Laurence Oliver, el pecador
El actor británico ennoblecido por la reina acaba de publicar sus 'confesiones'
Sexo, culpa y trabajo, estos son los tres elementos que se entremezclan íntimamente en la vida de Laurence Olivier, quizá el mejor actor británico de este siglo. Olivier -desde 1970 barón Olivier de Brighton- no es un hombre de esencias, sino de secuencias, como queda patente en las memorias que esta semana, a los 75 años de edad, ha publicado en Londres bajo el título característico de Confesiones de un actor, y bajo el prestigioso sello editorial de Weidenfeld and Nicholson. Y de una confesión, en su peor sentido religioso, se trata.
Hijo de un pastor de la Alta Iglesia Anglicana, Olivier asegura que abandonó su religión el día que se casó por primera vez. El sentido cristiano de la culpa, del pecado, nunca le abandonó. De hecho, el libro se abre con un "bendíceme, lector porque he pecado".Fue su padre, un día en que Laurence estaba en la bañera, el que le ordenó ser actor. Y lo fue con grandeza, salvo en su vida privada, si realmente la tuvo. ¿Cómo se sabe si está actuando o no? Le preguntan. Su actual mujer, Joan Plowright, contesta que "siempre está actuando". "En el fondo de mi corazón sólo sé que no estoy seguro de cuándo estoy actuando y cuándo no, o para expresarlo con mayor franqueza, cuándo estoy mintiendo y cuándo no", explica Olivier. ¿Qué es actuar sino mentir, y qué es actuar bien sino mentir convenciendo?
No es un intelectual. Desdeña ¿I argumento de sus jóvenes colegas acerca de la satisfacción de la propia necesidad de expresarse. El actuar tampoco es ser para Olivier, en contra de la generación de actores de los años veinte. En las 305 páginas de sus memorias hay pocas explicaciones sobre las obras o sobre sus papeles, en cualquier caso de una abundancia envidiable; hay ciertas excepciones, pero son escasas. Para Olivier, Shakespeare puede cuidar de sí mismo y cuidar también del actor que confía en él.
Un oficio del que no se disfruta
Olivier ha interpretado prácticamente todas las obras de Shakespeare y todos sus personajes importantes. Con éxito ha hecho comedia, melodrama y drama, cine y televisión, de un lado y otro de la cámara; ha dirigido teatro, ha sido aplaudido en Londres, en Nueva York, en Hollywood, en París y en Moscú. Siempre versátil, siempre seguro de sí, a pesar del cierto pánico que siempre provoca un estreno, pero pasará a la posteridad por sus dotes de actor. Y él es el que dice que el, de actor "no es un oficio del que se disfruta".
¿El secreto de su éxito? Naturalmente está el talento, que ha sabido cultivar, pero está también su dedicación completa, su trabajo o servicio. Gran parte de las memorias son listas y listas de una obra tras otra. ¿Cómo le quedaba tiempo y energía para algo más? "No se puede ser más que un tipo de atleta a la vez: no es probable que un atleta encuentre energía suficiente para trabajar en otros tipos de atletismo y la actuación de grandes papeles". Olivier se refiere aquí al teatro y no al cine o la televisión.
De hecho, todos sus grandes amores han estado ligados al escenario. Tres esposas, tres actrices, con las que a menudo compartió los carteles. Olivier se casó por primera vez en 1930, a los veintitrés años de edad, cuando aún era virgen, y de hecho reconoce que lo hizo por meterse en la cama con una mujer. La víspera de la noche de bodas, la que debía convertirse en su esposa, Jill Esmond, le confesó que no estaba enamorada de él, que no le quería.
En 1936, Olivier rueda Fire over England, frente a Vivien Leigh, esa "prodigiósa e inimaginada belleza" que posteriormente llegaría a la cumbre de la fama con Lo que el viento se llevó y Un tranvía llamado deseo. El enamoramiento fue instantáneo. La pareja perfecta y envidiada: bellos y con talento. "El amor era como un ángel, la culpa era como una fiera oscura", escribe Olivier. La dualidad se oculta. Ambos estaban casados, ambos se divorciaron para finalmente contraer matrimonio en Santa Bárbara (California), en 1940. Oficialmente duró veinte años. En realidad se quebró antes.
