Las milicias populares, con elevados sueldos, apoyan a los ejércitos soviético y afgano
"La defensa de la revolución se inicia desde sus hombres más jóvenes", nos dice Gheyasi, secretario general de la ODJA. Los 62.000 jóvenes que, a partir de los catorce años, están afiliados en todo el país, forman parte de este pueblo armado que desde hace dos años lucha a tiro limpio. "Luchamos por un completo sistema de educación, por defender la universidad, por mantener y aumentar las escuelas". Y añade el líder juvenil: Estamos contra el imperialismo, por la paz y el desarme completo del mundo entero".Curiosa forma de desarme. También los sindicatos, según confiesa el vicepresidente nacional de los mismos, Cargar Ghani, utilizan a sus 160.000 miembros para tareas de defensa y protección de las fábricas y los puestos de trabajo. "Nuestras tareas principales consisten en eliminar el analfabetismo de las fábricas, aumentar la producción, aunque lo primero es la seguridad, y de esa se encargan, con las armas, nuestros miembros sindicales que defienden, aún a riesgo de la suya, la vida de sus compañeros".
Pero la contrarrevolución, que se ha consolidado en los dos últimos años, obliga al poder afgano a elevar el número de sus hombres armados. No es suficiente la masiva ayuda ajena del Ejército soviético, ni la propia del Ejército regular, ni que estén armados los miembros del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA), ni les bastan los jóvenes o los miembros del sindicato; el banderín de enganche se ha abierto ahora para las milicias civiles. Desde hace medio año, el número de voluntarios ha aumentado en más de un 50%.
En todas las ciudades, en las aldeas, acogerán la petición de los hombres de cualquier edad que se muestren decididos a defender la revolución. Reciben una metralleta y municiones abundantes por el trabajo de medía jornada, junto con un salario mensual de 3.000 afganis, que equivale a unas 6.000 pesetas, sueldo que sólo lo cobran los altos funcionarios de los ministerios; el salario medio no pasa de 1.500 afganis.
Estos milicianos defienden carreteras y lugares de trabajo próximos a su población. Junto a los tanques y vehículos militares, es imagen habitual un camión con una docena de voluntarios que se desplaza allá donde haga falta. Son la imagen más clara de un Afganistán oficial armado, frente al otro Afganistán real, de campesinos analfabetos, enraizados en sus tradiciones religiosas, que no han seguido el camino del exilio y aceptan, temerosos, las sospechas de sus hermanos de raza.
El Gobierno de Babrak Karmal ha iniciado el año con gestos de buena voluntad orientados en tres direcciones, en un intento meditado de lograr, en primer lugar, eliminar los enemigos interiores, ya que los del otro lado de la frontera constituyen un problema que necesita otro tipo de soluciones, principalmente diplomáticas, con los Gobiernos de Irán y Pakistán principalmente.
Amnistías y regresos
Para crear el clima pacífico comenzó por abrir las cárceles, donde el número de presos civiles había aumentado considerablemente en los últimos meses. Una petición de EL PAÍS para visitar la prisión kabuleña de Puli Charki no fue aceptada por las autoridades centrales, que en otras ocasiones sí dieron facilidades a periodistas occidentales para que la recorriesen. El aniversario del nacimiento del profeta Mahoma fue señalado con la puesta en libertad de un millar de prisioneros; de ellos, 250 fueron liberados en Puli Charki.
Por otra parte, la propaganda llevada a efecto por activistas de Karmal en Pakistán ha concluido con el retorno de cientos de familias que vivían exiliadas, en condiciones más míseras de las que sufrían en su país, en campos paquistaníes. Con confianza e ilusión por retornar a sus tierras, ha regresado medio millar de familias a Jormach, en la provincia de Badjis; doscientas de Nangarjar, Junar y Lajman, y otro centenar de Bander, Achin y Dorbabai, que abandonaron hace dos años su lugar de nacimiento influenciados por la propaganda contrarrevolucionaria. El Gobierno les ha prometido seguridad personal y un aumento de las tierras que poseían: La gente está cansada del terror y desea poder cultivar pacíficamente sus tierras.
Por último, la gran tarea de confianza que los asesores soviéticos han apuntado al poder político de Kabul consiste en apoyar este poder en el que ejercen en todo el país los líderes religipsos. En esta tercera dirección, la ayuda es máxima. No se evitan los encuentros entre Karmal y los más destacados mullahs, publicados casi a diario en los medios de información como una muestra de unión.
Recientemente, se ha iniciado una campaña para renovar los sistemas de calefacción de las mezquitas y abastecer de combustible, prácticamente gratuito, a todas ellas. Asimismo, se destinan varios millones para reparar y reconstruir cuarenta mezquitas en la problemática región de Kandahar y en adecentar la famosa mezquita de Chajcharan, capital de Ghor.
Sitio militar a las capitales
Pero estas medidas y otras muchas de tipo económico que se otorgan con largueza no pueden ocultar el problema real de la lucha armada. En las capitales de las veintinueve provincias afganas, la imagen de los tanques y de los afiliados a distintas organizaciones armadas es aceptada con resignación por los hombres del turbante, que representan a un Afganistán que sufrió a los ingleses y ahora detesta a los soviéticos y los sovietizados.
La capital del país, Kabul, ha cambiado su fisonomía en los dos últimos años. Los comercios, donde se podía comprar cualquier artículo occidental, están de continuo saldo, y productos con sello soviético se exponen en tiendas predispuestas a aceptar la nueva situación. Los escaparates de las principales calles, donde se ofrecían antigüedades, originales alfombras, trajes con bordados típicos y el característico lápislázuli en anillos y pulseras, están cubiertos de polvo. La mayor parte de los comerciantes echaron antes el cierre y se fueron, y los que quedan no tienen humor para salir a la calle a ofrecer y regatear su mercancía.
El toque de queda, de diez de la noche a cuatro de la madrugada, que se mantiene desde febrero de 1979, cuando fue muerto el embajador norteamericano, se estrecha aún más ante el temor de la población. A las seis de la tarde, las calles están vacías. La numerosa población soviética, no sólo militares, sino también civiles, se parapeta tras los edificios construidos al estilo de casas prefabricadas de la URSS, y no aparece por la ciudad. Y cuando lo hace por las mañanas, para las compras, sabe que está siempre bajo la vigilante escolta de jeeps militares.
Los mercados de frutas ya no ofrecen sus apetitosas naranjas y manzanas. Sólo en la región del Este, donde se produjeron elpasado año 6.000 toneladas de cítricos, se exportaron a la URSS 5.100. Y de 2.500 toneladas de aceite de oliva, 2.100 llegaron a la aduana moscovita. Es el pequeño precio que se paga a la visita de los tanques, aviones y helicópteros made in URSS.
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