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Fernán-Gómez, el actor y la inteligencia

Hubo un tiempo en que se sostenía la tesis de que el actor no debía ser inteligente. Lo había dicho Diderot, el comediante es "un pantin merveilleux, dont le poete tient la ficelle" (una marioneta maravillosa, de la que el poeta tiene los hilos). Se argüían ejemplos de ilustres tontos: si se miraban bien, o no eran tontos o no eran buenos actores. Además, había que olvidarse de actores como Shakespeare o Molière: pero las teorías funcionan siempre que se olvide la realidad. Todavía sobreviven escuelas que intentan que el actor sea un gran vacío, un cuerpo disponible, flexible, ágil y en blanco. Se van acabando. Va pasando la época del actor-objeto. También la de que el monopolio de la inteligencia la tiene el autor, al que ya desplazó el director. Vienen otros tiempos.Por ese tiempo, Fernando Fernán-Gómez (que ganó el pasado miércoles el premio Mayte de teatro) era ya un actor inteligente. Un personaje más bien insólito -físicamente- y paradójico -mentalmente-; ocultaba un poco su talento de escritor, que le brotaba en poemas, en breves obras de teatro. Tenía como un pudor en entrar en ese terreno de la inteligencia oficial que era la del escritor.

No parece -por el temblorcillo de una voz tan experta y en un acostumbrado a todas las comparecencias con que recibió el Premio Mayte, como escritor- que haya perdido enteramente ese pudor, esa timidez.

Es, sin embargo, el escritor de una narración escénica tan importante como Las bicicletas son para el verano; que no es una excepción sino que viene después de otra comedia que dilapidó un verano, en una temporada condenada a ser efimera, probablemente por ese mismo desdén suyo -o inseguridad- de su oficio de escritor: Los domingos, bacanal.

Fernando Fernán-Gómez escribe ahora un largo serial radiofónico. Se acerca todos los días a la máquina de escribir con un misterioso respeto. Ensaya la escritura como ensaya una obra de teatro. Desmiente, otra vez, la leyenda de su pereza, de su falta de afición al trabajo. Quizá él mismo no sabe que es un gran trabajador; tal vez le haya hecho falta engañarse a sí mismo, no querer saber que era un escritor -a pesar de guiones como el de El extraño viaje o La vida alrededor-, creerse que era un aficionado, un escritor de domingo; porque las aficiones no cansan.

Lo grave es que el entorno de Fernán-Gómez haya tardado tanto tiempo en aceptarle como un escritor profesional, si es que las dos palabras se pueden hacer casar. Que en tantos años de sequía teatral no se haya encontrado dónde estaba un autor que, con una famajusta en el mundo de la interpretación, ha tenido que acudir a una cooperativa de verano y a un concurso (el Lope de Vega) para estrenar. En tanto, otros actores han demostrado que su oficio es inteligencia y es cultura, y puede escribir; el tonto nunca sirve en nada, y que el vacío de un cuerpo sólo lo puede llenar la mente de ese cuerpo.

Había suficientes escritores en el jurado del Premio Mayte como para reconocerle como a uno de los suyos. Y para producir esta agradable paradoja: la de saber que un actor es un escritor. Como en los tiempos de Shakespeare, como en los tiempos de Molière. Como en todos los tiempos del teatro.

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