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Inventario de verano

Rafael Alberti, con los bolsillos llenos de sal marina

Manuel Vicent

A cien metros de distancia cualquiera puede reconocer a Rafael Alberti cuando anda por la acera con esa pinta de turista escapado de un autocar de jubilados de California, haciendo bascular lentamente su cadera destartalada, con una gorra de navegante sobre la melena de huevo hilado, la nariz afilada, dos bolsas carnosas en cada ojera, la mandíbula y el cuello desparramados en el ángulo de una camisa de Hawal. Alberti es un artista totalmente visible con esa indumentaria tan luminosa de marinero y agüista de entreguerras, es un poeta en medio de la calle, pero hoy las cosas en la calle están de una forma que nunca se sabe, al doblar una esquina, si le espera una estudiante de BUP para darle un beso o hay un tendero cabreado con la garrota en la mano. Esta vez ha habido suerte. Una muchacha se ha arrancado desde muy lejos a pedirle un autógrafo al artista y Rafael Alberti la atiende con ademanes de divo cansado.-Si cobrara una peseta cada vez que hago esto, sería rico. A mí en la calle me paran constantemente, me saludan los taxistas, los repartidores, cuando voy al cine o al teatro no puedo andar. Aunque nunca sé si el que se acerca me va a pedir un autógrafo o viene a darme una puñalada en la barriga. Madrid es una ciudad muy franquista. Cuando paseo por el barrio de Argüelles siempre me sale una señora vestida de negro que se me pone delante con el brazo en alto gritando: «¡Arriba España!». Yo recuerdo como una maravilla aquel Madrid de la guerra, que era la capital de la libertad. Comíamos lentejas con gusanos, con tantos gusanos que las bolsas se movían, comíamos lentejas con carne, porque cada lenteja tenía un gusano asomado, la calle estaba llena de escombros de bombardeo y en mi azotea había obuses sin estallar, pero el ambiente era fantástico. Después de cuarenta años de exilio llego a España y al segundo día me pinchan las cuatro ruedas del coche, me pintan una cruz gamada en el capó y cuatro sujetos con una catadura terrible me persiguen de noche al salir de una conferencia. Poco después voy al café Roma, donde en mi juventud me sentaba a esperar a una novia que iba a misa a la calle de Ayala y uno estaba allí recordando aquellos desayunos lejanos con mucha nostalgia, cuando en esto se me acerca un tipo a pedirme un autógrafo. Lo quería seguramente para comprobar por la firma que yo era realmente Alberti, porque en seguida llamó a mi guardaespaldas y le dijo: «Tú y ese hijo de puta tenéis tres minutos para abandonar este local». Encuentro que Madrid es una ciudad muy agresiva, pero las provocaciones siempre me llegan cuando voy solo. Yo he hecho una experiencia. Si me meto toda la melena en la gorra, entonces me insultan menos y también me piden menos autógrafos.

Con una mezcla de miedo y audacia va Alberti por la vida, siempre con la mosca en la oreja. Lleva cinco años aquí y da la sensación de que todavía no se ha decidido a deshacer del todo el equipaje. Uno se imagina su apartamento en ese hotel de la cuesta de San Vicente con una maleta siempre abierta sobre la cama, con la muda, el cepillo de dientes y cuatro bártulos junto al felpudo, como la urgente valija de un viajero que no se sabe si acaba de llegar o está a punto de huir. No hay más que mirarle a la cara para comprobar que Alberti no se ha creído absolutamente nada este invento de la democracia. Si oyera un toque de corneta sólo necesitaría media hora para esfumarse.

-No soy un profeta ni un político profesional, pero tengo un olfato muy grande, con mucha sensibilidad para situaciones como la que hay en España. Yo intuitivamente me siento inquieto. He vivido de chico la guerra europea, después he pasado por la Revolución de Octubre y por nuestra guerra civil, he tenido que salir del país en un avión tiroteado por un barco de Mussolini, durante el exilio en Argentina había golpes militares cada semana y mi casa fue asaltada tres veces hasta que un día detuvieron a Pablo Neruda y opté por largarme, de modo que sé lo que me digo. Yo me siento muy inestable aquí. Duermo toda la noche con la radio puesta y cuando salgo a la calle siempre llevo un pequeño transistor en el bolsillo. A mí siempre acaba salvándome la radio. Hace poco me traje de Canarias una diminuta, la más chica del mundo, que se pone aquí en la oreja como un aparato de sordo. ¿Has visto en Nueva York a esos negros que van por la calle con unos cacharros enormes oyendo música para abstraerse? Yo hago lo mismo con este transistor en forma de llavero. Me divierte, pero no es una broma. La radio me ha salvado de muchos golpes militares en Argentina. El 23 de febrero por la tarde me estaba vistiendo para asistir a un acto por El Salvador cuando oí de pronto los gritos de Tejero y el tableteo de la metralleta en el Congreso. Quedé sobrecogido. A pesar de todo fui a la conferencia y antes de llegar yo estaba muy perdido en un camino y entonces pasaron unos muchachos que me gritaron desde la ventanilla del coche: «A ver qué haces, macho, que te van a matar». Durante algunos días dormí fuera de casa

