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Tribuna:La moral ecuménica y el código de los caballeros/ 2
Tribuna
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La espada de Alá

El lugar convencional de vigencia en el que antes y después de un juego, una lucha deportiva -digamos un encuentro de boxeo-, los contendientes se suelen dar la mano es un lugar exterior y superior al lugar de la contienda y en el que la constricción lúdica -la virtualidad y obligatoriedad por la que todo juego se gobierna- queda en suspenso y se revala, por tanto, relativa, o sea, no necesaria en un sentido omnímodo, al par que los contendientes se revelan libres y a salvo con respecto a ella, exonerados del papel de antagonistas que en el seno de ella se les imponía. Es, justamente, esta libertad, esta inmunidad lo que en el protocolo de darse la mano antes y después se afirma y representa. Cuando la guerra sube a combatirse a los eternos, collados celestiales de la universalidad aspira acaso a no dejar por encima de sí misma es trato alguno en que la causa pueda -como sí hemos visto que puede y hace en la lucha deportiva- ser puesta en suspenso ni, por tanto, arriado o apagado el correspondiente antagonismo. La causa quiere prevalecer, preponderar, permanecer más allá y por encima de cualquier cosa de la tierra, del cielo o del infierno; quiere ser ella el exterior extremo, plantar su trono sobre las estrellas, lo que es idéntico a no consentir instancia alguna ante la que quepa apelar de ella, que sería tanto como recono cerle un límite, por alto que haya de ser, a su vigencia. Para el que, como Eisenhower, necesita -por exigencias morales, cuya sinceridad subjetiva corre pareja y se halla en relación directa con su miseria intelectual- sentir su guerra a nivel de universal, como diría un periodista, cualquier caballerosidad con el enemigo, equiparándose, con pleno fundamento y propiedad, a las usuales cortesías entre los antagonistas de un combate de boxeo, supondría ofender y escarnecer la suprema dignidad que aspira a reclamar para su causa, al trabar por sobre su cabeza relaciones que, por lo mismo, tendrían que reputarse de un rango inferior, o tal caballerosidad quedaría expuesta a verse interpretada como un incontestable desmentido de aquella pretendida universalidad, supuesto que en la admisión de su posibilidad resultaría reconocido un orden de humanidad que rebasa y subsume el de la causa misma, tal como hemos visto que en el darse la mano de los contendientes de una lucha deportiva se trasciende el orden de vigencia -o realidad- de su pelea y se la convierte, respecto de este otro orden superior, precisamente en juego. Y esto es lo que, en la moral ecuménica, tiene la guerra, cada vez más horror a sospechar de sí misma.Pura ficción ceremonial

Dicho desde otro sesgo, el que la guerra renunciase a reservarse el grado máximo de universalidad, tolerando -aunque nada más sea bajo el entendimiento de rito y simulacro- acciones o ademanes que suponen ese estrato exterior o superior -metalingüístico, si se me admite la metáfora-, equivaldría para ella a declararse o reconocerse no ya omnímodamente necesaria, sino, en el grado que fuere, facultativa, al cabo, como el juego. Para garantizar la propia causa contra cualquier posible puesta en cuestión o en entredicho, lo más seguro, es negar o eliminar hasta la imagen, hasta la pura ficción ceremonial, de un orden de libertad o de una instancia de conocimiento en que tal puesta en cuestión sea tan siquiera posible o concebible; y no otra cosa viene a ser, tal vez, para el espíritu ecuménico, el execrado fantasma de lo caballeresco, que la ilustrada racionalidad llegada a cumplimiento está acabando de borrar del mundo como a una pura aprensión supersticiosa que es necesario exorcizar, hundir en el descrédito, como la trivial fábula del duende del castillo, del alma en pena del antiguo caballero que ha bita en la armadura.

