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Inventario de verano

Pedro Sainz Rodríguez: la tortuga y el águila

Manuel Vicent

Como una tortuga carrozada con batín de seda avanza Pedro Sainz Rodríguez arrastrando las zapatillas por el pasillo, por los salones atiborrados de libros. Huele la casa con estos calores de julio a cuero caliente, a ese purísimo y cerrado dulzor que emana de 25.000 mamotretos encuadernados. Aparte del propietario, en la casa hay tortugas de todas clases y tamaños, en cualquier parte, bajo las mesas, en las vitrinas, en las repisas. También en la piedra ágata del anillo casi episcopal que lleva Pedro Sainz está grabada una tortuga sobre cuyo caparazón un águila despliega las alas. Es el símbolo de su ex libris. Es igualmente la sensación que despide este anciano ancho, de cabeza blanca y densa. Se trata de una contradicción entre la visualidad de su carne y el vuelo afilado de su mente, una morbidez epicúrea con picotazos de ave rapaz. Es uno de los primeros especialistas del mundo en literatura mística y, sin embargo, lo ves comer con la servilleta anudada en el pescuezo macizo, los mofletes rebosantes y las comisuras empastadas con salsas selectas y se te sublevan los jugos gástricos.-Un profesor de la Universidad de Berkeley, amigo mío, decía que yo había llegado a la mística sin pasar por la ascética. La gente confunde las cosas. Suponga usted a un naturalista que se dedica al estudio de las mariposas. Nadie le pregunta: ¿usted vuela? O a un especialista en elefantes: ¿usted tiene trompa? En cambio a mí todo el mundo me pregunta si soy un místico. Yo me limito a cumplir el catecismo que estudié a los once años.

El profesor Pedro Sairiz vive en el Parque de las Avenidas, en un edificio de ladrillo visto que se ha levantado sobre una huerta propiedad de su padre, donde la familia criaba cerdos, gallinas y lechugas. Ahora este viejo solterón humanista, lastrado con cien kilos de carne mortal, se mueve lentamente como un roedor de papel bajo el cúmulo de los 25.000 volúmenes de su biblioteca Y un alud de fichas, recortes, carpetas y archivos que un vendaval ha arrastrado hasta llenar también las terrazas.

-Es lo mismo que cuando me preguntan por qué no me he casado. Yo siempre contesto: por lo mismo que no me he hecho cura. porque no he tenido vocación. Antes que ser un mal casado he preferido ser un solterón y eso me ha permitido hacer siempre lo que me ha dado la una. He tenido unos flirts con algunas señoritas, lo cual me ha corroborado más en mi idea. Es una lata tener que llevar a la mujer al teatro. Los niños. la casa, todo eso obliga a cualquier padre a cometer cerdadas más o menos gordas para sacar la familia adelante. Por ejemplo, si yo me hubiera casado no hubiera podido mandar a paseo al general Franco.

Es, sin duda, el modelo perfecto del gordo listo, del gordo incansable y sutil, que desde su juventud, moviéndose en la sombra, ha estado presente detrás de la cortina en todos los fregados: en el cuarto de baño con la querida del nuncio apostólico Tedeschini, para arrancarle unas cartas comprometidas; en la conspiración del 10 de agosto de 1932 contra la República, cuando preparó la entrevista de Franco con Sanjurjo en el restaurante de Camorra, en la cuesta de las Perdices, después de burlar a cuatro policías; en los preparativos del Dieciocho de Julio, en las maniobras de la Monarquía durante cuarenta años para recuperar el trono. Unas veces hibernado largo tiempo, otras sacando la cabeza pesada del caparazón, Pedro Sainz es el personaje vivo que más ha influido en la política española de este siglo.

-Mire usted, los que dicen que Franco se rajó en la sanjurjada mienten. Yo estaba presente en la entrevista, y Franco, en Camorra, le dijo a Sanjurjo: «Yo no le doy palabra de sumarme a su alzamiento, no se lo prometo; haré lo que sea, según las circunstancias; lo que le aseguro es que si el Gobierno decide mandar fuerza para dominar ese movimiento, yo no Iré y, además, procuraré que no vaya nadie». Franco era muy cauto. No se metía en conspiraciones porque temía perder su carrera. Y cuatro años después le costó muchísimo unirse al alzamiento del 18 de julio. Exigió que le pusieran 40.000 duros en Italia y, aun así, la contraseña para sumarse a Mola fue un telegrama en el que se declaraba fiel a la República, por si las moscas.

