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La viva voz y la palabra muda

El primer centenario del nacimiento de Juan Ramón Jiménez parece caer aquí como un suplicio, surcado más por el deber venenoso que por la providencia afortunada. Y de ello es responsable no sólo el desdén patrio por toda la poesía verdadera, sino más todavía cierta imagen blandengue y cursilona que se nos ha vendido como fotografía de cuerpo entero para identificar al trote a aquel poeta que se sacó de la manga a un borrico peludo y suave, galardonado con el Nobel por ese parto entre algodones y, en justa consecuencia, merecedor de uvas moscateles en todo manual escolar.Pero hay otra palabra en Juan Ramón que permanece leve y firme sobre todo: «La vibrante palabra muda,/la inmanente, /única flor que no se dobla,/única luz que no se extingue,/única ola sin fracaso». Hay, asi mismo, otro poeta, «el dios absorto en el principio, /completo y sin haber hablado nada;/ el embriagado dios del suceder, /inagotable en su nombrar preciso; /el dios unánime en el fin,/feliz de repetirlo cada día todo».

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Sucede, sin embargo, que poeta y palabra tales se prestan mal al abollado invento de conmemoraciones vanas: « Pasad, no penséis en mi vida,/dejadme sumido y esbelto./Yo uno/en mi centro». Porque él ya se encargó de vivir la eternidad y de soñar la vida efímera, de morir en el sueño y de resucitar en la vida. El quiso para el mundo una palabra que le diera «fortaleza de niño/y defensa de rosa». Ya en la nada la lengua de su boca, ¿qué hacer sino entregarle el corazón a su espacio de blancas obsesiones, a sus pinturas en el aire, a su remanso de luz?

No permite la obra de Juan Ramón, en rigor, ceremonias acreditadas. Sólo el recuerdo íntimo da acogida a la flecha: « ¡Libro,afán/ de estar en todas partes,/ en soledad! »

Hay, además, un Juan Ramón de viva voz, que la escucha constante de Juan Guerrero Ruiz rescata: «... dice que lo que falta en los poetas que han venido desde Moreno Villa, hasta los más jóvenes, es el espíritu». Tras elogiar a Unamuno y Antonio Machado, precisa cuanto sigue acerca de la luego llamada generación del 27: «Este grupo, que ha realizado con talento cosas que están bien, a veces muy bien, formará un cancionero interesante, pero nada más. Siento decirlo, pero una gran promesa, una gran figura, no se ve entre ellos».

Y el poeta de vibrante palabra muda dice de viva voz lo que ve: «Lorca, lo mejor que ha hecho es el Romancero gitano, pero éste tampoco tiene espíritu, es otra Andalucía de pandereta, vista de otro modo, pero de pandereta, poesía externa, brillante, pero sin espíritu. Lo de Guillén es mitad francés, mitad español; su libro está todo entre Valéry y mis libros. Podría citar muchos ejemplos. Salinas, no digamos; poesías enteras, verso a verso, puede demostrarse de donde han salido. Y esta poesía que se hace ahora por todos estos jóvenes no puede prosperar».

El entrecomillado se hace aquí más tajante: «La poesía ha de ser natural, ha de fluir naturalmente, y todo lo que sea truco no puede ser poesía. A todos ellos les falta invención, no tienen inventiva, que es lo que hemos tenido nosotros, y su obra adolece de esta falta. Estos días he leído el libro de Luis Rosales, Abril, que tiene cosas que están muy bien, pero no, no se ve en él tampoco un gran poeta. En cuanto a lo de Neruda, que sus amigos quieren presentar como un genio, es disparatado. Allá él y ellos».

Y allá los que se atrevan a celebrar el centenario de Juan Ramón Jiménez omitiendo su viva voz y su palabra muda.

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