Vivir a toda mecha

Como si el mundo se fuera a terminar pasado mañana, Rafael Alberti vive cada día a toda mecha, le arrea mecha al organismo como un loco desenfrenado cuesta abajo montado en el cacharro de sí mismo. Igual lo ves encaramado en una tarima soportando con cara de circunstancias un informe del partido con las lañas de bohemio sobre las orejas que se va en aeroplano a Managua a recitar un trozo de Garcilaso, lo mismo aparece su cabeza de trigo en el abarrotado salón donde quinientos progresistas arramblan con todos los canapés de mortadela que te lo encuentras bajo unos soportales en la madrugada a la salida de un teatro, de una cena, de un coloquio. La feria aún está abierta con todas las norias girando y Alberti es un niño con los bolsillos llenos de entradas y pases para quince barracones a la vez.

-Yo no quiero ser un poeta sentado como casi todos ni pasarme los días haciendo colages de vanguardia. Para mí la vanguardia está en la calle, delante de la Guardia Civil. Ya sé que muchos me critican por esta vida que llevo. Algunos periodistas, para ganarse un dinero, vienen a preguntarme siempre por mi vida erótica buscando chismes de peluquería de señoras. Si puedo tener una vida erótica a mi edad, ¿por qué la voy a rechazar? Sería ridículo. Es una idea tabú creer que un hombre, porque llega a los cuarenta años, ya no sirve para nada. Eso es un concepto cultural y católico. Yo tengo una vida muy clara. Salí diputado por Cádiz con más votos que nadie. Hice la campaña al son de una guitarra, recitando poemas con ritmo de soleares, y la gente se los aprendía de memoria. Cuando gané las elecciones, los jornaleros me sacaron a hombros y me decían olé tus cojones, viva tu madre y me echaban la gorra al aire. Después llegué al Parlamento con una chaqueta como la que llevan los obreros de mi barrio del Trastévere, en Roma, hecha con recortes de pantalones tejanos, y se armó el escándalo entre aquella gente encorbatada, vestida de Simón el enterrador, pero yo he sido siempre una persona muy contestataria. en el año 1929 di una conferencia en el Lyceum con una rata, un ratón y una paloma, de modo que estoy acostumbrado y si este vestido que llevo es americano es porque vengo de América. En menos de año y medio he hecho con Nuria Espert más de 180 viajes en avión para dar recitales desde Managua a Cádiz, a Canarias, a Londres, a París. Y dentro de poco voy a hacer una exposición en Madrid de toda mi obra gráfica hasta llenar la parte baja del Museo de Arte Contemporáneo. Tengo un atractivo enorme para la masa, soy un líder del -pueblo, la gente me quiere, me sigue, me escucha, yo me di cuenta de eso cuando llegó la República y, empecé a ser un poeta en la calle.

Hace diez años, en ciertas tabernas progresistas no te comías una rosca si no sabías describir con pelos y señales la calle del Trastévere, donde vivía su exilio Rafael Alberti. Pintabas menos que una mona si no podías demostrar que el poeta te había recibido en su casa. Los peregrinos regresaban de Roma más contentos que unas pascuas con la foto y el libro dedicados, narrando la fabulosa hazaña de haber descorchado una botella de chianti y haber compartido un plato de canelones con el héroe de la resistencia. Entonces Alberti era una pequeña degustación sólo para exquisitos. Ahora que el poeta está al alcance de la mano, totalmente derramado por todos los vestíbulos, el mito ha caído. Tal vez a Alberti no le importe mucho. En plena juventud entró al galope en la política y todavía anda por ahí

