Nada ha cambiado y, sin embargo, todo es diferente
Hace algún tiempo, cuando recogíamos una de las fórmulas favoritas de los editoriales del diario EL PAIS, la universidad era el alma crítica y el revulsivo de la sociedad española; toda referencia a la universidad incluía y consideraba la existencia del colectivo estudiantil. El paso de los años y la transición han llevado a que en la actualidad, cuando se habla de la universidad, y las tribunas de EL PAIS son un buen ejemplo de ello (véase el material aparecido el 6 de septiembre en «temas para debate»), sólo se hace referencia a los estudiantes para señalar, o su excesivo número, o la baja calidad de su formación. La responsabilidad de los estudiantes en la formación que reciben es, ya en la actualidad, escasa, y si la LAU, tal como está proyectada, sigue adelante, será aún menor. Dicho de otro modo, o bien los estudiantes son totalmente irresponsables en lo concerniente a la formación que reciben, o bien absolutamente responsables, va que si alguien pretende formase en esta universidad, ha de hacerlo recurriendo al expediente del autodidactismo. Las carencias, las debilidades y las insuficiencias de nuestra universidad, así como el amiguismo, el clientelismo y la corrupción que en ella reinan, no son consecuencia ni de la masificación ni de la desidia de los estudiantes, sino más bien de los responsables de la universidad, que, y esto no nos lo pueden negar ni siquiera recurriendo al argumento de la situación heredada, son los mismos que ahora están diseñando y pactando su reforma.Existe, en la argumentación de los reformadores, una confusión entre el acto (la reforma) y el instrumento (la ley) que no deja de sorprendernos. Así, nos enconttamos, con que, uno de los argumentos con los que se pretende demostrar la bondad de la ley es el de la ausencia de normativa, el del pretendido vacío jurídco en el que se mueve nuestra universidad. Y no es que neguemos la necesidad de una ley, ni lo contrario, sino más bien lo que ocurre es que afirmamos que una norma jurídica ha de justificarse por su contenido. Una vez sentado este extremo, es necesario que rindamos homenaje a la honestidad del profesor Angel Viñas, quien, en lugar de utilizar el eufemismo «adecuación de la universidad a las necesidades sociales», como ocurre con el texto de la ley, tira la careta y habla de la adecuación de la universidad a las necesidades del aparato productivo. Lo que se pretende, por tanto, no es conseguir que la universidad se convierta en un elemento pujante dentro del sistema social, crítico para con él y productor, en conjunción con el resto de la sociedad, de cultura, sino de transformarlo en un epígono eficaz del aparato productivo. Se nos dice que el aparato productivo está en crisis, y, si seguimos el razonamiento de nuestros ágiles reforinadores, el objetivo consiste en adaptar la universidad a esta crisis. La solución de la misma llevaría, desde la perspectiva de nuestros reformadores, a un necesario recorte del gasto público. La filosofía neoliberal, monetarista y friedmanita que subyace a este planteamiento no reconoce, ni siquiera entra en la consideración, que el gasto público en nuestro país está cuantitativa y cualitativamente muy por debajo del que se practica en las democracias occidentales con las que nos quieren homologar. El porcentaje del PNB que en Espafla se dedica a educación, cultura e investigación sería la envidia de cualquier república bananera, pero queda muy lejos del equivalente alemán, francés, italiano e incluso del de muchos países con menor nivel de desarrollo y presencia internacional que el nuestro. Incluso el déficit del sector público español no es comparable en términos porcentuales con el de estos mismos países, por no hablar de la presión fiscal española, que dista mucho de ser agobiante. Por lo demás, nos preguntamos si estos recortes presupuestarios que se nos proponen como argumento para justificar la necesidad de la financiación privada, y la necesidad de las universidades privadas, no son aplicables a otros capítulos del gasto público, como por ejemplo los gastos militares o los que se derivarían de una nada hipotética y también nada barata entrada en la OTAN. Lo que aquí se discute es un orden de prioridades;. para nuestros reformadores, la universidad ha de adaptarse a la crisis del aparato productivo, y la crisis ha de adaptarse a las necesidades de nuestra indispensable modernización militar, y quizá también al derroche a que da lugar una nefasta gestión de los fondos públicos.
