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Tribuna:Crónicas urbanas
Tribuna
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Fraga, como toro nacional

Manuel Vicent

Existen muchas teorías para explicar por qué se caen los toros en mitad de la lidia. Se habla de los piensos compuestos, del exceso de grasa, de la falta de ejercicio muscular en la dehesa o de ciertas artimañas de algún encargado, que desploma sacos terreros sobre los riñones de estas fieras de granja antes de salir a la plaza. Son bobadas. Hoy los toros se caen porque también ellos han perdido la fe ciega en la patria y ya no creen en el. oficio, igual que los intelectuales de izquierda. La duda engendra flojera en los remos. Si los toros tuvieran el carácter de Fraga, no se caerían. Fraga, como toro nacional, daría siempre la vuelta al ruedo en el arrastre y cada año se llevaría el Premio Mayte a la bravura.Un día cumbre de feria, la bandera española ondea en el tejadillo y las gradas hierven de patriotas sentados por riguroso escalafón. La oligarquía se acoda en la maroma de barrera con un puro engarzado en la muela de oro. Los tendidos de sombra están llenos de empresarios a un punto de la quiebra, con un clavel en el ojal. En las andanadas de sol se explayan con la bota de vino los tenderos cabreados, los rentistas desplumados, los llorones de la Bolsa, las amas de casa con peineta, mantilla y abrigo de visón, gente que exige mano dura y sueña con el as de bastos para animar la economía. Un fragmento de zarzuela calienta la olla y, en ese momento, Fraga se revuelve en el chiquero con la cabeza rebosante de vísceras. Entonces suena un cornetín, no exactamente militar, que corta el bullicio monetario. Alguien abre el toril y de allí sale un bufalo atolondrado con una ráfaga de polvo detrás. Lleva el hierro de AP marcado en el jamón trasero y el número uno de opositor escrito al fuego en la paletilla.

Cualquier novillero le cortaría las orejas y saldría por la puerta grande, pero Fraga no es un toro, para desgracia de la fiesta nacional, sino un gran líder político, que ha aprendido algunas reglas. En vez de pararse en medio del ruedo y escarbar la arena con la pata, corneando el aire inútilmente, ha adoptado un talante civil sin perder los ademanes de chusquero y ahora mismo se dirige con rudas zancadas de tacón hacia la tribuna del mitin, los brazos alzados en señal de victoria, como un bodeguero eufórico, entre el clamor financiero de los suyos. Ahínca los zapatones en la tarima, echa un regüeldo con sabor a codillo, expulsa una nube de azufre por la nariz y se ve que las ideas ya le empujan las cejas, porque se oye un rumor de masa encefálica y el borbotón de palabras ardientes y mordidas por la mitad comienza a manar de su boca. Fraga utiliza un cabreo perenne para crear a su alrededor un clima de pesimismo triunfal.

Todo va bien, es decir, todo está mal. No hay seguridad en la calle, nadie da confianza a los empresarios, se derrumban los valores, los honrados padres de familia no pueden llegar a final de mes ni pasear con sus hijas por la noche, los impuestos nos esquilman, la gente quiere orden, ha llegado la hora de las soluciones tajantes, España es lo más importante. Bajo sus plantas se estremece el abismo, unos conglomerados de carne invaden el pescuezo del líder, sus párpados bovinos se le encienden de repente y el insigne mazacote se pone a despedir oleadas de erudición, chascarrillos, cachos de filosofía política, amenazas, promesas, chistes, citas, trozos de economía liberal, todo a un punto de la estampida telúrica. No tiembles, tierra, que no te hago nada.

-¿Qué ha dicho?

-No sé.

-Parece una fuerza de la naturaleza.

-Le sobra sangre.

A Fraga le sobran exactamente dos litros de sangre. Si le aplicaran sanguijuelas en la pantorrilla para rebajarle la sacudida del pulso, que le estalla en las sienes, tal vez se volvería pálido como un hereje y comenzaría a dudar. Fraga nunca ha dudado de nada. Desde su juventud está escalando con grandes resoplidos la ley de la gravedad contra la historia, aunque éste es un momento estelar en su biografía y ahora está allá arriba encaramado en lo alto de un mitin, en una plaza de toros repleta de patriotas desmoralizados. Corren malos tiempos. Hoy nadie sabe qué es España, ni dónde hay que invertir. El fotógrafo suelta un fogonazo y Fraga queda paralizado entre pancartas en una instantánea de ira.

