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Dámaso Alonso, director

Hoy termina su mandato Dámaso Alonso, 24º director de la Real Academia Española, tras catorce años de ejercicio. Creo interpretar bien el sentir de casi la totalidad de mis compañeros, si preveo que la sesión de esta tarde será melancólica, aunque la aliviarán dos compensaciones: de la urna saldrá el nombre del 25º director, cuyas cualidades intelectuales y humanas lo capacitarán perfectamente para proseguir y aumentar las tareas de la institución; y, tras este trance amargo de sustituirlo, Dámaso Alonso regresará a la Academia, donde su presencia es imprescindible.Fue la condición que impuso para volver: había presentado en septiembre su dimisión irrevocable, y sólo accedía a acompañarnos de nuevo si le era aceptada. En otras ocasiones, había renunciado ya. Una vez, muchos de nosotros acometimos lo que aún llamamos la marcha verde -lo del Sahara estaba ardiendo- para demostrarle ostensiblemente que no nos convencían sus razones. No eran otras que un exceso de pulcritud, unido a un mucho de aprensión: temía una posible disminución de facultades, por la edad, que le mermara el perfecto desempeño del cargo. No había tal, ni ocurre ahora. Pero, en esta ocasión, una enfermedad, de la que ya está saliendo, ha fortalecido su resistencia y la ha trocado en obstinación. No ha habido más remedio que ceder: teniendo que optar entre un director a la fuerza y ausente, y un académico insustituible, era forzoso preferir a éste. Ojalá hallemos un modo de destacarlo públicamente entre nosotros.

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Se me ha pedido que resuma en dos folios o poco más mis impresiones ante su labor. Es imposible apretarlas tanto, y se me escaparán sin orden. Porque mi vida está tan ligada intelectualmente a Dámaso Alonso, que no puedo separar en él a mi maestro universitario, quien, hace diez años, me impuso la medalla académica: ha sido un discipulado continuo de otros lustros. Empezó en Zaragoza, donde, con motivo de una conferencia en 1942, me dedicó su edición del Don Duardos, "con esperanza de mucho fruto". Yo acababa de empezar la carrera, y decidí venirme a Madrid, para que su magisterio no se me acabara nunca. Y nunca se acabará..

Tardaron mucho los españoles alejados de la filología y de la poesía en darse cuenta de que este compatriota les honraba. Buen cuidado pusieron las autoridades de entonces en velárselo. Habrá que contar alguna vez los obstáculos que la Academia hubo de vencer, en 1945, para nombrarlo: del freno tiraba la mano más poderosa de entonces. ¿Motivos? Los ignoro, pero son imaginables: el recelado procedía del Centro de Estudios Históricos (Menéndez Pidal, Américo Castro, Navarro Tomás, Montesinos: sospechosísimos); era amigo de los mejores escritores de la República (Juan Ramón, García Lorca, Alberti, Aleixandre, Diego, Guillén, Salinas...): uno entre ellos. Su independencia y su amor en la libertad eran indomables. Sólo entre los del oficio se le estimaba como figura gigantesca. Alejado ya don Ramón de la universidad, desviado Rafael Lapesa -otro maestro incalculable- hacia nobles tareas docentes pero no universitarias, prácticamente sólo él quedaba como puente que nos unía en la posguerra a un espléndido pasado inmediato, y como impulso para proseguir. De Dámaso Alonso, de Lapesa, y de García Blanco en su cátedra salmantina, hemos salido, directa o indirectamente, quienes andamos el camino de la filología española.

Yo no he conocido un profesor comparable, aunque no me han faltado los excelentes. Su transparencia, su fervor, su amenidad, la rigurosa disección de los fenómenos lingüísticos, sometidas a crítica sutil las posibles interpretaciones...; por fin, su opinión personal ante cada problema: no será fácil la repetición de un espectáculo intelectual tan fascinante.

Y, además, sus libros, sobre todo de crítica literaria, en la que es vigoroso innovador. Clamó contra la historia como vasto panteón de obras inertes, según solía ser. Sin dependencia directa de nadie, impulsó entre nosotros cambios de perspectivas equivalentes y comparables a los que se realizaban en Alemania, Rusia, Italia y Estados Unidos. Se trataba, no de describir el texto artístico, sino de rescribirlo con el autor, tratando de averiguar qué impulsos le movían, qué intenciones, qué saberes; y qué técnicas conscientes o inconscientes revelaba. Hoy, el nombre de Dámaso Alonso es mundialmente reconocido, y está en el centro de múltiples discusiones que acontecen en el inestable escenario de la crítica literaria.

Pero su popularidad, aquí, empezó con la dirección de la Academia (1968). Al fin se consagraba un valor verdadero entre tanta trivialidad famosa. Era la persona que la desaparición de Menéndez Pidal imponía como evidente. Y pronto marcó un objetivo firme a la institución: fomentar la unidad del idioma. Nuestro porvenir como pueblo está vinculado a Latinoamérica. Y la comunidad debe impedir la rotura y fragmentación de lo que nos une más, casi sólo: la lengua de todos. Para realizar esta política, poco vistosa pero ya visible a pesar del tiempo que llevará su desarrollo, era preciso un director de la Española que congregara el respeto de las academias de los escritores, de los intelectuales de ultramar. En este puesto ha estado Dámaso Alonso, indiscutido e indiscutible. Y, fuera de él, continuará amparando una tarea tan suya.

Dentro de la Academia, ha mantenido la cohesión perfecta o casi perfecta (son muchas, y a veces difíciles, las voluntades que aunar), equilibrando tendencias, apelando a la persuasión y no al mando, innecesario cuando se posee autoridad. Con todo ha sido gentil, a veces hasta la transigencia que parecía heroica. Y es que algo respeta casi supersticiosamente Dámaso Alonso: el talento, si lo posee quien le resiste. De su pulcritud en el trato tengo una prueba última conmovedora. En una entrevista reciente publicada en este mismo periódico, enumeraba, con complacencia justa, a los lingüistas que forman parte de la Academia. Mi nombre no figuraba entre los de ellos. Apenas llegó a sus manos el diario, me telefoneó. No contestó a mi inquieta pregunta por su salud: "Tengo un disgusto tremendo: ¿has visto EL PAIS?". Lo había visto, y sabía que la omisión no podía ser voluntaria. "Creo que no te olvidé, aunque cité de memoria; tal vez no tomó tu nombre la redactora". Estoy seguro de que la pena aún le dura; y es esto, pena, lo último que puedo causar a Dámaso Alonso.

Pero vamos a sentirla los académicos, y él tal vez, esta tarde, cuando el sillón presidencial ya no le pertenezca. Recobrará el suyo; y, donde él esté, habrá siempre una presidencia de sabiduría, de genio, de caballerosidad. Y también de humor. ¡Ah, el humor y la socarronería gallega de Dámaso Alonso! Quede esto para otra ocasión de mayor alegría.

Fernando Lázaro Carreter es catedrático y miembro de la Real Academia de la Lengua.

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