La última visita
Lo de la pistola de nácar o sus piernas o muslos así o asá, o de esto o lo otro, fobias y filias, pura anécdota, peleas suyas, de ellos, de los surrealistas cada día, me importa ahora únicamente lo que cuenta Buñuel que Dalí le había dicho a propósito de Ella: "acaba de llegar una mujer magnífica". Cuenta Buñuel que, a partir de aquella llegada a Cadaqués de los Eluard (Paul, Gala y la pequeña Cecile), para Dalí no hubo más que Ella: vivía por y para Ella.
Dalí me enseñaba hace escasamente dos meses y unos días sus últimas telas, sus prodigiosos comentarios sobre Velázquez, cuando inesperadamente llegó Ella al estudio. Lo hizo tan silenciosamente que no pudo advertirlo. El ocupaba una de las dos butacas enfundadas de blanco, la situada frente al caballete, y yo ocupaba la otra, la de Ella. Al notar un extraño brillo en sus ojos fijos sin duda en los de Ella, me levanté como un resorte; él lo había hecho segundos antes que yo. Estaba allí junto a una enfermera; me dio la sensación de que había aparecido milagrosamente transportada. Nos saludamos. Se sentaron. Ella posó su mano izquierda sobre la pierna de él, que, ahora más sereno, frío, muy distante y, mucho más seguro y despaciosamente, continuó hablándome en francés. Hasta ese momento lo había hecho en castellano. Me habló especialmente del cuadro que había sobre el caballete, La piedad, y de su contínua resurrección de la mano de Gala, que le miraba serena y tristemente. Me contó también que aún le faltaban muchos años para poder usar, debidamente mezclados, ciertos pigmentos que por intercesión de Gala le habían hecho entrega y que procedían de un maestro alquimista italiano del Renacimiento. Los guardaba en una alacena allí, en su estudio de Port-Lligat, en la que posiblemente habrá muchos más secretos y fórmulas de esa inmortalidad que ambos tanto deseaban. Sin duda Dalí, ahora que Gala va a querer esperarle paciente y largamente, podrá continuar mostrándonos la hondura de su discurso: quizá el más imaginativo, lúcido y genial de la pintura del siglo XX.
Una semana más tarde rodamos en su estudio. Fue como si él, al llevarnos en imágenes sus últimos trabajos, se hubiera sentido traicionado. No quería ni verme. Odiaba lo que pensaba podría ser cualquier tipo de publicidad, en estos momentos quería ser él mismo más que nunca. Pero permitió que filmásemos todo, entendió que se trataba de un trabajo, del trabajo de otro. Y accedió a verme. En el dormitorio, después de subir algunos escalones, llegué junto a dos majestuosas camas. El color rojo invadía la escena. Gala y Dalí sentados pequeñas y cómodas butacas cogidos de la mano querían saber de lo que estaba haciendo. Dalí aceptó el título Enigma Dalí, y Gala asentía. Me recomendó secuencias, cuadros y pasajes exactos de algunos de sus textos, especialmente del Saint Sebastien, dedicado a García Lorca. Me dijo cómo debería ser su primera aparición en el filme, y Ella, haciendo un esfuerzo enorme -yo estaba de pie- levantó la cabeza, le miró fijamente y me dijo muy segura: "Debe ser así". Era impresionante el magnetismo de sus ojos, pero lo era mucho más si cabe el poder de su voz y lo extraño y misterioso de su fuerza, a pesar de la debilidad y decaimiento de su tono.
Esta será la última vez que recuerde el titánico esfuerzo de un rostro por escaparse de un cuerpo encorvado y maltrecho por los años, por intentar seguir siendo rostro de mujer visible, por seguir siendo espejo y fiel de quien está a tu lado y cree en ti. Gala para mí era sólo una imagen, que es lo único que queda en el recuerdo.
Luis Revenga es director de cine y prepara una película sobre Salvador Dalí.
Babelia
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