Franco, aspirante a la mano de doña Carmen

Pedro Sainz sacó el número uno en la oposición a cátedra de Literatura en la Universidad de Oviedo. Tenía veintidós años y ya entonces era un gordo irónico y comodón En ese ejercicio en que encierran al opositor en un cuarto con libros y comida todo un día para que prepare una lección, a él le tocó e tema de la mística. Invirtió sólo un par de horas. Luego vio que había allí un sofá a mano y se durmió como un verdadero anacoreta, hasta que los bedeles abrieron la puerta, a las siete de la tarde y lo encontraron roncando. El tribunal se mosqueó un poco, pero ese fue el arranque de una vida dedicada a la investigación de la espiritualidad religiosa y a los placeres de gourmet, a la crítica literaria y a los lances conspiratorios, a la polémica de la cultura y a las zancadillas de antesala.

-En Oviedo conocí al general Franco Nos presentó el marqués de la Rodriga, un señor muy simpático que daba de cenar los sábados a gente importante. Yo era catedrático y Franco era aspirante a la mano de doña Carmen, llegaba los sábados a hacerle el amor y doña Carmen le daba calabazas. Su padre se oponía a la boda porque consideraba que Franco tenía una profesión muy peligrosa. Entonces se decía en Oviedo que ser legionario era como ser torero. Estoy harto de andar con Franco por aquel paseo que llaman de la Escandalera, después de cenar, hasta las tres de la mañana, consolándole. Yo te decía: «Nada, Paco, tú insiste, ya verás como al final la consigues». Como así fue. El me contaba detalles de la guerra de Africa. Era un hombre muy cauto, ya digo. Nunca tuvo pudor a la hora de preservar su vida. Ni presumía de esa cosa tan española de no querer escolta, no, no, Franco decía: «A mí que me pongan toda la policía que haga falta». Ni era como aquellos oficiales románticos recién salidos de la academia con la idea de que el deber consiste en dar el pecho fuera de la trinchera para ejemplo de los soldados. exponiéndose a los balazos, cosa que a los moros también les parecía absurdo. Cuando los moros veían a esos oficiales a tiro encima de una breña, decían en su media lengua: «no saben manera». Bueno, pues Franco en todo lo contrario. Había asimilado la mentalidad mora y sabía manera, no se exponía inútilmente nunca. Recuerdo que algunas veces iba con él en automóvil y yo miraba por una ventanilla y veía la cola de un caballo, miraba por otra ventanilla y veía la cola de otro caballo. Un día le dije: «Mi general, el panorama que tiene usted en este coche no es muy divertido»; «Sí, sí, me contestó, pero fíjese bien, no hay forma humana de meter el brazo y pegarme un tiro, ji, ji, ji, ji». Por ejemplo, cuando se mató Mola y en el lugar del accidente se levantó un obelisco, en el Consejo de Ministros le dijimos a Franco, que debía ir a inaugurarlo. Se negó en redondo: «No. no, aquello es un valle muy peligroso y puede llegar un avión rojo y soltarme una bomba». En Pedrola, donde nos reuníamos los ministros durante la guerra tenía un refugio de cemento armado con una puerta como de caja de caudales en un caserón cuyo dueño era un aristócrata, un tal Luna, padre de esa chica que fue el amor de José Antonio Primo de Rivera. Este señor tenía un párpado caído y en la peña le llamaban Sóplame Este Ojo, porque parecía que se le había metido una mota y el pobre se pasó algunos años muy cabreado porque no había modo de destruir aquella casamata. Franco no tenía ningún pudor para eso. Al contrario que sus compañeros en Marruecos, nunca comía antes de ir al frente. Sólo tomaba un vaso de leche. En aquel tiempo, un tiro en el vientre era prácticamente mortal, sobre todo si el vientre estaba lleno de comida. No es como ahora.

Ahora hace cuarenta y cinco años, un día como ayer, 17 de julio de 1936, Pedro Sainz Rodríguez, diputado por el Bloque Nacional, sabía perfectamente que todo estaba prepar ado para el golpe de Estado. Aquella tarde se encoritraba en una finca de las cercanías de Burgos balanceándose en una mecedora con la mirada puesta en el cielo de Portugal, entre dos carrascos por donde a la hora señalada debería aparecer la avioneta de Sanjurjo, con cuyo aterrizaje. casi a sus pies, daría comienzo el gran baile. Pero en vez de llegar la avioneta por el horizonte llegó andando un mensajero por detrás. Dio con los nudillos en la espalda de Pedro Sainz y le comunicó que el general había capotado. El aparato no había podido levantar los dos baúles llenos de medallas.

