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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

También culpable: la política de grasas

ELTRAGICO rosario de muertes provocadas por un aceite homicida exige no dejar ningún cabo suelto a la hora de investigar sus causas próximas, pero tampoco el marco institucional que hace posible fraudes tan dramáticos. En España, como en otros países, el sistema monetario en otros tiempos tuvo un doble patrón, oro y plata, con una relación fija entre los dos metales. Cuando la relación oficial no correspondía a la del mercado, la moneda mala expulsaba a la buena. Del mismo modo, en la actualidad, la posibilidad de adulterar y comercializar grasas baratas y disfrazarlas de aceite de oliva es un estímulo irrefrenable para que las grasas malas expulsen a las buenas.Hasta 1960, la única grasa comestible en España es prácticamente la de oliva (el consumo de grasas animales, que tuvo importancia antes de la guerra civil, prácticamente había desaparecido). La mejora de la dieta alimenticia y la desviación hacia proteínas de origen animal provocó la importación masiva de piensos. Se establecen entonces, en los puertos, las grandes molturadoras de semilla de soja. Por un lado se obtiene la torta de soja, para el ganado, y por otro, el aceite como subproducto. Entre tanto, la emigración a Europa y el establecimiento del salarlo mínimo ha elevado los costes de mano de obra. La producción de aceite de oliva se encarece precisamente cuando comienza la competencia de la soja.

La competencia de la soja se trata de evitar con un contingente fijo, noventa toneladas en la campaña 1981-1982, como máximo comercializable autorizado en el mercado interior. Para compensar el incremento de costes se autoriza la elevación del precio del aceite de oliva, con la excelente salvaguardia del firme compromiso del Estado de adquirir las cantidades que no absorbiera el mercado. Al abrigo de los altos precios del aceite de oliva se inicia en nuestro suelo la producción de girasol. El cultivo se autoriza y de alguna manera se fomenta mediante la distribución de semillas seleccionadas. No importa que se acumule un excedente de grasas vegetales, como girasol, soja y oliva, con la peor parte para este último. La justificación es clara: son necesarias grasas baratas para una mano de obra industrial cada vez más numerosa, y además se decía: ¿Quién puede prohibir un cultivo?. Pero los cultivos de naranjas han estado prohibidos en las zonas andaluzas.

La competencia a la que el olivar no puede hacer frente se sigue remediando con mayores precios de garantía. Al mismo tiempo se suben los precios autorizados de venta al público de otros aceites para evitar, se dice, un desplazamiento masivo del consumo en su favor, y no desproteger al de oliva. Los altos precios para el girasol estimulan su producción y se incrementa el excedente de grasas vegetales no consumidas, cuyo destino son los almacenes de los organismos del Ministerio de Agricultura, que puede vanagloriarse de su defensa de los agricultores. Los consumidores no salen muy favorecidos. Sigue manteniéndose el contingente para la soja, pero se desarrolla tan incontenible premio para las mezclas que escapan al control oficial que la adulteración a gran escala se convierte en el mecanismo motor del mercado de grasas. Los aceites tienen unas etiquetas que sólo ocasionalmente coinciden con el contenido. El aceite de oliva, por ejemplo, se convierte en un producto excesivamente caro para los conserveros. El principal cliente será el propio Estado, con sus compras de excedentes. El caos organizado se completa con el desinterés administrativo por comprobar las mezclas y, en definitiva, garantizar la protección del consumidor, que paga un aceite caro y que no corresponde a lo que se le ofrece.

Junto a los aceites vegetales comestibles hay además otros par a usos industriales. Estas grasas para uso industrial tienen unos aranceles inferiores a las destinadas al consumo humano, de modo que sus precios resultan prácticamente la mitad. Como su utilización y presentación para el consumo no ofrece dificultades técnicas graves, el consumidor se encuentra así en grave peligro. En otros países, lo que se hace es gravar con aranceles y otros impuestos a estos aceites para que los precios no inciten al fraude. Posteriormente se desgravan cuando se ha demostrado el uso industrial final de cada partida. De esta manera se desanima la posible mezcla fraudulenta y no se desprotege a la industria.

La política española de defensa de todas las grasas produce un excedente anual de unas 100.000 toneladas de aceite de oliva, por un valor aproximado de 15.000 millones de pesetas. Esta cantidad es el doble de la actual producción de girasol, que ha pasado de 90.000 toneladas entre 1971-1973 a 200.000 entre 1979-1981. La exportación de aceite de soja en las mismas fechas ha aumentado desde 60.000 a 300.000 toneladas. La oferta de soja para mezclas fraudulentas es oceánica. La extensión plantada de olivar se ha reducido muy poco, porque el precio de garantía del Ministerio de Agricultura toma como referencia las zonas más improductivas. Al comenzar y terminar el pasado decenio hay dos millones de hectáreas de olivar. Los beneficios diferenciales para los buenos olivares sólo han debido ser superados, dentro de la agricultura protegida, por los de los latifundios del Sur dedicados al trigo. Hoy, como ayer, esta es la política de grasas.

Una política que produce excedentes año tras año, desanima al consumo del aceite de oliva, castiga al consumidor con altos precios y además le puede rematar con adulteraciones envenenadas. Su remedio exige algo más que aumentar la inspección y la fiscalización. La reducción del precio de intervención para el de oliva, la subvención al aceite de oliva envasado, la prohibición de mezclas, la determinación precisa del destino final de los aceites industriales para obtener las bonificaciones fiscales y, sobre todo, un organismo independiente de los intereses del Ministerio de Agricultura, así como del desdén de Economía y Comercio y del caos de Sanidad y Trabajo, serían elementos indispensables en una política de grasas distinta de ésta, de cuyos efectos nefastos son testigos ya más de cien muertos.

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