Cuando mi generación iba a la escuela, no había el mínimo problema en este sentido. Los empresarios invertían en estraperlo de boniatos y la patria venía pintada en el libro, donde se veía a una matrona metida en grasa, con túnica, bandera y corona, con un león postrado junto a su sandalia y la pechuga de cantante de ópera. Siendo niño, en uno de mis viajes a la capital vi una estatua de mármol, que era clavada a una tía mía, de la que estaba enamorado. También se parecía a la imagen del libro escolar. Así me formé en mi tierna infancia un complejo freudiano muy enrevesado y llegué a la conclusión de que España era de mi familia, aunque probablemente menos tía mía que de Fraga. Mi generación siempre ha creído que la patria tenía tetas. Pero en aquel tiempo, Manuel Fraga ya era una joven promesa que se había aprendido de memoria el listín de teléfonos y estaba a los pies de aquella estatua de mármol con un obcecado furor por ser el primero en todo.

-¿A dónde vas a llegar, muchacho?

-A todo.

-¿Y eso qué es?

-Nam, ñam, ñam, todo..

-Enhorabuena.

El más listo del establecimiento

Entonces no había tribunal que se le resistiera. Fraga entró con la fuerza de un descargador de muelle en los volúmenes de la biblioteca y se los zampaba con cuchara, de tres en tres, como hace ahora con las fabadas. Era un archivo con patas, el opositor número uno, el fichero ambulante, que consultaban aquellos analfabetos de chaqueta blanca. La cultura es ese poso que queda después de leer 2.000 libros y haberlos olvidado. Los sabios devuelven más tarde ese bolo alimenticio como papilla digerida, nunca vomitan citas en forma de garbanzos crudos. Fraga era incapaz de olvidar una lectura, se sabía de memoria hasta las esquelas del Boletín Oficial del Estado, y eso en este país te puede convertir en ministro. Así sucedió. El era el más listo del establecimiento. Y Franco lo llamó para hacer hoteles, dar tijeretazos a las galeradas de los periódicos y recibir a la turista doce millones al pie del avión.

En España corría un esplendor de caspa económica de una Europa sobrealimentada y Fraga se movía totalmente feliz en medio de un tornado de divisas. Realizó muy bien el viejo proyecto republicano de paradores de turismo, bautizó costas, dejó plantar una pared de cemento en cada litoral, le mostró a Carrero Blanco el primer biquini remojado con agua bendita, permitió salir de la bañera a las artistas de cine envueltas con una toalla y él iba loco por la música de acá para allá e inauguraba cosas, gritaba, comía centollos de veinte kilos, disparaba contra el culo de las señoras en las cacerías, se ponía unos calzones de arriero chapoteando en el mar de Palomares, en medio de una avalancha de negocios sucios o limpios en aquel crecimiento desgarrado de los años sesenta, cuando en este solar caían suecas y megatones en las playas. Fraga era el único que se movía bien o mal, pero a cien por hora. Si hubiera tenido una amante, sería de esos que dejan esperando el taxi en la puerta, suben a zancadas, hacen el amor sin quitarse los zapatos, contra un armario ropero, bajan a una velocidad de muñeco animado y corren a presidir algo.

En aquel nublado fascista, Fraga también tuvo el valor de confeccionar una ley de Prensa, es decir, cortó el cerco de alambradas, aunque dejara el campo sembrado de minas. Cada semana se oía una explosión y se veía a un periodista saltar por los aires. El abuelo estaba enamorado de este tigre de Bengala, pero tenía la mosca detrás de la oreja.

-Hay que vigilar a ese chico.

-Fraga es un patriota, mi general.

-Ha leído demasiados libros. Eso nunca es bueno.

-Tiene usted razón.

