atesoro. Unos años dessipués, a pedido de una revista de cultura popular, escribí una reseña de un libro recientísimo y elegido por mí entre los más notables del año 1942. Se trataba de la colección de cuentos El jardín de senderos que se bifurcan, de Jorge Luis Borges. La revista consideró seriamente la reseña que sostenía, victoriosamente a mi juicio, que Borges era el mejor escritor de lengua española del momento, y me la devolvió con el comentario de que, aunque le parecía buena, el autor era demasiado desconocido para publicarla. Así, Borges y (mutatis mutandis) yo perdimos la oportunidad de entrar juntos, y hace ya 40 años, en el Parnaso de Cine-Radio Actualidad, que era como se llamaba la entonces famosa revista. El resto es historia conocida, y ustedes la saben de memoria.

Emir Rodríguez Monegal es profesor y crítico literario.

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