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Editorial:EL ESTADO DE LA NACIÓN
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La Hacienda

ES SIN duda el rápido crecimiento del déficit del sector público lo que más llama la atención de lo sucedido en la Hacienda española en los últimos años. Y, sin embargo, no puede decirse que haya habido un debate por parte de la clase política sobre la importancia de ese déficit y sus consecuencias, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros países industriales -en la República Federal de Alemania ha llevado a la ruptura de los dos partidos aliados en el Gobierno.La ausencia de debate ha facilitado que, tanto el presidente del Gobierno como el vicepresidente económico, no tuviesen necesidad de asumir una postura clara y precisa ante la opinión sobre este problema. Las lamentaciones del Banco de España por la incidencia del déficit en el control de la cantidad de dinero y, en última instancia, en la evolución de los precios, es así la única protesta oficial digna de tenerse en cuenta sobre una cuestión bien aireada en cambio por la Prensa y por la asociación española de Banca Privada. El ministro de Hacienda ha sido el interlocutor de la opinión pública en la controversia. García Añoveros se ha defendido con acierto, ha discutido las estimaciones del déficit y, como en el caso de 1981, demostrado que para el conjunto de las administraciones públicas, los diversos cálculos que aproximaban a 900.000 millones de pesetas sus necesidades de financiación, debían rebajarse a 618.000 millones. 0 sea, que en lugar de discutirse el crecimiento del déficit y su incidencia en la economía, todo ha quedado reducido a un problema de exactitud en las cifras. Hacienda, naturalmente, se reservaba la ventaja de retrasar pagos o contabilizar como ingresos obligaciones todavía pendientes de cobro y adornar, así, a su gusto, el escaparate. Lo sorprendente es que el Parlamento no se ha preguntado nunca hacia dónde íbamos y cuáles eran los resultados globales de la reforma fiscal. La complacencia con el déficit quizá sea la explicación.

El impuesto de la Renta sobre las Personas Físicas, con la entrada en vigor de la ley de 8 de septiembre de 1978, se ha traducido en un incremento en el número de declaraciones desde 2,8 a 6,2 millones, y de ingresos desde 300.000 millones a 773.000 millones entre 1979 y 198 1. También el incremento de los ingresos que gravan la producción y la importación ha sido sustancial, de modo que la presión fiscal ha crecido de manera continua. En 1979 la recaudación por impuestos y cotizaciones sociales representaba el 28,8% del valor total de la producción de bienes y servicios y en 1981 se elevaba al 3 1 % del PIB. Esta mayor recaudación se ha visto incomprensiblemente pagada con una mayor oscuridad por parte de la Administración. Las listas de declarantes han desaparecido del Ministerio -cuando eran un magnífico ejemplo de la falta de cumplimiento social de un sector de la clase dirigente- y las prometidas listas de defraudadores no han sido publicadas. Mientras tanto, por desidia del fiscal, o por lo que sea, la realidad es que si nos atenemos a los hechos hay que suponer que en este país no ha habido un solo ciudadano que merezca la cárcel por su defraudación a Hacienda, cosa harto difícil de admitir. La desfiguración del empeño ético -y político de la reforma fiscal en un mero instrumento de recaudar más es algo lamentable y fruto de las presiones de la derecha económica sobre la UCD. El pago que esa derecha económica ha hecho al partido del Gobierno por sus favores ha sido un apoyo descarado al partido de Fraga en los próximos comicios.

Por otra parte, el aumento de la presión fiscal no ha sido capaz de satisfacer el incremento de los gastos de las administraciones públicas. Desde 1979 a 1981 estos gastos han pasado de 4.030.000 millones a 5.930.000 millones, es decir, han crecido unos 1.900.000 millones en sólo tres años. El porcentaje de los gastos públicos respecto al PIB fue del 30,6 en 1979 y del 34,6 en 1981. Tanto los gastos corrientes de funcionamiento (remuneración del personal, compra de bienes y servicios) como las transferencias corrientes y de capital (incluidas las pensiones para los damnificados de la guerra civil, traspasos a la Seguridad Social para pensiones y desempleo, subvenciones a las empresas, etc.) han crecido también más de prisa que el valor total de la producción. Los gastos militares, por su parte, han marchado igualmente más de prisa que la renta nacional y las perspectivas que deparan las anunciadas compras de aviones y armamento sugieren que la velocidad de estos gastos se mantendrá muy viva, salvo que cambie la política del Gobierno después de las elecciones.

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El primer resultado de esta política parece una mayor igualdad de las rentas, en especial a favor de las clases más desprotegidas, pero una apreciación más pausada nos mostrará que el proceso de distribución no se ha orientado con tanta claridad hacia los que tienen menores ingresos. Por lo pronto, la remuneración global de toda la Administración pública ha crecido más que el resto de la renta nacional. En 1979 representaba el 8,7% y en 1981 el 9,5% del PIB.

La recalificación de puestos de trabajo en la Administración para muchas personas que entraron sin efectuar oposiciones les ha deparado alzas retributivas en algunos casos incluso escandalosas. En última instancia, los mayores gastos corrientes y los menores gastos de inversión han repercutido sobre la actividad y el paro, que ha golpeado de forma directa a quienes no tienen acceso legal a los subsidios.

El próximo Gobierno se encuentra con una pesada servidumbre: el estado de las cuentas de la Administración central y el cómo mejorarlas. El reto es doble. Por un lado, la reforma fiscal debe proseguir de modo que permita financiar el funcionamiento de la maquinaria del sector público, todo el proceso de transferencias y prestaciones sociales y, sin embargo, liberar fondos para inversiones en infraestructura y actividades productivas del sector público. También la orientación de los impuestos debe variar para intentar estimular el ahorro y la inversión de capitales con riesgo, mientras que, al mismo tiempo, se desestimula el consumo. Pero, sobre todo, el gasto público debe racionalizarse y dotársele de una mayor eficacia.

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