Un reloj en la selva
Los cangrejos azules existen. Los había, por docenas, en una playa solitaria del Caribe colombiano. No se trataba de una invasión como la que relata García Márquez en uno de sus cuentos, pero eran una constatación, la prueba de que no sólo los cangrejos son parduzcos, es que también los hay de un azul brillante, cuadraditos e igual de incordiantes, para unos pies descalzos que caminan por las playas de arena más blanca y suave de cuantas he podido visitar.Para muchos colombianos, García Márquez tiene el mérito de haberse convertido en un escritor de fama internacional. Otra cosa son las historias sobre las que escribe. Les gusta la forma de presentarlas, pero son muy pocos los que se extrañan al leer lo que cuenta. Los colombianos son tan imaginativos como él y su población vive repetidamente historias que aquí pueden parecer irreales, pero que allí forman parte de la vida cotidiana.
El autor de Cien años de soledad jamás ha negado que sus relatos se nutren de una realidad vivida, si no por él, sí por sus antepasados o por personas que cuentan, sin más, aspectos de su vida con toda naturalidad y que luego García Márquez sabe darles ese dramatismo tan personal. Crónica de una muerte anunciada es la recopilación de un suceso que ocurrió y del que todavía viven algunos de sus protagonistas. La abuela desalma da de la Cándida Eréndida podrían serlo muchas mujeres de pequeños pueblos del país, y ¿quién puede asegurar que alguna vez no apare ció en alguna playa del Caribe el Ahogado más bello del mundo?
En una tierra donde rezuman las epidemias nada puede ser ajeno al comportamiento de sus habitantes. En Turbo, ciudad selvática a orillas del río Atrato, la espesa humedad de un clima tórrido hace que, a Io largo de los muelles que recorren la ciudad, las enormes ratas de agua formen parte de la vida cotidiana. No es extraño que cualquier día se hagan dueñas de Turbo ante la indiferencia de sus habitantes, que se han resignado a saber que son más poderosas que ellos. Para un europeo, lo más que le puede sugerir, a la vez que el espanto y el horror, es La peste, de Albert Camus; García Márquez convertiría esta ciudad bananera, de palafitos y mugre, en un relato bellísimo de sugerentes historias reales.
Porque el novelista no buscó el capricho literario para titular sus obras. Todas responden a algo vivido, a algo conocido. En Aracataca, pequeña población donde nacieron García Márquez y su Macondo, viven algunos de sus protagonistas. Allí está el viejo luchador sindical, testigo de la matanza en las bananeras, que todavía espera -treinta años después del hecho- que alguien le escriba reconociendo su antigüedad laboral, como aquel Coronel que no tiene quien le escriba. O el artesano de Mompox, una isla del río Magdalena, que, como el Aureliano Buendía de Cien años de soledad, sigue realizando pececitos de oro aunque no los vuelva a fundir, para perder la noción del tiempo, un tiempo que para muchos colombianos depende del arrojo de sus enemigos. Allí, como en muchos países de Latinoamérica, la vida no vale nada y menos aún para los pobres y los indígenas. No es fatalismo, sino convicción de que sólo la suerte les permite seguir viviendo. Y esa suerte la convierten en un rito, en una magia que sólo ellos conocen, aunque nunca la intenten explicar.
Y en las orillas del río Caquetá en la región amazónica colombiana, el único médico del que disponían los indígenas, encontró un negocio mucho más lucrativo que el curar: vendía enormes relojes a todos los jefes de tribus que, a los dos días, ya estaban estropeados. Les había convencido de que era un signo de importancia, un status al que sólo unos pocos pueden llegar, porque, naturalmente, un reloj en la selva es el artilugio más inútil de la tierra.
Babelia
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