-Yo me tiré a la calle el año 1926 con los estudiantes, sin saber absolutamente nada, ni qué era la República, ni qué quería decir fascismo, ni qué podía ser el comunismo, nada de nada, pero comprendí que mi sitio estaba allí. Iba a la universidad y levantábamos barricadas de sillas en la Castellana. Al día siguiente, los diarios decían que todo había sido movido por elementos extraños. Uno de esos elementos extraños, sin duda, debía de ser yo, que no era universitario y no sabía absolutamente nada. Al principio ignoraba lo que era brazo en alto o puño cerrado, así estábamos todos en aquella confusión terrible, con decirte que Giménez Caballero, que me acusa de fascista, metió a Gorki como colaborador en su revista La Conquista del Estado, ya está todo dicho. Si he levantado alguna vez el brazo es porque estaría mamado. Pero no tardé mucho en orientarme hasta el punto que mi Fermín Galán, junto con La corona, de Azaña, es lo único en teatro político que dio la República, así que no iría yo tan desencaminado. Ahora tampoco he profundizado mucho en la política, no soy un Carrillo, pero tengo olfato, me guío por la nariz.

Aquel tiempo de tranvías con jardinera, en que los poetas de 1927 se divertían recitando el Polifemo y las Soledades de Góngora por el paseo de Rosales, o se hacían retratar pilotando un avión de feria con sombrero de bailarín de claqué, o se iban a los merenderos de Cuatro Caminos a tomar zarzaparrilla con las primeras novias universitarias que merodeaban la Residencia de Estudiantes fue una etapa muy dura para Rafael Al

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berti. Sus amigos poetas se hacían catedráticos o recibían dinero de casa, pero él andaba, con la salud destruida, tenía varias chapas en el pulmón y ninguna en el bolsillo, una fama muy sombreada por la popularidad de García Lorca y cierto sabor metálico de sangre en la lengua luchando a muerte por sacar la cabeza.

-Lorca era el más divertido y, a la vez, el más triste de todos. Me he preguntado muchas veces qué sería Federico hoy si todavía, viviera. No sé, no sé; los fascistas le hubieran tendido mil redes para atraerlo. No tenía ideas políticas, era un poco ingenuo en esto; por ejemplo, creía que si yo me hacía comunista prácticamente el partido me iba a tomar la mano a la hora de escribir. Cuando le conocí, una noche de octubre, entre los jazmines del jardín de la Residencia de Estudiantes, me dijo a carcajadas que yo era su primo. En seguida me encargó que le pintara un cuadro en que se le viera a él dormido a orillas de un arroyo, y arriba, en lo alto de un olivo, la imagen de la Virgen, ondeando en una cinta, la siguiente leyenda: «Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca». Después de suspirar tantos años por visitar el paraje de Viznar, donde lo mataron, allí, junto a la Fuente Grande o de las Lágrimas, el día que fui me encontré con la fuente llena de latas de cerveza. En la Residencia también estab Luis Buñuel, que hacía unas burradas enor mes, y Dalí, muy tímido, de pocas palabras, que trabajaba todo el día, olvidándose a veces hasta de comer. Cuando visité su cuarto, una celda sencilla, parecida a la Federico casi no pude entrar porque no sabía dónde poner el pie, estaba todo el suelo cubierto de dibujos. Con una seriedad, muy catalana Dalí me explicó lo que estaba haciendo: «Estos son dos guardias civiles haciendo el amor, y aquí, bajo la cama, se ve un perro vomitando». Dalí era entonces un joven extraño, color aceituna, lleno de talento. Luego se convirtió en un ser repugnante sobre todo cuando dijo en los fusilamientos de septiembre de 1975 qúe.las sentencias de muerte rejuvenecían mucho a Franco. Tuvo que frenar la lengua porque los marchantes le, advirtieron que esas animaladas hacían bajar la cotización de sus cuadros. Una vez le preguntaron quién era el mejor escritor del mundo y Dalí contestó: «El mejor escritor del mundo es Franco. Claro que nunca ha escrito nada». Esto tiene gracia, ¿ves? Nuestra generación fue muy completa: había pintotes, arquitectos, músicos, y se llevaba muy bien. Entre nosotros había albertistas y lorquistas, como con Joselito y Belmonte, pero esto no nos influía en la amistad, cosa rara, p . orque si observas los poetas del siglo XVII parecen unos bandoleros: Lope comprando a casa de Góngora para echarlo de Madrid, todos insultando al pobre Cervantes, que era un santo. También la generación del 98 fue muy distinta a la nuestra. Yo la traté poco. Saludé algunas veces a Azorín, pero como no hablaba nada, no me enteré si me consideraba su amigo. Azorín era un mudo. Estaba siempre sentado en una estación de metro viendo pasar trenes. Así consumía tardes enteras. Una vez lo encontré en un andén de la calle de Alcalá, con gafas negras de ciego, y me dijo: «Mire usted, estos vagones son como raquetas de tenis: cogen a la gente y izas!, se la llevan». Después conocí bastante a Antonio Machado, cuando tuve que evacuarlo a Valencia dárantela guerra.

