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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Paz a los muertos

LA DECISIÓN del Gobierno de crear una comisión encargada de estudiar el futuro de la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, en cuyo patrimonio figura la basílica donde se hallan enterrados José Antonio Primo de Rivera, Francisco Franco y un número indeterminado de víctimas de nuestra guerra civil, se apoya en la ley reguladora del Patrimonio Nacional, aprobada durante la anterior legislatura con el consenso de UCD y PSOE. Según esa norma, la comisión, en la que figurarán los dos ayuntamientos de la Comunidad Autónoma de Madrid en cuyos términos está enclavado el valle de Cuelgamuros y la abadía de monjes benedictinos encargada de mantener el culto religioso de la basílica, "deberá elaborar y elevar al Gobierno una propuesta sobre el régimen jurídico de los bienes integrados en el patrimonio de la fundación".La belleza del valle de Cuelgamuros, situado entre El Escorial y Guadarrama, confiere un indudable atractivo a la idea de crear un auténtico parque nacional en esos terrenos. Ahora bien, sería insensato asociar esa iniciativa con la operación de exhumar de sus tumbas los restos mortales del fundador de Falange Española y del anterior jefe del Estado. La basílica del Valle de los Caídos fue construida, tras la conclusión de la guerra civil, como un megalómano homenaje que Franco se ofreció a sí mismo y como símbolo de la victoria armada de unos españoles sobre otros. Se utilizaron presos políticos republicanos como peones a pie de obra en Cuelgamuros, y Nicolás Sánchez Albornoz, prestigioso historiador que enseña hoy en una universidad norteamericana, ha dado testimonio, como antiguo condenado a trabajos forzados, de aquel siniestro episodio. De esta forma, la basílica del Valle de los Caídos se ha convertido, para la España contemporánea, en un símbolo cargado de un significado inverso al que trataron de infundirle sus arquitectos.

La historia de un país se transmite de padres a hijos a través de los relatos orales, de los libros y de los monumentos. La basílica del Valle de los Caídos enseñará, de esta forma, a los españoles del futuro el triste lenguaje que los triunfadores del sangriento conflicto de 19361939 eligieron para festejar su victoria. Que dentro de sus muros se encuentren las tumbas del creador de la ideología falangista y del dictador que permaneció en la jefatura del Estado durante casi 40 años, es perfectamente congruente con ese remedo faraónico. Es verdad que, durante un corto número de años, esta huella de la historia podrá ser utilizada para fines políticos inmediatos, y que los nostálgicos de la dictadura tratarán de utilizar el recinto para conmemorar sus duelos. A este respecto, ni siquiera resultan fáciles de entender las prohibiciones gubernamentales para impedir a los restos del naufragio franquista arribar a esa especie de puerto natural de sus lealtades. Las próximas generaciones contemplarán esas sepulturas únicamente como un vestigio de la dolorosa memoria de la última guerra fratricida que libraron los españoles.

Por esa razón, resultaría un dislate que el Gobierno acometiera la macabra e intempestiva tarea de desenterrar los restos mortales de Primo de Rivera y Franco para alejarlos de Cuelgamuros. La reacción que pudiera suscitar ese fúnebre traslado en los medios de la derecha es la dimensión menos relevante del asunto, pese a las movilizaciones de protesta que acarrearía esa gratuita medida y a las inútiles heridas que podrían reabrirse dentro de las Fuerzas Armadas. El aspecto más importante sería la miopía histórica y la torpeza política de los eventuales exhumadores, tal vez movidos a montar ese lúgubre espectáculo como maniobra diversionista de los verdaderos problemas que preocupan a los ciudadanos. Que los muertos entierren a los muertos del pasado, y que los vivos se preocupen de mejorar su presente y de preparar el futuro que aguarda a quienes les sucederán en el curso de la historia.

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