Breznev en Bonn
LA IDEA de que Helmut Schmidt sirva de intermediario entre Leónidas Breznev -a quien recibe hoy en Bonny Ronald Reagan, entre dos pacifismos, o entre dos, arsenales, es demasiado feliz, al mismo tiempo que demasiado simple.Dicen, los que se llaman círculos diplomáticos o bien informados, en los acreditados tópicos- de esta profesión, que una de las misiones de Schmidt es la de explicar a Breznev la política de Washington: a condición de que la sepa. Otros círculos similares aseguran que Breznev, por su parte, se encuentra sometido a una presión considerable de ideólogos, de militares, de economistas y de diplomáticos que están mucho menos de acuerdo entre sí y con la idea general de la política soviética de lo que suponen las sesiones rituales del Soviet Supremo.
El propio Schmidt no está demasiado seguro de sí mismo, aunque se enfrenta con esta visita en condiciones un poco mejores que las de hace unos días. Su partido le ha liberado del debate previsto para abril, en el que debía plantearse directamente la cuestión de si Alemania Occidental iba o no a albergar misiles de medio alcance en su territorio, y que le ponía al borde de la dimisión: los socialdemócratas, entre los cuales aumenta el pacifismo, mientras su jefe se mantiene firme en la decisión de aceptar los vectores nucleares, prefieren esperar algún resultado de las ofertas de Reagan, de las conversaciones de Ginebra y de las negociaciones bilaterales Estados Unidos-URSS. La prisa se les ha enfriado y dejan la cuestión del debate sobre los misiles para el otoño de 1983.
Schmidt puede, sin embargo, ser algo más que un intermediario entre este cruce de poderes: un contable para verificar si las cifras de armas que da Breznev y las que da Reagan pueden hacerse compatibles. Es fácil de imaginar que Schmidt tiene, sobre todo, presente las necesidades de su país, y que su país está implicado en Europa. Alemania demuestra claramente que quiere la paz, pero con seguridad; y esa seguridad no puede existir si no la tienen también sus compañeros de Occidente. Las conjeturas que se hacen de la posible presentación del tema general que haga a Breznev son que va a asegurarle que el pacifismo de Europa se puede detener en el punto en que Europa se sienta seriamente amenazada; que Reagan no es un belicista a toda costa, pero a condición de que se respeten los que se consideran intereses vitales de Estados Unidos; y que unas negociaciones de paz -no sólo de desarme- son deseables, y pueden ser eficaces incluso, a partir de una reanimación de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa. Tiene que presentárselo de forma que Breznev pueda volver al Kremlin con algo que ofrecer a los desesperados de la ideología y del Ejército, que temen que de las concesiones salgan factores que determinen el hundimiento de las actuales posiciones soviéticas; y tiene que ir a Washington a explicárselo a Reagan. Pero tiene, sobre todo, y esa es su principal oportunidad, que explicarle a su país y a Europa en general que la guerra se aleja, que las tensiones disminuyen y que pueden bajar las razones de alarma, que hoy son grandes. Lo que quiere oír Europa es que el viejo continente -el continente envejecido- tiene una autonomía para su propia paz.
No va a ser fácil, ante este Breznev que tiene que velar por su propia retaguardia, a los países de su Pacto de Varsovia, donde medra el independentismo; al pacifismo europeo, ante el que quiere seguir pareciendo un cordero con piel de cordero; a Reagan, ante el que tiene que estar arrogante y desafiante. Sus discursos, sus mensajes y el tono del comunicado final de la entrevista tienen que recoger todas estas contradicciones y, al mismo tiempo, aparecer claros y rotundos. Para un espectador sería un bello espectáculo político. Pero ya nadie puede ser espectador.
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