Financiación pública
Por otro lado, el presidente de la Fundación Universidad-Empresa, más preocupado por la libertad de cátedra que por la buena marcha del ciclo de negocios, sostiene la curiosa tesis de que la financiación pública supone un control político sobre la universidad que no se da en la financiación con fondos privados. O sea, que el dinero de todos los ciudadanos, en teoría controlado por el Parlamento (a través de la discusión y aprobación de los Presupuestos Generales del Estado), tiene una influencia que no tiene un dinero privado que no se somete a ningún control, y que además proviene de un solo estrato social.La adecuación de la universidad a las necesidades del aparato. productivo supondría, además de lo dicho anteriormente, la erradicación de filólogos, filósofos, historiadores y estudiosos de otras disciplinas con las que el aparato productivo y los dineros privados (a menos que volvamos a la época del mecenazgo) guardan no sólo escasa relación, sino que además sienten hacia ellas una prevención cierta. Otras disciplinas serían, sin embargo, más recuperables, por el simple expediente de añadirles una coletilla, y lo que esta coletilla conlleva para sus contenidos. Así, por ejemplo, la economía podría reciclarse muy fácilmente en economía de la empresa; la psicología, en psicología de la empresa, y la medicina, en medicina de la empresa, o mejor dicho, en empresa de la medicina. Las mutilaciones que en este proceso sufrirían unas disciplinas que en nuestro país padecen ya de por si un acoso innegable serían irreparables.
Siguiendo por este camino parece que la crisis impone no sólo la destrucción de toda autonomía en la producción de conocimiento, sino también en su difusión. En efecto, el peregrino argumento de la masificación parece insinuar que nuestro país tiene un exceso de individuos que pretenden acceder al conocimiento y a la cultura. Resulta lamentable tener que leer y oír estas cosas; las legítimas aspiraciones culturales y el derecho a la educación de todo individuo adquiere en el debate actual la forma de delito contra el bien común, de atentado contra el aparato productivo. Hemos de reconocer que, en efecto, estas legítimas aspiraciones culturales de los españoles suponen un atentado contra el consumo de televisores y de cañones importados (que precisan asistencia y supervisión técnica extranjera), pero en modo alguno contra el consumo de libros, periódicos, y otras manifestaciones culturales. Para limitar esta difusión del conocimiento y de la cultura no cabe otro recurso que la selectividad. Y aquí los reformadores no se andan con miramientos, todos los modos y argucias que conduzcan a la eliminación de estudiantes son lícitos, valen desde los aberrantes numerus clausus a la selectividad económica. O sea, que si un españolito con una preparación intelectual que debiera ser suficiente en todos los casos, si los niveles de enseñanza previos a la universidad funcionaran correctamente, resulta no encontrarse, en el momento en que pretende entrar en la universidad, entre los dos filólogos, o los tres filósofos que necesita el aparato productivo y además resulta que no disponen de los n>edios para pagar unas tasas académicas que crecen vertiginosamente, la única alternativa que le queda es, en lugar de pasar por la ventanilla de matriculación de una facultad, la de pasar por la ventanilla de inscripción de las oficinas de empleo.
Hasta aquí hemos hablado de lo que va a cambiar en la universidad con la aprobación de la LAU. Sin embargo, antes de concluir, queremos decir algunas palabras sobre una de las cosas que va a permanecer inamovible: la estructura de poder. El articulado que afecta a este extremo es contundente, los claustros quedarán en las manos de los mismos de siempre, con unos porcentajes de participación por parte de los funcionarios- profesores que van incluso más allá de la realidad existente en muchas facultades que tienen claustros, aquí y ahora, paritarios; el Ministerio tiene el poder, por si acaso, de suspender las decisiones de los claustros que se salgan de madre (tanto en materia de estatutos como de cualquier otra), y, en su caso, el claustro y los catedráticos, el de contratar profesores asociados a su «relevante capacidad profesional» (esto debe ser la panacea del clientelismo). Citamos siempre el último informe de la comisión, ya que no tenemos acceso al texto producto de los pactos.
En fin, los estudiantes, que luchamos por una universidad pública, laica y gratuita, y tendremos una universidad privatizada influida por quien el dios dinero quiera, no podemos más que seguir diciendo que no a esta ley. Eso sí, el olvido del carácter público de la universidad no es más que una errata (Peces-Barba dixit), por lo visto tan fértil como las cometidas por el método de Ogino.
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