La conduerma de las palabras
Mi amigo Argos ha observado que en Crónica de una muerte anunciada hay tres expresiones que no son de comprensión inmediata en Colombia. La observación es digna de un interés muy especial, no sólo por venir de quien viene, sino porque hay indicios muy serios de que la novela transcurre en este país. Uno de ellos es la nacionalidad del autor. Otro, más significativo aún, es que cerca del pueblo sin nombre donde sucede el drama hay una ciudad de Colombia muy conocida en el mundo entero -Cartagena de Indias-, que fue fundada 374 años antes de que Madrid se convirtiera en la capital de España, y un poco más lejos hay otra ciudad también colombiana -Riohacha- que fue fundada 64 años antes de que el navegante inglés Henry Hudson explorara el lugar donde había de fundarse la ciudad de Nueva York. De modo que era razonable esperar que todas las expresiones del lenguaje de la novela fueran también colombianas.Sin embargo, Argos sabe tan bien como todo buen escritor que la guerra cotidiana con las pala bras no respeta fronteras. Un pobre hombre solitario sentado seis horas diarias frente a una máquina de escribir con el compromiso de contar una historia que sea a la vez convincente y bella agarra sus palabras de donde puede. La guerra es más desigual aún si el idioma en que se escribe es el castellano, cuyas palabras cambian de sentido cada cien leguas, y tienen que pasar cien años en el purgatorio del uso común antes de que la Real Academia les dé permiso para ser enterradas en el mausoleo de su diccionario.
Las tres expresiones observadas son conduerma, cruda -entendida como el malestar que se padece al día siguiente de la noche anterior- y hacerse bolas. Las dos últimas, en efecto, son originarias de México. La primera, según el diccionario de americanismos de Alfredo Neves, y también según el Vox y el de la Real Academia, es un venezolanismo. Las tres son de uso corriente en sus patrias originales.
Sin embargo, yo no aprendí la palabra conduerma en ningún diccionario foráneo con pretensiones trasnacionales, sino en la casa de mis abuelos, a los cinco años de edad, y con un significado mucho más intenso. Cuando me empeñaba en conseguir algo con una cantaleta invencible de días y días enteros -como lo sigo haciendo de viejo-, mi abuela terminaba por reventar: «Carajo, esta criatura es una conduerma». Así que más que modorra o sueño pesado -que tienen algo de metafórico- la conduerma de mi infancia era un tormento continuado e ineludible, como la amenaza de la muerte, que es el sentido que tiene en mi novela. Con todo, tuve buen cuidado de no decirla yo como narrador, sino que la puse en boca de un personaje, y todo el mundo sabe que los protagonistas de las novelas son los dueños de sus palabras.
Es probable, por supuesto, que aquella conduerma errante viniera de Venezuela. De niño aprendí otras muchas palabras que más tarde volví a encontrar en aquel país, pues pasaban de contrabando de un lado al otro, como las sedas de China y los perfumes de Francia, por una frontera que por aquellos tiempos era de dominio público. Lo que debemos preguntarnos es si al cabo de cincuenta años -y quién sabe cuántos más anteriores- las palabras emigrantes no pueden cambiar de nacionalidad con tanto derecho como cambian de sentido.
La palabra cruda, por supuesto, la conocí en México. En Colombia se dice guayabo, pero yo preferí la mexicana, porque la nuestra tiene además una connotación de añoranza que me estorbaba en el texto. Con ese sentido escribí hace ya muchos años, en otra novela, que un personaje se sentía atormentado por «el fragante y agusanado guayabal de amor que iba arrastrando hacia la muerte». En la Crónica de una muerte anunciada la palabra guayabo también aparece en otra parte con el sentido de cruda, pero no está dicha por el narrador, sino por un protagonista, al cual le preguntan por qué está tan pálido, y él contesta: «Imagínese, con este guayabo». Por cierto que revisando la versión inglesa encontré que cruda había sido traducida en forma correcta -hangober-, que es como si uno siguiera todavía colgado de la noche anterior. En cambio, guayabo había sido traducido por error como hullabaloo, que no tiene nada que ver con nada, tal vez porque el traductor pisó sin darse cuenta una de las trampas frecuentes y peligrosas del sentido común. En todo caso, si escogí cruda fue por puras razones de gusto personal, pues ningún otro estado del ánimo tiene tantos nombres para escoger en castellano: resaca en España (como en Brasil), ratón en Venezuela, perseguidora en Cuba, chuchaque en Ecuador. Es un verdadero dolor de cabeza, no tanto para los sobrevivientes de la pachanga, sino también para los sabios lingüistas de agua mineral.
El traductor al inglés no entendió tampoco la expresión «hacerse bolas», y se lo preguntó en una carta al escritor Pedro Gómez Valderrama, quien le resolvió de un modo certero no sólo ése, sino otros varios enigmas de la misma novela. El término, en efecto, lo aprendí en México, y no me costó trabajo entenderlo, porque es casi igual a otro colombiano que quiere decir lo mismo y que no yace todavía en ningún diccionario oficial: embolatarse. En la novela preferí el mexicano, porque me pareció más expresivo, y también más fácil de descifrar por sentido común.
Pensando en todo esto, caí en la cuenta de que en la misma novela hay otros mexicanismos, además de los que señala Argos. Se dice: «habladas de borrachos», «mulatas destrampadas», «un poco al desgarriate». No sé de dónde venga habladas, con el sentido de bravuconadas, pero lo aprendí en México, y no encontré otra palabra más feliz en Colombia. Destrampadas viene de destrampe, que es la pachanga de delirio en la que todo está permitido. Hacer las cosas al desgarriate, es hacerlas de la peor manera posible, y me cuesta trabajo imaginarme una palabra que se parezca tanto a lo que quiere decir.
Los colombianos, que en los últimos tiempos hemos ganado tan mala fama en el mundo por tantas razones distintas, tenemos desde hace años la de hablar el castellano más puro. Dormimos en falsos laureles, pues en realidad hablamos por la calle una lengua muy bella, rica y útil, pero la que nos ha dado la fama no es ésa, sino la que recitan como loros nuestros académicos polvorientos y nuestros presidentes embalsamados.
Para mí, el mejor idioma no es el más puro, sino el más vivo. Es decir: el más impuro. El de México me parece el más imaginativo, el más expresivo, el más flexible. Tal vez porque es la lengua de emergencia de una nación que olvidó los idiomas nacionales antiguos, y al mismo tiempo aprendió mal el que trajo Hernán Cortés. La síntesis logra a veces dimensiones mágicas. Sólo un botón de muestra: en México existe, con su significado completo, la palabra mendigo. Pero hay otra, que es la misma, pero pronunciada como esdrújula: méndigo. Suele usarse más como adjetivo, y significa, más o menos, miserable. Los mexicanos tienen para las dos una explicación deslumbrante: «Mendigo es el que pide limosna, y méndigo es el que no la da».
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