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Una agradable sorpresa húngara y una fantasía filipina en el Festival de Cine de Berlín

Frente a las previsiones de cualquier crítico, han despertado mayor interés las películas más modestas. Si habitual es, por ejemplo, que la representación del cine húngaro incida una vez más en problemas de la segunda guerra mundial o en historias barrocas que habían tácitamente de ciertas imposibilidades de expresión, El buitre, de Ferenc Andras, competidora por Hungría en el 33º Festival Internacional de Cine de Berlín, ha sorprendido por su originalidad.

Rodada en términos de cine policíaco, con un espléndido sentido del ritmo, El buitre narra la extraña historia de un taxista que quiere vengarse de las ancianas que le robaron su dinero. Empeñado en lograrlo, crea una compleja situación al secuestrar a su nieta, robar y asesinar a su perro y descubrir que las ladronas eran profesionales. Un espíritu suicida alimenta el odio del taxista: sólo en él se puede entender la crispación que le lleva a extremar su desafío hasta la muerte.Otra sorpresa ha sido la de la película filipina Milagro, de Ismael Bernal, que recrea con abundancia de medios el ambiente que rodea a Elsa, la joven que asegura haber visto a la Virgen y que tiene desde entonces capacidad curandera. Multitud de peregrinos llegan a ella en un intento desesperado por sanar. La película observa con detalle el histérico ambiente colectivo sin entrar en cuestión sobre la realidad milagrosa de Elsa. Le fascinan al director los rostros y actitudes de esa gente que llega incluso al delirio cuando considera que el hijo que espera Elsa, producto de una violación, es la reencarnación de Dios en una nueva Concepción Inmaculada. Aunque la película extiende su duración más allá de lo preciso, tiene un curioso tono antropológico que hace olvidar sus repeticiones.

El público celebró ambos títulos con aplausos, y justo es decir que no se aceptan con cortesía todas las proyecciones. Ya hemos reseñado los tensos ambientes que rodearon las declaraciones de Margharete von Trotta o Vadim Glowna, autores, respectivamente, de Locuras de mujeres y Nada hay que perder.

Desde primeras horas de la mañana se producen largas colas y raro es encontrar entradas en cualquiera de las sesiones del festival. Hay quienes se especializan en la sección paralela, como otros lo hacen en la retrospectiva sobre los actores exiliados en los años treinta, pero lo cierto es que ninguna proyección de estos apartados del festival, como tampoco ninguna del ciclo de joven cine alemán o del infantil cuenta con butacas vacías. En una ciudad de sólo dos millones de habitantes sorprende tal éxito, toda vez que, al mismo tiempo que se celebra el Festival de Berlín, representaciones de ópera o conciertos aparecen a diario en las carteleras de la ciudad.

Algunas películas, sin embargo, llaman la atención por encima de otras, y las colas ante la taquilla son mayores. Entre ellas, cabe citar la francesa dirigida por Alain Robbe-Grillet, La bella cautiva, título tomado de un cuadro de Magritte que las imágenes de la película reproducen con frecuencia, ya que algunos de los elementos allí pintados cobran cuerpo, para trastocar la pacífica vida del protagonista, un hombre joven y con características de cierta vulgaridad. La aparición de una muchacha herida y abandonada en plena carretera le obliga a cambiar sus planes para tratar de encontrar un médico. A partir de ese momento todo transcurre como en un sueño, y un sueño es a fin de cuentas la historia. Personajes inesperados, decorados irreales, frases sorprendentes van escalonando la aventura del protagonista, que no acaba de entender cómo esa sucesión de disparates acaba amenazando su vida. Robbe-Grillet ha rodado con humor el despiste de este muchacho y con humor también se ha planteado la interrogante sobre la hora de nuestra muerte en el párrafo final de la historia.

No es la película habitual del director y novelista francés, aunque tampoco sea la obra maestra que muchos han considerado ya. El juego onírico agota su imaginación mucho antes de que la película acabe.

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