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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Los intelectuales, ante el cambio cultural

A lo largo de lo que va de siglo, el concepto de cultura ha cambiado sustancialmente. Cuando yo era niño todavía entendíamos por cultura las altas creaciones del espíritu humano, entendiendo por ellas los productos espirituales más elevados en el proceso de sublimación de las necesidades humanas. Por ejemplo, cuando hablábamos de cultura griega comprendíamos en ella un conjunto de actividades superiores, como la filosofía, la tragedia, el arte, la literatura, etcétera; hoy, los estudiantes que llegan a la universidad -y lo digo porque he hecho el experimento- entienden por esa expresión otra cosa muy distinta: el conjunto de productos -manuales, artesanales, institucionales, mentales- con que los griegos satisfacían sus necesidades, tanto individuales como sociales. Hemos pasado así, como consecuencia de los avances de las ciencias humanas producidos en nuestro siglo, de una concepción aristocratizante y espiritualista de la cultura a una concepción social y antropológica de la misma, con todas las consecuencias que ello implica.En primer lugar, hay que señalar que dicho cambio conceptual no es un mero cambio en la noción de cultura, sino que afecta a su papel en la sociedad y a su función en el conjunto de actividades humanas que definen al hombre. Acudiendo a una fórmula hoy ya generalizada entre nosotros, diríamos que un cambio en la teoría nunca es sólo un cambio en la teoría, sino que implica una serie de consecuencias prácticas ineludibles. En otras palabras, un cambio teórico es siempre también un cambio práctico, dada la inextricable conexión entre teoría y praxis. Aplicando esta convicción al tema que nos ocupa, diríamos que el mencionado cambio en el concepto de cultura implica a su vez una metamorfosis de su función social; si antes su papel era básicamente sublimador de las necesidades humanas, ahora su papel es, al mismo tiempo, de adaptación al medio y de transformación del mismo. Se da un paso gigantesco en la concepción de la cultura, que antes tenía un carácter estático, pasando a adquirir un sentido dinámico, lo que, a su vez, no implica necesariamente su carácter progresista. La cultura puede ser hoy conservadora o revolucionaria, según predomine uno de los dos factores antes señalados, pero es siempre dinámica, al perder su función sublimadora.

El peso de la tradición

Este cambio en la concepción de la cultura es mucho más profundo de lo que pueda parecer por la anterior descripción. Supone nada menos que la desaparición de la dicotomía clásica entre Naturaleza y Cultura impuesta por el peso de la tradición idealista en el pensamiento occidental. Explicar esto requeriría un espacio del que aquí no disponemos, pero en cualquier caso manifiesta bien a las claras la transformación operada. Hoy, la cultura no representa la lucha del hombre contra la Naturaleza, sino la continuación, por otros medios, de la obra de la Naturaleza. En este sentido, la Cultura, en cuanto constitutivo ontológico del hombre, no hace sino continuar la función biológica que la Naturaleza dejó interrumpida en cierto punto con respecto al hombre. Por ello decíamos antes que la Cultura no hace sino continuar, por otros conductos, la labor de adaptación y de integración del hombre al medio iniciado por la Naturaleza. Es precisamente en un enfoque como el que aquí hacemos donde tendría cabida una fundamentación filosófica de la Ecología.

El párrafo anterior puede haber quedado necesariamente oscuro, pero una explicación pormenorizada supondría entrar en profundas disquisiciones filosóficas muy ajenas a este lugar. Sin embargo, sí creo que habrá quedado claro que una concepción de la cultura como la que aquí estamos haciendo supone un planteamiento relativista de la misma, dado que esa cultura continuadora de la Naturaleza nunca aparece como un fenómeno homogéneo, sino que lo que la experiencia y la historia nos han mostrado siempre son variedades culturales de distintos pueblos y países.

El planteamiento que acabamos de hacer del tema de la cultura supone un cambio radical en el enfoque de la tarea cultural por parte de los intelectuales. Estos deben, en la nueva situación, trabajar para el grupo, ayudando a sus miembros en las funciones antes señaladas de adaptación al medio y de transformación del mismo. La concepción del intelectual orgánico tiene ahí su origen, pero nos parece todavía una visión muy estrecha del mismo. En cualquier caso es explicable por lo que tiene de reacción contra ese intelectual -al que, por contraposición, podemos llamar inorgánico- que nos ha legado la tradición del humanismo occidental, desde el Renacimiento hasta nuestros días. El intelectual debe estar ligado a su grupo y ponerse al servicio del mismo, pero este grupo no tiene por qué ser el partido político o la clase social, sino cualquiera de las múltiples formaciones sociales en que el hombre se integra. Desde este punto de vista, ese intelectual inorgánico al que antes nos referíamos no es más que uno de los múltiples tipos de intelectual que puede aparecer en nuestra sociedad. En realidad, y de acuerdo con el pluralismo y relativismo cultural antes expuesto, los tipos de intelectuales deben ser múltiples, y las funciones de los mismos muy variadas. Por eso, a la hora de poner el título al presente artículo he preferido el doble plural -Las funciones de los intelectuales- al puro y simple: la función del intelectual.

Son esas funciones muchas, y no siempre pueden ni deben ser realizadas por el mismo tipo humano. Hay algo, sin embargo, que une a los intelectuales de nuestro tiempo: la necesidad de dar una respuesta a la tarea cultural pendiente en un mundo en crisis. Es la cultura quien tiene ese reto planteado, y son los intelectuales quienes deben responder a ese reto. El tema cultural es, por eso, un tema clave de nuestro tiempo, y la tarea cultural es uno de los ejes de construcción de la nueva sociedad.

Este tipo de intelectuales vocados a la tarea cultural, y con funciones múltiples en la misma, evoca la figura social del sofista griego; no me refiero al carácter intelectual del mismo, que sigue siendo rechazable por su oportunismo, su charlatanería, su falta de rigor y su comercialización, sino al impulso de convivencia y de solidaridad que le movía. Este tipo de intelectual que ejerce en el ágora, que desarrolla su función -en la plaza o en la calle- entre los hombres y para los hombres, es el tipo de intelectual a que nos hemos referido aquí y tiene la exigencia ética de hacerse presente.

José Luis Abellán es catedrático de Historia de la Filosofía y autor de Historia crítica del pensamiento español.

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