Perdón, Vivien
Ocho años después de la boda, Vivien Leigh tendrá una duradera aventura amorosa con el joven y brillante actor Peter Fynch, humillación que se repetiría a menudo con otras personas ante la compañía teatral con la que viajaban. Un año más tarde llega la tersa confesión de Vivien a Laurence: "Ya no te quieto". A partir de entonces, las infidelidades de Vivien Leigh se multiplicaron, aquejadas por la enfermedad: depresión nerviosa. Olivier la convence de ir al psiquiatra. Los tratamientos se acumulan. También los electrochoques. Laurence Olivier ya no reconoce a la mujer de quien se enamoró, y, en cualquier caso, otra mujer ha entrado en su vida: Joan Plowright, su actual esposa. Son años monstruosos. Vivien y Olivier se separan y no; viven y no viven juntos. En una ocasión violenta, Olivier la hiere en la sien. "Con horror me di cuenta de que ambos éramos capaces de asesinar o causar la muerte del otro".
La actriz Lili Palmer -"una de mis dos grandes amigas europeas, la belleza y la pureza cuya amistad y nunca fue estropeada por ninguna intrusión romántica"- le sugirió que Vivien tuviera un hijo de él. Resultó ser un aborto y un deterioro de la salud mental de Vivien. Sólo en 1960 llegó el decreto absoluto del divorcio. Olivier se volvió a casar, con Joan Plowright.
Cuando Vivien Leigh muere, en 1967, Olivier acude apresuradamente y en secreto al lado del cadáver y pide perdón. "Siempre me ha sido imposible dejar de creer que la causa de las alteraciones de Vivien se debían a alguna culpa mía". Ahora, Olivier se confiesa feliz, con Joan y los dos hijos que han tenido.
Al leer unas memorias, uno busca tanto a su autor como a su circunstancia. Olivier se plantea poco a la gente, al otro. La segunda guerra mundial, a la que dedica un capítulo, pasa como un hecho lejano en el que el actor aprendió a pilotar. Algo similar ocurre con las personas que desfilan por estas páginas Sin definición ni precisión, ya sea Katharine Hepburn, Charles Chaplin , Ralp Richardson o Greta Garbo, que lo expulsó del rodaje de La reina Cristina de Suecia, en 1933. El actor se había puesto muy nervioso. Winston Churchill, primer minsitro inglés, aparece por primera vez despistado, buscando un retrete en el entreacto de una obra en la que actuaba Olivier.
Pero Laurence Olivier tiene una indudable intuición. Hablando de Marilyn Monroe, a la que con dificultad dirigió en 1956 en la película El príncipe y la corista, escribe que tardó años en entender que "para alguna gente escasa, cuyos talentos son casi invisibles para el ojo desnudo, un milagro ocurre en el diminuto espacio entre la Iete y el negativo". Después de trabajar un tiempo con Marilyn Monroe aprendió a confiar en este milagro.
Riqueza del mundo teatral
En estas páginas se puede apreciar el constante movimiento del mundo teatral, no sólo en Londres, sino en todo el Reino Unido. La afición ha hecho posible esta riqueza, sin la cual quizá no habría surgido un Laurence Olivier. Han sido años de ocasion para ganar una valiosa experiencia en un actor que sigue trabajando a sus 75 años de edad y sigue siendo capaz de descubrir, sin envidias, nuevos talentos. En este trabajo se fue parte de su vida. Fue él, con otros actores, el que resucitó el Old Vic. También participó y dirigió el National Theatre de Londres.
Olivier afirma -y es verdad- que ha logrado un control total de la expresión física y vocal. En 1947 tuvo su primer papel de Macbeth. En 1965 repitió, logrando lo que un crítico calificó de "al fin, el Macbeth definitivo". Olivier nunca se había atrevido hasta 1964 a hacer de Otelo. Practicó en el campo y se descubrió unas nuevas entonaciones en la voz. Desde 1970, gracias a la insistencia del entonces primer ministro Harold Wilson, Laurence Olivier es miembro de la Cámara de los Lores como barón Olivier de Brighton. Ya fue nombrado sir en 1947.
Babelia
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