Tal me parece que debe de ser el mecanismo por el que la universalidad y la necesidad, en la acepción que fuere, se muestran tan inclinadas a venir de la mano como dos hermanas, sin que se pueda, o tan siquiera quepa, discernir a ciencia cierta si los generales imbuidos de espíritu ecuménico proclaman la universalidad de su causa para recibir el refrendo moral que, en la moderna ideología, proporciona la necesidad, o si tratan, inversamente, de encerrarse -y a menudo tal vez no sólo ideológicamente- en la necesidad, para que se le concedan a su causa el crédito y los honores de la universalidad, o si, por último, procuran a la vez, entrecruzada, simultánea y confundidamente, la una y la otra cosa.

Cuando no hay ningún estrato superior a la guerra, ésta deja de ser, en cierto modo, algo que se hace para pasar a ser algo a lo que se pertenece, ya que, por definición, ser pleno autor, pleno sujeto de una acción es conservar al menos un reducto a salvo de ella, por encima de ella; es, según el feliz hallazgo calderoniano (que, al margen de su más o. menos torpe y pobre desarrollo literario, encierra la más alta concepción del albedrío, y fue, por cierto, inolvid ablem ente renovado por Kafka en el famoso Teatro Natural de Oklahoma de su novela América), guardar con el papel de agente que en cada acción se encarna una relación virtualmente análoga a la que en el teatro guarda el actor con su propio personaje.

Pero los generales de hoy, envenenados de conciencia histórica y espíritu ecuménico, no quieren albedrío sino necesidad, no quieren voluntad sino destino, no quieren autoría sino mandato. Obedeciendo al general descrédito de toda subjetividad, aspiran a que su propio nombramiento se halle inscrito entre las determinaciones objetivas de la Historia. El sentimiento moral de Eisenhower -y acaso el de la mayor parte del pueblo norteamencano- no podía aplacarse con ser sencillamente el que lo ha hecho, como autosustentándose en las solas credenciales subjetivas de una iniciativa contingente y una decisión particular, autóctona, sino que necesita ser quién para hacerlo, «tener títulos» para ello -por aplicar en un más vasto y radical sentido la expresión del derecho de guerra del padre Vitoria-, que en su caso significaba nada menos que arrogarse la superior autoridad de llamado a tal empresa, destinado a ella. Y por cierto que la imaginería ideológica adecuada al caso tenía ya un señalado antecedente entre el pueblo americano en la doctrina del Destino manifiesto, que fue la racionalización moral lucubrada para justificar y hasta apoyar el exterminio de los pieles rojas, como el mandato de Yavé lo fuera para el de los cananeos por el pueblo de Israel.

Eisenhower necesitaba que a su hierro, a su fuego, a sus banderas les fuese acreditado el carisma objetivo, que es siempre algo heterótiomo respecto de la propia, espontánea iniciativa, algo que se remite a una instancia superior, ya sea Dios, ya la Historia, ya el Destino, o cualquier otro nombre que le ponga usted. Tal vez tras el curioso efecto -algo chocante para la más directa apariencia etimológica- de,que la autoridad moral para una acción no vaya unida a la autoría, sino al mandato, de que no sea algo que se le reconozca al que se presenta como autor, sino al que se proclama simple mandatario, se esconde la ya antigua función de la moral como instrumento irresponsabilizador (y de manera especial precisamente, respecto de la guerra, donde cualquier tratado o compendio teológico o moral acostumbra a carecer del más mínimo áliento de reflexión ética y suele, presentar el deprimente y despreciable aspecto de prontuario de coartadas morales), pues si con larga y despreocupada consecuencia se persigue la idea de responsabilidad, se llega a la evidencia, o al menos al vislumbre, de que ser verdaderamente responsable -verdadero sujeto, verdadero autor- es siempre, inevitablemente, ser culpable. Y cualquier otra cosa ha de quedar para los niños.

La guerra santa

Si es motivado, es significativo, y si sólo es casual, no deja de ser simbólico el que el primer gran general de la yihad -la guerra santa de quienes inventaron o determinaron por primera vez el género-, el terrible Jalid Ibn Al-Walid, recibiese un sobrenombre de instrumento: La Espada de Alá.

