Homenaje del Museo del Prado a Eugenio d'Ors en el centenario de su nacimiento
Concierto de la música barroca preferida por el filósofo
El Museo del Prado ofreció anteayer un homenaje al escritor español Eugenio d'Ors, con motivo del centenario de su nacimiento, durante un acto en el que Federico Sopeña, director de la pinacoteca nacional, evocó sus recuerdos personales con el filósofo y el pensador Juan Luna, conservador-jefe de la pintura francesa, inglesa y alemana del Prado, habló del libro Tres horas en el Museo del Prado, escrito por D'Ors; Alvaro Marías e Inés Fernández Arias cerraron el homenaje con la interpretación de piezas musicales del siglo XVIII, entre ellas algunas de las composiciones predilectas de D'Ors, como El ruiseñor enamorado, de Couperin.
La llegada de Federico Sopeña a la dirección de nuestra pinacoteca nacional ha supuesto, inmediatamente, la incorporación de lo musical. En gracia a la conmemoración centenaria del nacimiento de Eugenio d'Ors, y a su fidelidad afectiva e intelectual por el Prado, Sopeña ha inaugurado ese género de conferencias y conciertos con una charla propia, síntesis y resumen de cuanto sabe y quiere de D'Ors. Cuando Sopeña tenía veintidós años conoció a D'Ors, a través del hijo del escritor, compañero suyo de estudios.Tras el prólogo de Sopeña en torno a una serie de recuerdos personales sobre el célebre libro dorsiano Tres horas en el museo del Prado, escrito en 1922, el conservador del Prado, Juan José Luna, espigó un largo y significativo conjunto de lienzos reproducidos por el sistema de diapositivas, que venían a ilustrar los textos de Eugenio d'Ors, y sus interpretaciones sobre numerosas obras del museo.
Al final, la música, el barroco francés que tanto quiso Eugenio d'Ors, aunque no sé si conociera demasiado concretamente la música de los Philidor (sobre todo de Arine Danican) o de Jaeques Martin Hotteterre, extraordinario creador, tantas veces exiliado en su tratadismo. Sí sabía el pensador catalán mucho de los Couperin y, más que de ninguno, de François, llamado El Grande.
En las glosas, el nombre de Couperin aparece una y otra vez unido al de Landowska y su residencia de Saint-Leu-la-Foret, «donde el genio es el de la música antigua, y el santuario un templete harto modesto, y el sacerdote una sacerdotisa de nombre Wanda».
En Saint-Leu-la-Foret, «aquel pueblecillo cercano a París que, por una cara, se abre al arrabal suburbano; y por otra a la noble selva solitaria», Wanda Landowska hizo principio -gustosamente aceptado por D'Ors- de una frase escrita por el coreógrafo Marcel: «No se sabe todo lo que hay en un minueto». Esto es la profundidad y complejidad escondida bajo la aparente sencillez y la ligereza de un aire cortesano transmutado por un gran compositor.
Como en los aires de danza, sucede con apuntes descriptivos de tan sutil belleza como El ruiseñor enamorado, principio, casi, de una larga teoría de ruiseñores musicales que, pasando por la Pastoral, llegarán al mismo Stravinsky. Alvaro Marías, capaz de apoyar su conocimiento virtuosista de la flauta dulce en sus hondos conocimientos humanísticos, hace realidad generalizando el principio de Marcel.
Desde muy distintos saberes, Marías cerca, hasta apresarla, una pieza difícil: el secreto del estilo hecho luego normalidad a lo largo de las diversas obras. Contó para su precioso concierto con la excelente colaboración de Inés Fernández Arias, clavecinista de raras cualidades.
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