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Regresa a España un Borges lleno de humor, tras superar la fecha en que el otro Borges decidió morirse

El escritor argentino abre hoy los cursos de la Menéndez Pelayo en Sitges

Lluís Bassets

Jorge Luis Borges, a su edad, sigue creciendo. Ayer llegó a Barcelona, desde Ginebra, para pronunciar la lección inaugural de los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo en Sitges. Él prefiere que le pregunten a pronunciar conferencias. Y contesta con generosidad. Y es que el escritor sigue creciendo, en admiración, en atención por parte de su público, cada vez mayor, y en años llenos de humor y de ironía. Sus palabras son regalos. El Gobierno español le ha concedido la Gran Cruz de Alfonso X El Sabio -galardón máximo del Ministerio de Educación- que le será impuesta la semana próxima por el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra.

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En el aeropuerto él era la estrella. Le esperaban Maradona y Menotti, y una nube de periodistas. Por una vez, antes la fama literaria que la futbolística. Pero los del fútbol no pudieron alargar más su partida, y se conformaron con regalar autógrafos a los hijos del anterior rector de la Universidad Menéndez y Pelayo, Raúl Morodo. El rector actual, Santiago Roldán, en cambio, sin corbata ni protocolo, le comunicó -con gozo evidente en la voz- la decisión del Gobierno y le dio la bienvenida. Borges, de impecable azul y con un grueso bastón entre las manos, esperaba los hilos de la conversación con el incomodo, absolutamente asimilado, de quien se sabe observado sin posibilidad de contrapartida. Enseguida todos le felicitaron, por sus 84 años sobre todo.

"Soy Borges póstumo"

"Me sucedió como a mi mamá, que al hacer los 95 años decía 'caramba, se me fue la mano'"-. Sonríe, parece que mire hacia lo alto, y asegura que se avergüenza de haber cumplido tantos años. Anteayer, 25 de agosto de 1983, debía morirse. Esto explica en una narración que lleva este título Agosto 25, 1983, y que, según cuenta, escribió hace siete años. "Soy Borges póstumo", dice.Jorge Luis Borges viene de Ginebra, ciudad donde cursó su bachillerato, y en la que dejó viejas amistades estudiantiles. "¿Cómo estaban sus amigos?", le pregunta el estudioso de su obra, Emir Rodríguez Monegal. "Estaba, estaba", contesta. Sólo queda uno, y tiene los mismos años que Borges acaba de cumplir. La edad es el tema prioritario de su conversación. Llegó un Borges frágil, anciano en silla de ruedas, que habla de amigos y familiares muertos, que aparece como una presa rodeada de pájaros hambrientos cuyos picos metálicos hacen chasquidos de flash. Hay que cuidar de él. Hay que mirar que todo esté en orden.

Pero ahí llegó también una inteligencia despierta y joven que se encarama en la conversación, que es ávida de comunicación y de contacto, y que no tiene límites en su ingenio. "Si no me detienen puedo hablar dos horas seguidas".

¡Pobre María!". María Kodama atiende y cuida al escritor. Pero las llaves de las maletas las lleva él en el bolsillo del pantalón. "Borges, déme las llaves, por favor. Hay que abrir las maletas en la aduana". El anciano estira su cuerpo sobre la silla de ruedas para atrapar ese manojo de llaves. Al instante se reduplican los picoteos de los pájaros fotográficos. "Aprovechen, aprovechen. Me fotografían en el momento acrobático; sedentario y acrobático".

Alguien le ha advertido, "le están fotografiando". "Ya lo noto", contesta. "El ruido..."! "¡Qué va, las luces!". Consigue pescar las llaves y con Rodríguez Monegal hilvanan ya media historia. "Es evidente que soy un contrabandista". Su grueso bastón de pastor irlandés va lleno de cocaína. Él es el jefe de una gran mafia internacional. Por eso le llevan en silla de ruedas y le tratan así.

El Inmortal

Borges desembarca, aturrullado aún por el viaje -"imperceptible"-, y demuestra ya su capacidad de desdoblamiento. Ese Borges que podría hablar toda la tarde, que sin verlos expresa ya su simpatía por quienes han ido a recibirle, dispuestos a arrancarle su torrente de ideas y ocurrencias. Ese es el Borges inmortal, que fabula sueños dentro de los sueños, que inventa su propio suicidio para seguir escribiendo póstumamente, porque es el Borges de la literatura, para quien todo es posible. Ese Borges es Flaminio Rufo, aquel inmortal que fue Homero y que compró la Iliada de Pope en cuarto menor. Para él "cuando se acerca el fin ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan las palabras". Y a la palabra se dedica cada vez con más intensidad. Esos Borges que llegaron ayer -pues son varios los personajes que la urdimbre literaria ha ido creando, y distintos los sujetos que han ido entreglosándose-, aparecían ayer más vivos e inmortales que nunca.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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