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El paraíso perdido de 'Bearn'

El reciente estreno de la película Bearn, dirigida por Jaime Chávarri, a partir de una versión para el cine de Lola Salvador Maldonado, ha puesto de actualidad el mundo novelesco de Lorenzo Villalonga, el autor mallorquín de la novela en que se basa esa historia. Sobre ese universo narrativo y su secuela cinematográfica versa este artículo.

Proust pensaba que el paraíso se había perdido en el tiempo que pasó. Y que era posible hallarlo en la evocación intuitiva de la memoria de los sentidos, que lograba, en ocasiones, revivir las sensaciones de antaño. A ese tiempo recobrado en la obra de arte le confería un cierto valor de eternidad. En el Bearn de Villalonga, el protagonista de la novela es también el tiempo, que transcurre arrastrando en su torrente las ruinas agonizantes de la sociedad antigua -las sociedades son siempre anticuadas para la generación siguiente- y a los maltrechos personajes, que apenas son capaces de afrontar otro destino que el de la muerte, que los acecha por diversos rumbos. Ahora, el cine español ha, dado otro paso en una magistral -aunque arbitraria y a veces discrepante- transposición del libro al filme, que honra al talento de Chávarri por la sutil metamorfosis de personajes y pensamientos que trasvasa de la imaginación del lector al espectador.

Bearn es una historia dramática de viejas familias nobles mallorquinas, ahogadas en la secular ranciedad de su linaje, sobre un fondo decimonónico de progresismo, rosacruces, masonería, integrismo y belle époque del segundo imperio, con el Papa incluido. Pero esta fuerte trama localista que se acentúa con insistencia no impide la elevación del planteamiento argumental hacia una filosofía escéptica y amarga que trasciende del pasado isleño. El personaje que encarna con soberbio realismo Fernando Rey tiene perfil universal por su dimensión y credibilidad. Ángela Molina aparece con, traza de Winterhalter y de Toulouse Lautrec a la vez, en una superposición de talantes femeninos seductores y evanescentes. Amparo Soler Leal escapa en una creación original de lo maniaco a lo enajenado con una imperceptible graduación progresiva. Juan Mayol, el sacerdote a la fuerza, asiste, entre el estupor y el deseo, a un desenlace que se lleva del golpe a los protagonistas que ya habían perdido su paraíso, y casi su vida, en un voluntario anticipo del trasmundo.

Secreto del arte

¿Cuál es el secreto del arte que sujeta al tiempo y lo detiene un instante? "En el infinito, lo idéntico / a compás eternamente fluye", dice el verso de Goethe. El cine que habla al espíritu del hombre por el contenido y la secuencia de la imagen puede representar con mayor concisión y justeza ese aspecto inasequible de la vida que pasa y que de cuando en cuando nos visita de nuevo para avisarnos que el río sigue corriendo.

Bearn es un filme lento como la propia existencia mallorquina, sosegada en su dorada perfección. La presencia de ese entorno inconfundible invade al espectador, con un ambiente espeso y agreste, en el que, como escribió Unamuno: "Las cigarras locas del dios mediterráneo cantan ebrias de sol". Todo en este filme es balada y misterio, ensueño y fatalidad. Lorenzo Villalonga era de profesión psiquiatra en ejercicio, y buen conocedor de mentes alucinadas en el manicomio provincial que dirigía. Sus personajes principales parecen flotar en un escenario que comienza en la realidad y acaba en la esquizofrenia.

Villalonga es uno de los grandes narradores de nuestro tiempo, quizá porque su obra es un largo ritornello de mitos nacidos en el mar interior de su memoria vital. Jaume Pomar ha escrito agudamente que el ciclo del Bearn es una evasión psicológica con un extraño y curioso matiz de intemporalidad. Los personajes parecen suspendidos en el tiempo por la voluntad irónica del autor. Ese tono gaseoso y difuminado lo conserva y acentúa el celuloide, con notable insistencia, en escenas como la de la escalinata de Raixa, más onírica que realista.

Es cierto que el Mediterráneo no se ve, como señala acertadamente Diego Galán en su crítica, pero se adivina. Solamente en una isla del mar latino puede la introspección de un escritor llegar a los límites del absurdo y de la desgarrada serenidad ante la muerte de los personajes simbólicos que pueblan su armario de recuerdos. El doble suicidio de los protagonistas -a lo Koestler- pone punto final a un angustioso intento de prorrogar lo imposible: la supervivencia de una época que tenía -como todas- su justificación y el compendio aceptado de unas normas que encerraban un código de estética y de ética, entonces vigentes y después inconcebibles.

La novela psicológica que inició Stendhal entre la indiferencia general de sus coetáneos, ¿puede llevarse al cine sin alterar sustancialmente su contenido y su mensaje? La cartuja de Parma ha dado lugar a una serie televisiva francesa de gran éxito. Pero todavía no se ha materializado el viejo y ambicioso proyecto, varias veces intentado, de convertir en filme la búsqueda y el hallazgo del tiempo perdido de Proust. En el Bearn no se aspira a tanto: el relato nos ofrece la melancólica secuencia de lo que Villalonga, con cáustico humor, calificaba de paraíso perdido.

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