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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El éxito que se le debía a Mihura

El caso de la mujer asesinadita es una de las primeras comedias de Miguel Mihura (escrita en colaboración con Alvaro de Laiglesia); de un Miguel Mihura un poco desencantado de la nula o mala acogida de un gran teatro de vanguardia y de ruptura del que es la mejor muestra Tres sombreros de copa (que pronto va a ser montada por José Luis Alonso) y una busca de algo más próximo al público, más asequible para unas mentalidades escasamente evolucionadas.Se estrenó en 1946 y fue acogida con cierto malhumor y una considerable incomprensión. Mihura -sobre todo con Tono, y sobre todo también en esa obra maestra del periodismo de humor que fue La Codorniz hasta que él y Tono perdieron su dirección- rompía, deshacía los tópicos burgueses, arrancaba fuegos artificiales con el uso deliberado de lugares comunes, frases hechas. El teatro del absurdo ha reconocido en él un precursor (lonesco lo hizo en un memorable artículo en Le Figaro cuando se estrenó en París Tres sombreros de copa). Puede decirse que Mihura fue un vencido, un frustrado por la terrible resistencia del conservadurismo español -sobre todo del conservadurismo teatral, que es el más correoso que se conoce en este país-, y que su forma de triunfar con su teatro posterior no fue más que la reducción, el subproducto de todo el talento que tuvo que tragarse.

El caso de la mujer asesinadita

De Miguel Mihura y Alvaro de Laiglesia. Intérpretes: Margarita Calahorra, Amparo Rivelles, Encarna Abad, Manuel San Román, Rafael Castejón, Marta Puig, Javier Escrivá, Carmen Merlo, Paco Camoiras y Francisco Cambres. Local de estreno: Teatro Alcazar Madrid.

El caso es que La mujer asesinadita fue mal recibida -como lo era el teatro de Jardiel, con quien tantos parentescos tiene- y que ahora, repuesta en el Alcázar, con la dirección de Gustavo Pérez Puig, gana la partida que perdió entonces. Da gusto oír -en un sábado por la tarde, con público de taquilla- subrayar con risas las mismas frases que entonces eran repudiadas y que los grandes solemnes de entonces consideraban pura y simplemente como tonterías.

La obra tiene un perfume de su época, de lo que en su época era avanzado e inteligente: puede recordar -por ambiente, por ideas que flotaban sobre la sociedad- los juegos con el tiempo, los muertos y los vivos que hacía Priestley o Noel Coward; los de Jardiel, indudablemente, o los de López Rubio (La otra orilla); repito que como expresión de unas ideas generales que cirulaban. No es, por otra parte, nada de lo que se acusaba a Mihura entonces: un mero argumento sin sentido para engarzar frases ingeniosas. Es, por el contrario, una obra construida, medida, donde, una vez admitida la imaginación y el pequeño absurdo inicial, todo se mueve dentro de la lógica -de la lógica teatral, se entiende- y funciona a la perfección.

Podría parecer que estos casi cuarenta años transcurridos le dan algo de antigüedad. En efecto, el desarrollo de este tipo de teatro ha ido mucho más lejos. No así el del público español, que todavía en algunas de sus preferencias -a juzgar, por mal ejemplo, por alguna de las obras de la cartelera que todavía favorece con alguna papanatería- está como antes de Mihura: como en Benavente o, peor aún, como en Honorio Maura. Por eso la Asesinadita puede sonar con novedad en el teatro Alcázar.

Gustavo Pérez Puig ha hecho una dirección propia de la época en que se estrenó la obra y arreglada a las acotaciones que el autor determinó. Ha sacrificado, probablemente, una brillantez a una fidelidad, aunque quizá podría haberla dado algo más de viveza. Encuentra una intérprete siempre admirable en Amparo Rivelles; ni uno de los efectos de sus frases se pierde. Su pareja es Javier Escrivá, que tiene una mayor tendencia a lo lírico y a lo trascendente que la finura del humor que representa; es también, probablemente, cuestión del papel. Encarna Abad y Margarita Calahorra son eficaces; lo es también la pareja misteriosa de un momento que forman Carmen Merlo y Paco Camoiras, con la colaboración de los demás. El decorado de Emilio Burgos, tan bien construido como todos los suyos, responde también a ese concepto que destacan la dirección y la interpretación: una fidelidad al tiempo pasado.

El público -repito que un público normal, sin estrenistas, sin invitados- respondió bien, rió a gusto y aplaudió al final de cada uno de los tres actos.

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