"He sido siempre enemigo de las dictaduras militares"

-Había otro plan muy distinto de lo que pasó, que fue el motivo por el que yo estuve en el Alzamiento. Yo he sido siempre enemigao de las dictaduras militares. Mi poca vida política fue contra Primo de Rivera y después me fui a la emigración en 1942 para demostrar que no estaba con la dictadura de Franco. He sido un emigrado pudiendo estar en España con todos los enchufes. Lo que hizo distanciarme del Alzamiento fue la represión. Me pareció una monstruosidad ver a Franco firmando sentencias de muerte

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mientras tomaba chocolate con churros con una tranquilidad pasmosa. Yo era partidario del olvido, del perdón, lo que propugnaba la Monarquía. Y aquello era abrir una zanja entre los españoles. Y encima, Franco cada Dieciocho de Julio refregaba la victoria en las narices de los que habían perdido. A mí las conmemoraciones del Dieciocho de Julio me parecían una barbaridad política. Por eso me fui de España. No tuve una ruptura personal con Franco, me limité a hacer actos contrarios a los de Franco. El tenía de mí la idea de que yo era un hombre muy inteligente y muy peligroso. Franco llamaba peligroso al que no le obedecía.

A Pedro Sainz se le ve con la mano abierta sobre la botarga en aquella fotografía de un Gobierno sepia constituido el 30 de enero de 1938, donde Franco aparece con cara de pardillo bajo una lámpara de tela presidiendo una mesa de consejo cubierta con mantel de Comedor burgués en una alcoba cutre de clase media.

-Yo entré en el primer Gobierno de Franco representando una fuerza política, que había aceptado el Alzamiento con la condición de cesar el mismo día en que terminara la guerra. Como así fue. Pero aquel Gobierno no fue nombrado a dedo ni era del todo sumiso. A veces Franco se sacaba un rollito de papel del bolsillo superior de la guerrera y leía algún decreto que le habían preparado los jurídicos militares, como aquel de la masonería con efectos retroactivos. Y el consejo lo discutía, no crea usted. Y en alguna ocasión se lo tumbamos. La gente está equivocada. Franco no era un hombre de ambición política. Era un militar. Cuando estaba cerca el Alzamiento, yo le dije un día a Sanjurjo. en Portugal: «Mire usted, don José, ahora todos le aceptan porque la conspiración es un peligro y si se descubre y le cogen lo pueden fusilar, por eso no hay problema de que le discutan a usted el puesto de fusilable. Lo que puede ocurrir es que cuando esté ya en el poder, mientras se organizan las cosas, todos esos señores le pidan el oro y el moro. Creo que debería hacer una cosa prudente y es preguntar a sus colegas de Alzamiento, qué es lo que desearían ser cuando triunfe el golpe». Entonces Sanjurjo hizo la consulta y Franco contestó. Pidió ser Alto Comisario de España en Marruecos, que es lo que le gustaba.

De su corto período de ministro-Pedro Sainz sólo echa de menos los mullidos reclinatorios que le ponían cuando iba a misa, algunas veces, al lado de Franco.

-El llevaba un misal tremendo, gordísimo; yo estaba a su derecha o a su izquierda y veía que en todo el tiempo no cambiaba la hoja. Se pasaba el rato mirando por el rabillo del ojo quién entraba y quién salía. No sé si Franco leyó algún libro jamás, creo que no; de lo que estoy seguro es de que, al menos, el misal no lo leía. Franco no tenía cultura política. Cogía de su alrededor ideas de Acción Española, del Tradicionalismo y de esa parte reaccionaria que explica toda la historia con la cosa judeo masónica. Esas ideas simples le entraban en la cabeza y las convertía en dogmas. Y llegado el momento no decía: «Este es masón», sino que decía: «Este está contra mí, luego debe de ser masón». Ese era su razonamiento. «Pedro Sainz se me ha puesto enfrente, luego es un masón».

Hundido en el fondo del sofá, Pedro Sainz pelea contra su propio peso, se revuelve en su propia masa para incorporarse. Al tercer intento lo consigue, sin necesidad de llamar a la grúa.

-Nunca creí que llegaría a vivir tantos años. Como la gente dice que los gordos no se alargan mucho, yo calculé que palmaría a los sesenta, pero ya ve, a pesar de que siempre he llevado una vida antihigiénica y no he jugado al golf, ya tengo más de ochenta.

