Los cornalones e inválidos toros, llegados de Marte
Plaza de Valencia. Veinte de marzo. Séptimo festejo fallero.Toros del Conde la Corte, con trapío, serios, variados de capa, cornalones y astifinos, pero también inválidos.
José Fuentes: pinchazo y estocada trasera (vuelta). Estocada trasera (palmas). Dámaso González: pinchazo y media (ovación y salida al tercio). Bajonazo (palmas). Tomás Campuzano: dos pinchazos, bajonazo y aviso (ovación y salida al tercio). Pinchazo y bajonazo (silencio). El público arrojó almohadillas al acabar el festejo.
Con que los toros son astigordos ¿eh, señores ganaderos?. Quizá tienen razón y los toros condesos venían de Marte. Las astifinas cornamentas de los Domecq del viernes eran toscas garrotas al lado de las agujas que lucían el sábado los ejemplares del Conde de la Corte. Habría sido una maravilla, de no acompañarles esta otra cruda realidad: estaban inválidos.
Malísimos estaban los hermosos, bellos, cornalones toros condesos. El veterinario de cabecera les habría recetado sopitas, buen vino y mucha cama. ¡Y nada de torear!, habría añadido, enérgico y sentencioso. Sin embargo, la encastada familia extremeña del histórico hierro quiso venir a Valencia, más que nada por no perderse la nit del foc y aquí murió, vilmente para su mayor desgracia, porque, aparte los astifinos cuernos -que ya le vienen de generaciones- no aportó ninguna gloria el apellido.
Además de caerse como si estuviera borracha, la corrida iba a menos y casi todos los animales buscaban el refugio de las tablas. Los hubo, sin embargo, que se dejaban torear, tales los primeros de Dámaso González y Tomás Campuzano, y uno desarrolló inagotable nobleza que, según era de es perar, le correspondió a José Fuentes, el torero de las oportunidades.
También según era de esperar, José Fuentes dejó escapar esta nueva oportunidad. Lo tenía fácil: el público a su favor, el toro partidario, el viento en el chiquero, el sol bendiciendo la fiesta y toda la crítica aquí, para contarlo. No es suficiente aún, sin embargo, para José Fuentes, pues necesitaría cambiar su personalidad y su sentido del toreo; es decir, volver a nacer. A un toro noble como aquel no se le puede hacer una faena tan fría, tan desligada, echando por delante el pico del engaño, si lo que se busca es algo distinto al fracaso.
Fuentes escuchó palmas en este toro, primero de la tarde, pero fracasó de plano. Como fracasó en el otro, al que intentó torear en los medios, sin acoplarse nunca, luego lo dejó ir a la querencia, y fue incapaz de sacarlo para cuadrar. La vuelta al ruedo entera, al hilo de las tablas, dio el toro, sin que Fuentes consiguiera fijarlo.
Le redime, en cambio, su determinación de llevar en la cuadrilla a Paco Honrubia, que nos deleitó con tres pares de banderillas extraordinarios. Honrubia fijaba a los toros reposadamente, los palos en una mano; se iba a ellos despacio y de frente; reunía con limpieza en la cara y salía de la suerte al paso, mirando de abajo arriba a la res. Las ovaciones que le dedicó el público fueron encendidas y todos comparábamos esa torerísima fórmula de torear con la de los matadores-banderilleros que están de moda (Paquirri y El Soro, sin ir más lejos), los cuales clavan a toro pasado y salen galopando desesperadamente hacia la boca del burladero más cercano.
Tan en la cumbre como Honrubia estuvo Tomás Campuzano en algunos momentos de su faena al tercero de la tarde. Una faena de acabada técnica, cuando impidió que el manso condeso se le fuera a la querencia de tablas y en el platillo lo metió en el engaño para dos espléndidas series de redondos, más otras dos de naturales con todos los aditamentos de emoción, hondura y belleza que admite la suerte. La muleta en la izquierda, presentada plana y adelante; el temple, el mando. Giraba el toro en torno del diestro, embebido en la franela, y cuando quería escapar, ya estaba la tela escarlata, otra vez ante sus ojos para obligarle a embestir de nuevo.
Se nos hace un torero importante este Campuzano que en sus principios parecía pelotari. Pudo conseguir un triunfo señalado y cuajar la mejor faena de la feria, pero le faltó confianza en si mismo para adornarse después de aquellos naturales y entrar a matar. Por creer que aún no tenía al público en el bolsillo -como se dice en la jerga- siguió pegando pases sin sentido, hasta aburrirnos. Al sexto no le pudo hacer faena de ningún tipo: era inválido total.
Dámaso González se pasó por la faja los astifinos pitones del segundo y pues se resobó con el animal, le obligaba a humillar y casi le agredía con su insultante impavidez, lo convirtió en manso corderillo, hasta permitirse la osadía de arrojar lejos los trastos, arrodillarse y acariciarle el testuz. El quinto, un toro de cartel, cuajado, veleto e impresionantemente astifino, era otro desfallecido animal. Le porfió de cerca Dámaso González y no pudo haber más.
"¡No se afeitan nunca los toros!", protestan acaloradamente los ganaderos. "¡Lo que pasa es", añaden, descubriendo el Mediterráneo, "que se golpean con las piedras y se vuelven astigordos!". ¡Ja, ja, jal.
Babelia
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