Fraga exhibía una pureza unidimensional en aquel cotarro franquista. Todavía creía en lo romántico de una España en forma de matrona con pechuga de contralto, estaba frenéticamente poseído por los símbolos abstractos del Estado, cuando la patria en ese tiempo era ya un palo enjabonado con un capón atado en la punta, por donde trepaban tecnócratas con chaqué. Entonces Fraga tenía el mismo olfato de ahora, esa capacidad tan sutil para equivocarse o de hacer siempre lo contrario de lo que le conviene. En la jugada de Matesa, por un momento, apostó contra la corrupción; López Rodó se llevó el balón con la mano y él se quedó en medio de la calle vendiendo cervezas El Aguila.

Está bien. Fraga era diplomático, catedrático de Derecho político y más cosas, de modo que podía vender cerveza o explicar a Maquiavelo sólo teóricamente en la universidad, o ir de embajador a Londres y calarse aquel bombín que le sentaba como una calabaza, mientras la flebitis histórica hacía de las suyas. En este mundo todo llega. Hubo un día en que Dios Padre en persona recibió en audiencia a Franco en un saloncito de La Paz y le comunicó el cese. Fraga tuvo una llamada de teléfono en la embajada.

-Que te vengas a España, Manolo.

-¿Para qué?

-Esta finca será del primero que la coja.

-Allá voy.

El resto es bien sabido. Se trata de la escalada de Fraga contra la ley de la gravedad. Jugó a la apertura cuando todo estaba cerrado; se empeñó en echar el candado cuando la mayoría quería abrir; se dejó quemar como ministro de la Gobernación en un tiempo de fuego cruzado en que los listos estaban en casa con los pies junto al brasero esperando a que escampara; ya en democracia abierta se presentó a las elecciones con siete caras de Bélmez, espectros de parafina del régimen pasado; se opuso a que cuajara una idea de centro con embestidas de bisonte herido en una cuestión personal. Y no ha parado hasta que la ha triturado. Después de todo, durante doce años, ha sido muy apasionante ver cómo un líder se hunde, renace, bufa, se agita, pierde imagen en un día, la recobra en un lustro, la vuelve a perder en una hora, toma fuerza, se estremece, ríe a carcajadas, truena como un tirano de Siracusa, se le llena el cráneo de tinieblas, lanza una idea clarividente, baja a los mercados, da la mano en el suburbano, cita a Bodino, cuenta un chiste de monjas, mata un urogallo. Y nunca se agota.

Ahora resulta que la patria no era una matrona de mármol, ni un palo, enjabonado, sino una torre metálica de compañía eléctrica refulgente de sol, con una calavera y dos tibias cruzadas, que indican peligro de muerte a cuantos se le acercan, con cables de alta tensión donde se abrasan los pajaritos y abajo, acotado por un cordón de terciopelo, un espacio sagrado, que sirve de terraza de aperitivo para cien familias ilustres. Finalmente, Fraga lo ha entendido. Cada vez habla menos de España en abstracto y se ciñe mejor a la realidad. Se ha convertido en el representante legítimo de los empresarios. Ha sido una potente escalada por la cuerda de nudos contra la ley de la gravedad y ahora a Fraga se le ve allá arriba en el tablado del mitin en esta plaza de toros, investido de gran líder civil, resoplando invectivas triunfales. En ciertos despachos de caoba gustan mucho sus ideas, pero ellos desearían que fuera menos rudo.

-A este muchacho le sobra sangre.

-Deja que se embale.

-Sí.

-Desde la oposición podrá cornear fácilmente a ese tal González.

-Claro.

-Después, ya se verá qué hacemos con él.

El ruedo ibérico hierve de empresarios desmoralizados y Fraga está creando allí un pesimismo victorioso. De pronto, en un tendido alto, comienzan a gritar unos reventadores. Fraga se engalla. Levanta la cuerna orgullosa. Se quita la chaqueta, se dispone a arrancarse de lejos como un toro con casta y grita a sus guardaespaldas, lo mismo que Belauste en la olimpiada de Amberes:

-A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo. A por ellos.

-Manolo, que te pierdes.

-Es verdad. ¡Qué cabeza la mía!

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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