La guerra santa es, en efecto -en el monoteísmo, claro está, que es su ámbito nativo y su supuesto necesario-, la guerra máxima, la guerra de suprema y total universalidad, y el hombre no puede, por tanto, si es cierto lo observado en el párrafo anterior, ser pleno sujeto, pleno autor respecto de ella, sino tan sólo instrumento o mandatario. En ella el hombre toma conciencia histórica -por decirlo con la abominable fórmula vigente- de instrumento divino, mandatario de la divinidad, lo que hace inferir para la guerra misma igual carácter de instrumento de los designios del Señor.

Por este lado es, pues, por donde estimo que el escandalizado repudio moral, por parte de Eisenhower, de cualquier tradición caballeresca -repudio que creo haber relacionado con suficiente fundamento con la necesidad, la universalidad y la instrumentalidad, tomadas en sí, sin más, como categorías morales- está en perfecta concomitancia y congruencia con el título de sus memorias de guerra: Cruzada en Europa, o sea, con la calificación de cruzada o guerra santa que la segunda guerra mundial reclamaba en su conciencia.

Por lo demás, el propio general, en el pasaje de la obra en que comenta su actitud para con Von Arnim, establece la más directa relación entre esta calificación y aquel rechazo, según se verá en la cita del pasaje que transcribiré entera y literalmente en la entrega de mañana.

Mientras el oscurantismo medieval -testigo de vergonzosas elegancias caballerescas entre guerreros de Dios, como Ricardo Corazón de León y Saladino- estaba todavía tan impregnado de prejuicios caballerescos que hasta la propia Iglesia se dejó influir, cayendo en la incongruente ingenuidad de excoinulgar la ballesta en el primer momento de su aparición -horrorizada, sin duda, ante su muy superior capacidad mortífera con respecto al arco-, hoy, superadas al fin aquellas inconsecuentes e irracionales pervivencias del politeísmo, triunfante al fin la ecuménica moral monoteísta frente a los últimos residuos de la moral de honor, la Iglesia se ha despojado y liberado totalmente de su vieja y cerrada intolerancia, y adelantos tan eficaces como el napalm pueden al fin desarrollarse y circular honrada y libremente, sin tener que sentirse mínimamente amenazados por la sombra obtusa y cavernícola de una posible excomunión. Los gratuitos prejuicios de la moral de honor distinguían, como con una especie de dogmático apriorismo, entre armas nobles y armas infames; la moral ecuménica ha venido a dejar en claro, de una vez por todas, que las armas en sí mismas no pueden ser buenas ni malas.

Mandato de la historia

Y cuando se es la Espada de Alá, cuando se ha sido designado para cumplir los siempre inescrutables designios del Altísimo, cuando se ha recibido el mandato de la Historia para una misión civilizadora, cuando se está señalado por un Destino Manifiesto, cuando la causa por la que se combate es nada menos que La Revolución o nada menos que La Causa de la Humanidad, cuando se es, en una palabra, por fas o por nefas, el Espíritu Universal a Caballo -a tenor de la grotesca y repelentemente reverencial mirada que tuvo Hegel para Napoleón- no se tiene derecho a comprometer mínimamente la victoria vacilando ante la pretendida infamia de determinadas armas, ante la aparente inhumanidad de ciertos medios. Es la moral ecuménica, fundada y difundida por los monoteísmos, la que, remasticada con saliva de racionalidades laicas, ha vuelto a abrir los caminos de la guerra hacia una nueva e ilimitada barbarie. Así pues, la inhumanidad pavorosamente creciente de la guerra moderna en modo alguno se deriva de una presunta concepción profana o hasta atea, sino todo lo contrario: de una honda asimilación -bajo representaciones sólo superficialmente seculares- de rasgos religiosos, en el particular sentido, claro está, de la religión monoteísta. No sólo una u otra guerra, esta o aquella contienda, sino incluso la propia guerra como institución en sí parece, en algún grado, haber aprendido a penetrarse y tomar en sí misma los caracteres de cruzada, porque bajo la moral ecuménica imperante son esos caracteres los que consiguen, como única coartada moral inapelable, el silencio y la sumisión de las conciencias.

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