En la mesa de centro hay una bandeja con el aperitivo, un vino de Madeira, canapés de queso, servilletas de encaje, ceniceros de plata; sobre la cabeza carnosa de Pedro Sainz hay un mundo sobrecargado, todo bruñido, con el plumero recién pasado; un óleo de Alfonso XIII con bigotillo de mosquetero, sobre la chimenea; retratos de don Juan de Borbón en cada alcoba; largas barricadas de libros, muebles antiguos, cachivaches, pipas en las paredes, vitrinas rebosando miniaturas, mil guiños de oro desde los tomos encuadernados; por este mundo barroco, abriendo salones corridos, camina lentamente Pedro Sairiz, ancho como un cardenal con batín de seda, despacio como la tortuga de su ex libris.

Disgustado, con Alberti porque atacó al duque de Alba

-Cuando regresé de la emigración, en 1969, me chocó la enorme cantidad de nuevos escritores que había aquí. No sé si sabe usted que yo, por los, años treinta, dirigí la CIAP, una editora que implantó por primera vez el sistema de abrir una cuenta de crédito a los escritores. En aquel tiempo, si se quería ayudar indirectamente a un escritor, se le daba un cargo, aunque fuera ficticio; por ejemplo, Manuel Bueno fue nombrado nodriza de la inclusa y así afanaba un dinero extra. En mi editorial, el escritor cobraba sólo por escribir, con la modalidad de unas cantidades entregadas a cuenta. Allí conocí a Alberti y le publiqué su libro Sobre los ángelés; elegí los tipos, el papel, la composición. Entonces, a Alberti, yo le llamaba Villasandino, porque era muy pedigüeño, siempre estaba pidiendo anticipos. Y yo me acordaba del poeta del cancionero de Baena: «Señores, para el camino, dad al de Villasandino». Cuando veía entrar a Alberti por la puerta ya sabía que venía a pedir. Ya está aquí Villasandino. El otro día me crucé con él en la escalera de un cine, y de lejos, nos saludamos con la mano. Yo estoy a mal con Alberti desde que lanzó una diatriba furibunda contra el duque de Alba, no el actual, sino el auténtico, el padre de Cayetana, que era todo un caballero.

Franco, la monarquía, la mística y los placeres de la vida son los cuatro lados de la pecera placentaria donde el subconsciente de Pedro Sainz se mueve como una carpa. Un mundo de recuerdos sumergidos, aunque este anciano vive todavía con una tijera en la mano, todo el día recortando periódicos, con un lápiz rojo siempre cerca, para subrayar lo que lee, quiero decir que está bien informado de lo que pasa fuera de la ventana, más allá de esta montaña de libros, papeles, carpetas, fichas, archivos.

-Aquí sucede que ha habido dos señores que pensaban lo mismo, el padre y el hijo. Don Juan había tomado una postura pública contra el régimen de Franco desde el Manifiesto de Lausana y no podía variarla sin menoscabo de su autoridad, y en cambio, don Juanito, cuando vino a España, no dijo nada, de modo que podía in pectore jurar las leyes de Franco sabiendo que esas leyes eran reformables dentro de la propia legalidad. Si el día de la jura dice: «Sí, las juro y las reformaré», se hubiera armado la gorda y no le hubieran elegido. Se calló, pero lo pensó. Después lo hizo. Don Juan fue el precursor de la política de su hijo y le ayudó mucho, porque la oposición se metió en lo alto del tobogán con don Juan y cayó en brazos de don Juanito... Perdone, sin querer me sale lo de don Juanito, pero es que le quiero mucho, le conozco desde que nació y hejugado con él al ping-pong. Ahora, siempre que me ve, don Juan Carlos me da unos abrazos tremendos.

Se los puede dar con toda la razón del mundo, porque este hombre de ochenta años inundado de libros, al que le sale santa Teresa por una oreja, san Juan de la Cruz por una pernera, Fray Luis de Granada por el forro de la babucha y el general Franco por la pretina del pantalón, ha sido el personaje en la sombra que más ha hecho por esta Monarquía liberal, dando consejos por detrás de una cortina de Estoril. Pedro Sáinz, ahora, acaricia voluptuosamente una edición de la Constitución de 1812 tirada en obleas, después hojea un raro ejemplar de gastronomía y se le hace la boca agua, luego te enseña un libro de mística donde un anónimo canta al amor puro, finalmente soba libidinosamente los pechos de porcelana de un bibelot. Los está sobando desde que era niño.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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