'El holandés errante', psicopatología de un director de escena
Rara astucia del director de escena alemán Gerhard Klingenberg para conseguir que El holandés errante, de Wagner -que hoy cuenta con su última representación en la temporada del teatro de La Zarzuela de Madrid-, sea otra obra -un poco suya- sin dejar de ser exactamente la misma: todo era un sueño, y no un mero sueño arbitrario, sino freudiano, de la desdichada Senta -la muchacha enamorada del fantasma-, que refleja su condición social, el problema sexista y una cierta angustia cósmica.Hay una patología del director de escena que puede estar compuesta de un cierto mesianismo (redimir al teatro del texto), de una megalomanía, de una especie de complejo de Prometeo (robar el fuego sagrado). Naturalmente, no afecta a los directores lúcidos, inteligentes; a los que, de entre ellos, hay de geniales, de creadores con talento, ni a los decididamente humildes. Es una enfermedad profesional que no afecta a todos, pero sí a muchos. Es un poco, distinta de la vieja cuestión de las adaptaciones -¿se debe o no retocar a los clásicos?- y de la condición del teatro. como presente absoluto, aunque esté presente en ella. Se trata de hacer otra cosa distinta del original y, si es posible, contraria: una obra de director y no de autor. No se suele respetar en el teatro ni siquiera a los grandes monstruos sagrados: Calderón o Shakespeare.
Monstruo sagrado
El problema se plantea de otra forma cuando el monstruo sagrado es de tal forma intangible que el director patológico no puede humanamente cambiarlo. Wagner, por ejemplo, y concretamente en este ejemplo de El holandés errante en Madrid, por Klingenberg, que en su tierra tiene amplio crédito (se le considera, sobre todo, un especialista en Shakespeare). No puede tocar una nota de la partitura divinizada ni una letra de su ajustado texto. Todo consiste -y ahí está. su rara astucia, su raciocinio delirante- en introducir leves retoques en la acción.Se sabe la historia de El holandés errante o, por otro nombre, del Buque fantasma. Es una leyenda europea y, sobre todo, nórdica, relativamente reciente, del siglo XIX: un marino condenado a navegar eternamente hasta que una doncella le redima. En 1812 se llama Van der Decke y su manía es la de rodear el cabo de Buena Esperanza hasta el día del Juicio Final; en 1841 es Barend Fokke, pactante,con el diablo. Hay quien encuentra antecedentes en Os Lusidas, de Camöens -donde hay un espíritu del Cabo que se alza ante Vasco de Gama-, y, entre una serie de obras literarias, un poema de Heine, que es el que inspira a Wagner. El tema de la redención del condenado por la doncella es antiquísimo; en la ópera, Senta renuncia a su amor terrenal para cumplir esta obra pía.
La astucia de Klingenberg está, como queda dicho, en que todo es un sueño. Senta, en la sala de su casa, sueña la leyenda: está, por tanto, físicamente presente en un butacón, dormida y, por tanto, muda; mientras se encuentran el buque de su padre y el del holandés, sueña con las joyas, con la condena y con la redención. Hay, evidentemente, en la obra de Wagner un cierto componente onírico (con respecto a ésta, lo señalaba Beaufils: "...Una cadena de sueños: sueño del marinero, al término del cual aparece el barco maldito; sueño de Senta, que termina con la aparición del capitán fantasma; sueño del pálido prometido, Eirk, que duplica y refuerza el de Senta...", de lo cual los tratadistas deducen la entrada de lo irreal en el teatro de Wagner), pero que de ninguna manera contiene la apreciación de sueño total y de que no ha pasado nada que introduce Klingenberg. Lo que ha pasado, según él, es otra cosa. Freudiana. Porque la teoría de Sigmund Freud es muy cercana a la esfera intelectual de Wagner (muerte del Wagner, 1883; nacimiento de Freud, 1856; Freud, judío fundamental, comenzó a trabajar como neurólogo tres años después de la muerte de Wagner, ario emblemático). Las mujeres de la costa -entre ellas, Senta- están destinadas a una vida solitaria y triste (los hombres viven en el mar); tiene una mente neurótica que compensa su frustración con el deseo de redimir. no muere en la realidad, sino en el sueño, como una manifestación de su propio deseo de morir. No es víctima de un histerismo sobreexcitado, sino de una profunda tragedia humana.
A pesar de su astucia para ser él el autor, en lugar de Wagner, Klingenberg se ve obligado a unas, terribles contracciones escénicas para lograr su propósito. Senta tiene que estar dormida todo el primer acto; aparece y desaparece movida por una carra que le da aspecto de inválida; la atmósfera se tiene que hacer irreal por medio de unas transparencias que deforman todo el decorado del segundo acto y hacen flotar el retrato del maldito holandés; como al final se le acaba la partitura, tiene que precipitarse a las transparencias dé redención y a empujar velozmente a escena a Senta, todavía dormida. A cambio de eso, no tiene tiempo de preocuparse del movimiento de los personajes -Senta y el holandés, en posición de firmes durante el dúo del acto segundo; la aglomeración de coros y figurantes- porque ya se sabe cuál es la frase peyorativa para definir al director: un guardia de tráfico en el escenario. Y Klingenberg no quiere ser eso. Prefiere dejarse llevar por la psicopatología del director de escena: él mismo es el personaje freudiano que proyecta sobre Wagner.
Babelia
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