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Juan Rulfo: breve perfil de un gigante silencioso

El año 1953 fue agitado. Murió Stalin, y Pav1ovitch fue ejecutado. Nasser se hizo premier de Egipto y el país se convirtió en República. En Corea se firmó el armisticio, y en Moscú un hombrecito redondo llamado Krushev llegaba al poder. Mientras ocurría todo eso, Beckett presentaba Esperando a Godot; Bellow publicaba Las aventuras de Augie March, y Chandler entregaba a centenares de miles de extasiados lectores su obra maestra, El largo adiós. Bergman terminaba Noche de circo, y George Stevens mostraba su primer -y quizá único- clásico del cine, Shane. Chagall inauguraba una gran exposición en Turín, y en La Habana Hemingway terminaba El viejo y el mar.

En aquel año de obras maestras y cambios fundamentales, en México, ajeno a todo eso, un hombre de estatura mediana, que fumaba cigarritos ovalados mientras trabajaba como vendedor de llantas de la Goodrich, recibía los primeros ejemplares de la edición que el Fondo de Cultura Económica había hecho de sus cuentos. Tenía 35 años y un extenso nombre: Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno.

Hasta la aparición de los 2.000 ejemplares de su primer libro de cuentos -El llano en llamas-, Juan Rulfo había publicado siete cuentos en revistas literarias mexicanas. A decir verdad, los cuentos pasaron casi desapercibidos. Y sin embargo, entre ellos había algunas obras maestras, como El llano en llamas, Diles que no me maten o Macario. Había escrito mucho. Seguía escribiendo, su caligrafía menuda y organizada, llenando páginas y páginas. En enero de 1954, una revista llamada Las letras patrias publicó un texto que se llamaba Un cuento, anunciado como parte de la novela inédita Una estrella junto a la Luna. Era un fragmento de lo que sería Pedro Páramo. Hasta ser editada, esa novela de Juan Rulfo tuvo varios nombres. Además de Una estrella junto a la Luna, se llamó, por casi dos años, Los murmullos.

En 1955, Israel invadió la península de Sinaí; fue firmado el Pacto de Varsovia, y Ho Chi Minh entró triunfante en Saigón. En Estados Unidos, un taciturno y brillante escritor llamado Jerome Salinger publicaba Franny and Zooey; Casco Prattolini publicaba en Italia Il Metello, y en Colombia aparecía la primera novela de un joven y agitado periodista llamado Gabriel García Márquez: La hojarasca.

En México, la vida de Juan Rulfo entraba en un ritmo similar al del mundo. De los 2.000 ejemplares de El llano en llamas, el autor había distribuido la mitad y la editorial había logrado vender el resto. Se hizo una segunda edición. Y apareció su novela Pedro Páramo mientras nacía su tercer hijo, Juan Pablo. Rulfo seguía fumando cigarritos ovalados y escribiendo con letrita menuda, pero ya no era más vendedor de llantas: había pasado el año anterior al departamento de publicidad de la misma Goodrich. Su cuento Talpa había sido transformado en cortometraje por el cineasta Alfredo Gravenna, y el esfuerzo de años y años para elaborar Pedro Páramo había terminado.

La vida nunca más corrió por los carriles de antes. Rulfo se mudó a Ciudad Alemán, en el Estado de Veracruz, como promotor de la comisión del Papaloapan, una obra estatal sobre la organización del sistema de riego en la región. Empezó a trabajar como guionista de cine y siguió en Ciudad Alemán tres años más. Pero el gran cambio no habrá sido éste. En aquel entonces Rulfo ya sabía las dimensiones de Pedro Páramo. Sabía que, veinte años más tarde, muy poca gente discutiría que él se había transformado en el primer clásico vivo de la literatura latinoamericana y muy posiblemente en uno de los dos o tres clásicos vivos de la literatura en español. Cuando pienso que hace más de 20 años Rulfo desconfió de que eso ocurría, no pudo soportar el peso. Él lo niega.

La primera traducción de Pedro Páramo fue al alemán, en 1958. Y al año siguiente vino la primera reedición mientras que los relatos de El llano en llamas llegaban a la tercera. La novela fue traducida al inglés y luego al francés. Y empezaron las preguntas por el nuevo libro: ¿cuándo vendría? Entre 1960 y 1963, Pedro Páramo fue traducido al noruego, al danés, al sueco y al italiano. Rulfo seguía trabajando en guiones de cine. Decía que estaba además trabajando en su nuevo libro, y era verdad. Pero trabajaba de a poquitos, sin prisa. Cuando en 1964 se presentó. la película El gallo de oro, basada en una historia suya y con guión escrito a cuatro manos por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, él había entrado en el, Instituto Nacional Indigenista. Desde 1959 había escrito muy lentamente El gallo de oro, y a lo largo de aquellos, años pensará que ésa sería su segunda novela. Lo dijo a muchos amigos. Ahora, lo niega. "Fue una historia que escribí muy deprisa para que Fuentes y el Gabo pudieran adaptarla al cine", me contó a finales de 1979. Cuando la editorial era de México publicó la historia como "relato perdido". En 1964, Rulfo decía estar trabajando en un nuevo libro, una novela llamada La cordillera.

La cordillera no apareció nunca. Cuando nos conocimos, hace unos ocho años, yo vivía en Buenos Aires, y fue en Buenos Aires donde él dijo que la novela ya no existía. Sin embargo, creo que Rulfo sigue escribiendo con desesperación. Desde que vine a México, en septiembre de 1979, nos vemos con regularidad todos los miércoles, y a cada tanto él habla como hablan los escritores que están trabajando duro. A él le gusta tomar café en la librería El Agora y escuchar historias de, amigos comunes que están escribiendo. A veces, Rulfo se corrige, retoma la defensa: "No, yo ya no lo intento más". Pero cuando comenté que no lograba terminar un cuento triste, me dijo: "A mí me pasa lo mismo, no escribo más que de amarguras".

Pasa horas hablando en tono sereno y voz baja. Tiene un humor ágil y ácido cuando está de buen humor. Sus depresiones, a la vez, suelen ser feroces y cíclicas. Cuando vienen en olas grandes, habla por teléfono. Llama a los amigos en horas muertas. El tema constante de sus períodos grises es siempre el mismo: los viajes. Dice que no quiere viajar más, y no deja de viajar nunca.

Hace algunos meses, en una larga conversación que publicamos en Sábado, el suplemento cultural del periódico mexicano Uno más uno, Rulfo dijo que desde hace más de veinte años usa el mismo escudo para justificar la inexistencia de una constancia en su obra literaria: la necesidad de tener un empleo que le garantizara la manutención de su familia. Me contó que con sus libros empezó a recibir derechos autorales en cantidades significativas hace poco tiempo, unos seis o siete años. La verdad es que solamente en México, y desde 1974, cada uno de sus dos libros vende 100.000 ejemplares por año, y cualquier escritor que logra vender esa cantidad regularmente -para no hablar de las treinta y tantas traducciones- tiene una especie de sueldo garantizado. Pero a Rulfo, esa seguridad no le convence. Dice, desde hace tres o cuatro años, que sólo cuando se jubile podrá volver a dedicarse íntegramente a la literatura. Algunas veces, Rulfo dijo que sentía "no tener más jugo". Mentira: él sabe que todavía lo tiene, y que es mucho.

Eric Nepomuceno es escritor y periodista brasileño residente en México.

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