Sangre garibaldina

Este Rafael Alberti que ahora bascula como un viejo bajel empavonado con una camisa de Hawai esta mañana de agosto por los jardines del palacio de Oriente, con la cabellera de huevo hilado movida por una brisa de chopos, es el mismo que en el año 1931, recobrando depronto su sangre garíbaldina, entró furiosamente en la política cogido de la mano de María Teresa León. Entonces se parecía al actor Jack Nicholson, con esa camisa oscura y corbata blanca de divo calabrés, como se ve en las fotos de aquellas cenas-homenaje en las noches republicanas, o con mono azul sobre los escombros con una cuartilla en la mano rodeado de milicianos.

-Yo era secretario de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y fui acompañado de León Felipe a casa de Antonio Machado, en la calle del General Arrando, aquel noviembre de 1936, para evacuarlo a Valencia, pero la primera vez él se negó alegando que todavía tenía dos brazos para defender aquel Madrid bombardeado. Logramos convencerle más tarde y lo trasladamos al Mediterráneojunto con su madre y siete sobrinos. Se estableció en una casita de Roquefort y allí vio otra vez los limoneros que él recordaba de su niñez. Cuando todo se vino abajo salió por los Pirineos, el mismo día, a la misma hora que pasaba también la frontera a su lado todo el Museo del Prado. Yo intervine en la operación de salvamento de obras de arte. Y vi pintar el Guernica. A Picasso le conocí en 1931, cuando vivía en la Rue de la Boetie. Tenía un estudio increíblemente pequeño, encima de su piso, y entonces su amor era Dora Maar. Recuerdo todavía que al descorrer las cortinas del salón de su casa se iluminaron siete grandes sillones, cada uno de un color, y aquello me pareció una cuadrilla de toreros. Ese mismo día le acompañé a pasear su perro afgano y Picasso llevaba un France-Soir bajo el brazo porque el perro nunca quería mear si su amo no le extendía antes el periódico en la acera. En 1937 le vi pintar los bocetos del Guernica en la Rue des Grands Agustins, y el otro día vi por primera vez el cuadro en Nueva York. Me pareció enorme. Bergamín y yo somos, los campeones de que el Guernica no vuelva a España. Es un cuadro que grita demasiado todavía, a muchos les despierta la mala conciencia y aquí no estará seguro.

Ahora Rafael Alberti, con esa sonrisa socarrona de viejo pendón de. puerto y un aire de angelote rubio y quebrantado con las alas del bolsillo llenas de sal marinera, no se parece a Jack Nicholson. Va por ahí durmiéndose en los taxis, en las butacas de los amigos, pero entre dos cabezadas observa con una mirada suspicaz embolsada en la doble ojera por donde va a venir el nuevo halago o la nueva agresión.

-Yo no soy sólo el poeta que escribió Sobre los ángeles, como creen algunos; yo soy un poeta del pueblo. Los mineros de Asturias, en la Revolución de Octubre, cebaban con dinamita la albarda de un burlo, prendían una mecha lenta y lo mandaban hacia la trinchera del enemigo. A veces, si el animal era muy cariñoso, a mitad de camino, daba la vuelta y volvía hacia los suyos. Se llamaba el burro explosivo. En mi juventud, con ese título, empecé a escribir un libro lleno de insultos que todavía no he terminado. Cuando estoy furioso lo he seguido. Publiqué un cuaderno con todo esto en el 5º Regimiento, hoy muy buscado. Es un libro abierto que puede ir desde Gil Robles con sus rosarios hasta Tejero con su metralleta. Por mucho que uno se empeñe, es imposible imaginar a Alberti vestido de gris marengo sentado en un sillón de orejas con una manta a cuadros en las rodillas.

-Le he dicho a Dámaso Alonso: «Mira, no quiero ser académico porque no tengo ni siquiera el bachillerato y además un día me meé en aquellas paredes. ¿Qué iba a hacer ahí dentro?».

Yo siempre he pensado a Rafael Alberti de color vainilla. No sé por qué.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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