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Los viejos soldados nunca mueren

En la localidad de San Jacinto, cuando corría la primera mitad del siglo XIX, una tropilla de califomianos tuvo la osadía de presentar batalla en campo abierto al Ejército de Estados Unidos, que, en cumplimiento de la doctrina Monroe, había decidido incorporar California a la Unión. Un noble hacendado del territorio, entonces mexicano, llamado César de Echagüe, se negaría a participar en semejante aventura, sugiriendo que se recurriera a la guerra de guerrillas, a la hostilización permanente del invasor, como en la guerra de Independencia contra los franceses, unos años antes, en España.La batalla fue real y la conquista de California inevitable, pero don César era un personaje de ficción inventado en la España de los cuarenta por un buen profesional que escribía excelentes novelas breves y baratas, con la inexorable cadencia de una a la semana. El autor era José Mallorquí, gordo, depresivo, culto, aficionado a las armas y a la divulgación histórica, partidario de una reedición del imperialismo español, nostálgico pero no cabestro, imposible pero astutamente dirigido a un público que libraba la guerra de la posguerra, pero que no era tan obtuso como para digerir lo de la reserva espiritual de Europa y Por el Imperio hacia Dios.

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Don César de Echagüe y de Acevedo no era el paralelo de El Guerrero del Antifaz -el comic antiárabe de aquellos años- porque se comportaba como un revisionista, no un imperialista puro, alguien que trataba de preservar una parte del pasado enmascarándose en la figura legendaria de El Coyote, encargado de librar esa guerra de guerrillas contra el expolio de la ocupación anglosajona, valiéndose de la santa duplicidad de la inteligencia y con el objetivo limitado de defender una versión cultural y gallarda de la presencia española en América. Si el Guerrero ocultaba su rostro para que nadie supiera de su origen, don César lucía el antifaz porque el engaño era parte de su combate contra la opresión del extranjero.

Establecida la coartada realista del justiciero que se enmascara para sobrevivir, fluía el desenfreno del ego hispánico. Don César-El Coyote era capaz de acertar con su colt 44 o su rifle Marlin a cuatro de cada seis golondrinas o de apagar la llama de una vela en la noche; poseía una vastísima cultura, adquirida en España; una inteligencia refinada y aforística; dos esposas en sucesión, por fallecimiento de la primera, a cual más bella; un hijo, apodado El Cuervo, tan diestro en las armas como su padre, y una riqueza casi inabarcable. Todo un programa del renacimiento para la España del racionamiento.

Este César imperial no fue, por otra parte, un personaje fosilizado en su tiempo, sino que, quizás al compás inestable de la vida de su creador, envejeció con su edad, cumplió los 45 años, engañó circunstancialmente a su segunda esposa, Guadalupe, y luchó obligadamente con el Sur en la guerra de Secesión norteamericana, no porque aprobara ningun tipo de racismo, sino por hidalguía, defensa de las viejas tradiciones y conocimiento del reloj de la historia en cuya contra pugnaba infatigable su combate. Don César, tan escéptico como el Mallorquí de sus últimos años, sabía que ni el Sur podía ganar la guerra, ni el espíritu hispano-californiano prevalecer en su tierra, pero defendía a ambos por sentido desesperado del deber.

El Coyote, por ello, no murió, sino que desapareció un día, agotada la carrera de las 186 novelas en las que lo recreó Mallorquí. Apropiadamente afirma la jaculatoria atribuida a McArthur que "los viejos soldados nunca mueren, sino que un día acaban por desaparecer".

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