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¿Ha fracasado la "operación transición"?

Después de los últimos acontecimientos vividos por el país, y del evidente giro involutivo que el Gobierno Calvo Sotelo está imprimiendo a la situación política, es esta una pregunta que nos hacemos muchos españoles: ¿alcanzó techo, antes de consumarse, la operación transición, y ahora nos colocamos en una galopante marcha atrás? Claro está que la pregunta lleva consigo, simultáneamente, el siguiente complemento; fracaso, ¿para quién y en qué? Porque es evidente que sí puede hablarse de un fracaso es para la izquierda democrática del país, que confió en la misma, y pensó que la verdadera democracia podría instaurarse por tal procedimiento. Pero no para el bloque dominante en el poder, que sólo pretendió lavarse la cara, y mantener su dominio de clase bajo otra fórmula política diferente. Es decir, la operación transición no ha sido otra cosa que un intento de autoadaptación democrática del mismo bloque social y corporativo que fue dominante durante todo el franquismo.A la vista está que, ahora, este bloque en el poder se ha decidido abiertamente por una reconducción del proceso de la transición hacia unas fórmulas más controladas. Hay un bloque nacional dominante constituido por una mezcla de aristócratas y financieros, junto con la alta burocracia del Estado, y el apoyo de los poderes fácticos -que sólo apostó por una «democracia limitada y otorgada» que no rebasara a la que, en su día, quiso hacer el Gobierno Arias Navarro (noviembre 1975-julio 1976)-. Este bloque dominante vuelve ahora por sus fueros, cree que se ha ido demasiado lejos, y teme con razón- que el proceso autonómico, de proseguirse, representa el principal peligro para el mantenimiento de su secular dominio de clase. Y deciden la marcha atrás. Pienso que, efectivamente, ha sido en el proceso autonómico donde han visto el principal peligro para consolidar, bajo otra fórmula seudodemocrática, su tradicional dominio de clase. Ni la situación económica -con ser muy grave-, ni la seguridad ciudadana, ni mucho menos la actuación de los partidos de la izquierda -por otra parte sin reflejos, sin horizontes, sin estrategia, y solamente obsesionados, primero, por un lugar al sol, y, después, por ocupar parcelas de poder institucional- podían poner en peligro su operación transición. La posibilidad, en cambio, de un Estado configurado como comunidades autónomas federadas, en el que habría de producirse una nueva distribución de poderes, al mismo tiempo que una efectiva profundización de la democracia, esto sí era peligroso para ellos.

Y, sin embargo, el golpe del 23F y ulterior Gobierno Caívo Sotelo no parecen haber despertado a la izquierda española del sueño en que se hallaba, de suponer que «estábamos en Europa», y aquí se podría ser, para unos, alternativa de poder, y para otros, eurocomunistas. Nos han faltado unos mínimos análisis sobre la realidad de nuestra situación. De haberse realizado, podrían fácilmente deducirse las casi insolubles dificultades que ofrecía la operación transición, instaurada, además, desde el poder. Y ello, por varias elementales constataciones que no necesitaban mayor demostración:

a) Una, que pertenecemos a una zona de capitalismo dependiente, tercermundista (salvo alguna determinada nacionalidad como Cataluña), y aquí la evolución más previsible, en esas condiciones, es un modelo de democracia controlada y restringida, similar a cualquier país de Latinoamérica. Es más, el riesgo golpista está siempre latente e incluso la argentinización de nuestra vida social y política se presenta como una amenaza previsible.

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b) Como consecuencia de lo primero, la carencia de una fuerte burguesía progresista (salvo en Cataluña) en que sustentar un régimen de democracia formal, representativa, parlamentaria, en definitiva: burguesa. ¿Con qué apoyo de clase se contaba? La fórmula de transición política desarrollada por Suárez, con más o menos éxito, pero en cierta manera progresista, se ha visto desasistida de todo apoyo de clase. La burguesía española, poco a poco, le ha venido negando el visto bueno. El fallo de la transición es que aquí no existe una burguesía fuerte. Cuando la burguesía es fuerte, juega la carta de la democracia formal y parlamentaria; cuando es débil, apela a la autocracia. La debilidad política y asociativa de la burguesía española es manifiesta, y de aquí su gran desinterés y hasta rechazo de la democracia.

e) Como consecuencia también de nuestra estructura tercermundista, lo arcaico y primitivo de nuestros cuerpos estatales que, como bien ha señalado Ignacio Sotelo (La fragilidad de la democracia. EL PAIS, 19-21-22 de abril), dejan el suficiente vacío de poder como para tentar al Ejército con ocuparlo.

d) La aculturación política de nuestra sociedad, y su particularismo exacerbado, que nos reduce a cada uno de los españoles al pequeño círculo de sus intereses personales o familiares. Los intereses sociales generales brillan por su ausencia, y carecemos del más mínimo sentido de la ciudadanía. Sociológicamente, por tanto, la democracia española cuenta también con escaso soporte.

En definitiva, mal que nos sepa, hay que reconocer que el modelo de desarrollo franquista, aunque nos condujo a una cierta industrialización, ha sido insuficiente para homologarnos a Europa. Era absurdo, en consecuencia, para la izquierda clásica española, hacer planteamientos tácticos y estratégicos similares a los correspondientes partidos europeos.

¿Qué hacer, pues, por parte de la izquierda española? Por supuesto, no lo que se está haciendo: intentar neutralizar los elementos involutivos que se han rebelado, mediante su incorporación a la propia táctica, o sea, haciendo suyos los planteamientos de aquéllos. Su comportamiento después del 23F se mueve en este sentido: desertar de su papel de oposición, y concertarse para fortalecer al Gobierno, al Estado, y, en definitiva, consolidar el actual dominio de clase. Y, lo que es más grave, extienden esta concertación al proceso autonómico y al proyecto de modificación de la ley Electoral para anular a los partidos nacionalistas. Sin percatarse de que la democracia no se fortalece recortándola, defendiendola, amurallándola, sino a la inversa: expandiéndola, desarrollándola. Y hay dos frentes en los cuales hacerlo: uno, la movilización social en este sentido, la participación popular a todos los niveles; y otro, la transformación democrática del Estado, mediante su configuración como comunidades autónomas federadas. Es decir, todo lo contrario de lo que, en cierto modo, se está haciendo. En vez de movilización y participación popular, «enclaustrarse en conciliábulos y concertaciones», como ha dicho Vidal Beneyto (EL PAIS, 25-4-1981); y a cambio de un ahondamiento y confirmación de las libertades, se acepta un progresivo recorte de las mismas. Y, para colmo, se racionaliza de nuevo el proceso autonómico, cuando precisamente es éste el mejor camino para proceder a una democratización real del Estado, y la única alternativa válida al modelo centralista, oligárquico-capitalista, en que hasta ahora hemos estado instalados.

¿Ha fracasado, pues -para lo que la izquierda esperaba de ella- la operación transición montada por el bloque dominante? Si es así, ya es el momento para cambiar de estrategia y reconsiderar todos los presupuestos tácticos que hasta aquí se han seguido.

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