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Tribuna
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La Iglesia en Valencia

La falta de identidad nacional, causa del triste espectáculo que hemos dado los valencianos en estos últimos años al resto de los pueblos de España, ha tenido y tiene mucho que ver con la historia y la situación de la Iglesia en este país. Hasta es difícil hablar de una Iglesia valenciana. Las tres diócesis forman una sola provincia eclesiástica junto con Mallorca, Ibiza y Albacete. Y entre sí están muy distanciadas por la diversa actitud personal y asunción del hecho nacional que tienen sus obispos recientes y la mayoría del clero. Por eso yo me limito en estas reflexiones a lo que conozco de mi diócesis de Valencia, sede metropolitana, que en los tiempos de Juan de Ribera ocupaba el 82% del antiguo reino, dejando muy poco a las sufragáneas de Orihuela y Segorbe (hoy, Alicante y Castellón).Se dice con complacencia en el mundo clerical que Valencia es una diócesis rica en personal y obras pastorales y tranquila por la ausencia de conflictividad. Y se atribuyen estas características a la intensidad de vida cristiana y a la madurez del clero. Pero yo pienso que esta gran máquina eclesiástica es muy frágil, sin raíces ni vida auténtica; una potencia que es debilidad a la hora de la verdad. Y todo debido en gran parte a unos orígenes que aún siguen, sin ningún tipo de crítica, presentándose como ejemplo de acción pastoral.

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La evangelización oficial de Valencia -"una ciudad que era una Babilonia y lo demás era tierra de infieles" (Martín Pérez de Ayala en 1549)- la culminó al final del siglo XVI el patriarca, arzobispo, virrey y capitán general de Valencia san Juan de Ribera con un gran despliegue de medios -dotación de nuevas parroquias y formación del clero- y con la expulsión de unos 150.000 moriscos que él patrocinó. "Los medios suaves han de ser los primeros, y si aquéllos no hicieren fruto, se ha de proceder a los fuertes y rigurosos", escribía. Y este esquema pastoral es el que, consciente o inconscientemente, hemos ido repitiendo. Y el pueblo ha seguido, allá en lo íntimo, abrumado por el peso institucional de una Iglesia más impuesta que aceptada y esperando, con socarronería mediterránea, el tiempo de manifestarse iconoclasta y anticlerical.

La superficialidad de la evangelización se vio reforzada desde antiguo por el divorcio entre la lengua materna y la expresión de la fe. Ni los más viejos del pueblo más exclusivamente valencianohablante saben rezar el padrenuestro o el avemaría en su idioma de cada día. Para todo lo religioso se ha usado siempre el castellano, menos para confesarse. ¿Desde cuándo? Parece que la castellanización de la catequesis y la predicación es muy anterior al decreto de Nueva Planta. Parece que en los pueblos agradaba la grandilocuencia de los oradores castellanos. Y hasta se consideraba que no era digno rezar con las mismas palabras con que se increpaba a las caballerías. Esta segregación elitista de lo religioso se ha mantenido entre nosotros como esquema formativo de los clérigos hasta tiempos bien recientes. Por eso no ha habido presión real para la implantación del valenciano en la liturgia, ni siquiera en los pueblos totalmente valencianohablantes. Por eso a la jerarquía le ha sido cómodo refugiarse en la aparente neutralidad de no querer definir la identidad del idioma para no aprobar los textos litúrgicos. Pero, en definitiva, por eso también mucho pueblo, aun sin darse cuenta, sigue considerando a la Iglesia no sólo como algo impuesto, sino como algo forastero.

Valencia sugiere agricultura rica y bien parcelada. Ni latifundios, ni gran burguesía, ni proletariado. Pero esta ya no es la realidad de la Valencia de hoy, que a partir del siglo pasado ha multiplicado sin cesar su industria. Ya lo vio así, antes de la Rerum novarum, el valenciano padre Vicent, que creó la obra de Círculos Obreros Católicos, extendida después por toda España. Y este enfoque paternalista e interclasista del problema obrero, consecuencia de una mentalidad ruralista, ha dominado hasta ahora la orientación pastoral. "Hay que crear sindicatos y centros culturales para que nuestros obreros cristianos no se contaminen de marxismo", se me decía hace poco en palacio.

La capacidad festiva del valenciano es legendaria. Tierra de fiestas y desfiles callejeros. Moros y cristianos, fallas, mascletás, castillos de fuegos artificiales... Alguien lo entendió y creyó encontrar ahí el secreto de una estrategia pastoral valenciana. Las misiones populares más arrolladoras, los viajes de imágenes más pintorescos... Lo festivo y multitudinario encuentra siempre eco entre nosotros. No me extrañaría que la sintonía con un Papa viajero y popular adquiera hoy aquí cotas extraordinarias. Pero no caigamos todos en el engaño de la época del arzobispo Olaechea.

La fiesta pasa y de las fallas no queda ni ceniza. Convertir actitudes, hacer pastoral de los condicionamientos sociales de conjunto -fuimos los primeros en traer a Boulard a España, pero no le entendimos-, hacer de la masa un pueblo son objetivos de evangelización que requieren otros métodos.

Cuando en este psicoanálisis colectivo, al que me someto con frecuencia, intento encontrar en la memoria histórica de mi comunidad diocesana un punto de referencia válido para el presente me detengo siempre en la obra de solidaridad con los marginados que representa el padre Jofré en el siglo XV. El fundó, entre otras obras, el primer hospital para locos de Europa. El encargó la imagen de la Mare del Desemparats e Inocents para despertar la conciencia cristiana hacia formas entonces desatendidas de marginación: locos, niños abandonados, condenados a muerte. Muchas personas y obras han seguido desde entonces aquí esa veta de imaginación al servicio de los más necesitados. Y las riadas que golpean periódicamente nuestra tierra, al llenar del mismo barro las casas y los templos, y al abrir las puertas de la Iglesia, nos hacen recuperar el sentido perdido de la misión cristiana: ser alma de un pueblo que se construye como tal por la solidaridad. Ojalá que esta recuperación no se vaya con el barro o con el avión del Papa y descubramos cada día otras riadas de la historia y otras nuevas marginaciones.

Antonio Duato es sacerdote y profesor del instituto Luis Vives, de Valencia.

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