Asesinar a Mozart o resucitar a Kant
Es una muy insólita imagen de Europa la que en estos momentos ofrecen sus presidentes: Schmidt, glosando eruditamente la teoría -de la moral kantiana; Giscard, releyendo en su versallesco palacio la edición príncipe del Emilio de Rousseau con fines claramente electorales; Pertini, disertando en sus horas libres acerca del barroco tardío, y Calvo Sotelo, interpretando a Mozart entre susto golpista y escalada terrorista.Parece como si la avasalladora irrupción del séptimo arte en la Casa Blanca hubiese desatado entre los gobernantes europeos, como reacción primaria, el Puror por la estética ilustrada. Frente a la cultura maniquea y brutal del western que nos propone Reagan, aquí están, a modo de respuestas, las muy sutiles exquisiteces racionalistas del siglo XVIII, parecen decirnos. Incluso las recientes declaraciones cosmopolitas de la reina Beatriz de Holanda sobre el peligro de las ilusiones nacionalistas tienen rancio sabor kantiano. Me refiero, lógicamente, al Kant de las Ideas para una historia universal desde elpunto de vista cosmopolita, en donde el filósofo de Königsberg propone una generosa Sociedad de Naciones que todavía parece una lejana utopía para el muy mercantilista espíritu comunitario.
El problema estaría en saber si Kant, Mozart, Rousseau o los arquitectos italianos que construyeron la escalinata de Piazza di Espagna y la Fontana de Trevi suscribirían las versiones que de sus obras hacen los líderes políticos europeos en sus memorables ratos de ocio. Sobre todo, si Mozart suscribiría las interpretaciones del piano blanco de nuestro hombre en la Moncloa.
De todas las maneras, hay que admitir que la presencia del canciller socialdemócrata en el grave bicentenario de la Crítica de la razón pura, rodeado por lbs más célebres especialistas en el arte vasto y complejo de la exégesis del pensamiento kantiano, sitúa al alemán muy por encima de sus colegas en el ranking de las aficiones ilustradas y dieciochescas.
No tenemos remedio. Después del enorme esfuerzo histórico que supuso haber pasado de aquella Marina que tanto seducía a Franco al Papillon que fascinaba a Suárez y, ahora, al Mozart que aporrea Calvo Sotelo, cuando ya estábamos a punto de rozar la normalidad del poder ejecutivo en asuntos estéticos, llega el canciler Schmidt y eleva el listón a las prestigiosas alturas académicas de la Crítica de la razón pura, dejándonos en evidencia con el piano del presidente, que más que para sonatas barrocas parece especialmente diseñado para un remake de la famosa secuencia amorosa del bar de Casablanca.
Lo dijo el propio Kant: «La música es el placer inocente de los sentimientos»; mientras que la filosofía encarna «la dignidad absoluta, al ser la ciencia de los fines últimos de la razón humana».
Pero hay algo más trascendental en la odiosa pero inevitable comparación. Nos hablan estos días, incesantemente, de los sonidos decimonónicos de los últimos acontecimientos, cuando el caso es que ni siquiera la situación llega a dieciochesca por mucha sonata de Mozart que le echemos a la banda sonora. Tal y como está el patio -me refiero al patio de los cuarteles, naturalmente-, sería una provocación tremenda en estos momentos que el jefe del Ejecutivo español se declarara en público, al igual que el canciller alemán, ferviente admirador de la moral kantiana. Pronto acabaría sabiéndose, porque estas cosas no pueden ocultarse por mucho tiempo, que el tal Kant practicaba y recomendaba el pacifismo, el antimilitarismo y el antipatrioterismo, era partidario de una monarquía republicana, ferviente defensor de los aún pefigrosos ideales de la Revolución Francesa y, como nos recuerda Jachmann, su biólogo, acariciaba «... la idea de una Constitución perfecta, con el mismo deleite de un científico natural que observara un experimento para confirmar una hipótesis importante». Pensándolo bien, mejor asesinar a Mozart que resucitar a Kant para que tengamos la fiesta en paz.
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