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Encajar el golpe

No cabe ninguna duda de que los acontecimientos históricos vividos en la última semana de febrero han dejado a esta sociedad, y dentro de ella a los sectores políticamente más sensibles, una profunda huella y una tremenda sensación de inseguridad. Lógico. El asunto dista mucho de estar cerrado, y la multitud de flecos, rumores, interrogantes y sospechas suponen, en su conjunto, un pesado cortejo que arrastra anímicamente una opinión pública aún estremecida por lo que pudo pasar y que nadie, absolutamente nadie, puede asegurar que no se repita. Corregido y aumentado además.Aquella interminable noche, y sus secuelas, fue un fogonazo cuyos rescoldos van a perdurar durante bastante tiempo. Y eso incluso en la hipótesis voluntarista de que las cosas vayan a mejor. Pero el escalofrío que el 23 de febrero sacudió las conciencias ciudadanas de este país y les hizo sentir el vértigo de la pérdida de aquello que distingue a los seres racionales de los que no lo son, la conciencia de su libertad, no puede en ningún caso servir de pretexto para un nuevo ejercicio de masoquismo nacional, aceptando como inevitable lo que puede y debe ser evitado: el, esta vez «definitivo», golpe de Estado. Aquí hay muchas consecuencias que sacar, no todas, ni mucho menos, negativas; muchos análisis que hacer y, sobre todo, un enorme trabajo que realizar. Lo que no se puede es convertir una sociedad libre -y, aunque condicionada, ésta todavía lo es- en un coro de agoreros y de plañideras que aceptan impasiblemente un destino fatal. La verdadera prueba de la fortaleza o debilidad de las instituciones democráticas españolas se va a medir en los próximos días y semanas.

Mal asunto sería que el derrotismo, que nada tiene que ver con ser conscientes de la situación, sustituyera al rearme moral y al convencimiento de que sólo la reafirmación de la democracia, como hicieron por lo demás millones de españoles el viernes 27, puede sacar a este país del atolladero en que la actitud de los golpistas y sus cómplices y los errores y los despilfarros de algunos políticos nos han conducido. Y sin que eso signifique ni de lejos distribuir culpas por igual, que es, por cierto, una actitud exculpatoria que pretende abrirse paso en ciertos ámbitos sociales. Ni los golpistas tenían pretexto para alzarse contra la legalidad y la Constitución (ninguna razón puede avalarlos, salvo la de la fuerza y el desprecio por la voluntad popular) ni el resto de las fuerzas políticas, y muy especialmente las que ocuparon el poder ejecutivo desde 1977, aunque no sólo ellas, pueden eludir un serio examen de conciencia y, como mínimo, sacar algunas conclusiones respecto a lo que ha pasado.

Se trata, en definitiva, de aprovechar la lectura que los desdichados acontecimientos ofrecen. Y, naturalmente, obrar en consecuencia. Cualquier cosa menos la pasividad y el lamento o la falsa tranquilidad hecha de palabras y no construida con el peso específico de los hechos y las reformas urgentes e imprescindibles que en sectores clave, como los servicios de inteligencia, mostraron, en el mejor de los casos, su incapacidad. Ni mucho menos la aceptación de una especie de determinismo fatalista, que nos llevaría directamente a la aceptación psicológica del desastre. Ni la España de hoy es la misma que la que rodeó a la «sanjurjada» ni hay equiparación posible con el «tancazo» chileno. Pinochet nunca hubiera dado el golpe sin la colaboración, más o menos encubierta, de la democracia cristiana chilena y de toda la derecha económica, ni existe una radicalización social pareja a la que allí se dio. Existe, sin embargo, y por decirlo todo, un fenómeno terrorista que, ese sí, puede ser el percutor de situaciones límite. Fenómeno absolutamente desestabilizador que encuentra subjetivos «compañeros de viaje» en la impotencia policial y en la tibieza con que las fuerzas políticas nacionalistas vascas enfocan el problema.

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La responsabilidad histórica del PNV es en este tema decisiva, y por mucho que se empeñen sus dirigentes en la condena de la violencia, venga de donde venga, como suelen añadir, hay otros resortes que no parece estén siendo utilizados en consonancia con la gravedad que la actual situación exigiría. Y, obvio resulta decirlo, no me estoy refiriendo a ningún tipo de «guerra sucia», en toda circunstancia rechazable e igualmente desestabilizadora, sino al empleo de otro tipo de recursos de persuasión que el PNV ha utilizado en alguna ocasión y de movilizaciones que están totalmente en su mano. Pero una de las tragedias del actual momento es que hay razones para dudar de la solidaridad de los nacionalistas vascos con el resto de los demócratas españoles, negándose a reconocer la evidencia de que en un naufragio de la convivencia no hay botes salvavidas para nadie.

La complejidad del tema vasco y el reconocimiento de sus peculiaridades y, por supuesto, de sus derechos como pueblo no pueden hacernos olvidar que en el Norte está uno de nuestros más claros «talones de Aquiles». Conciencia que no es compartida por algunos sectores sociales y políticos de Euskadi, que viven prisioneros de una única problemática, sin apenas conexión con el exterior, cociéndose en la propia salsa, de acentos tribales, y sin apenas perspectiva del conjunto. Es evidente que hay razones históricas que explican, aunque no justifican, este estado de cosas, ni que toda o la mayor parte de la culpa provenga de ahí. Pero ésta no es, no debe ser, la hora de las culpabilidades, sino de la responsabilidad y de la tregua en las visiones sectoriales en pro y al servicio de los intereses de todo el país. Si los vascos no lo entienden así hay motivos para echarse a temblar. Lo que sucedió la noche del 23 de febrero indica bien a las claras que el miedo (sentimiento perfectamente humano) no tuvo otro parapeto en Euskadi en relación con el resto de España que la mayor cercanía de la frontera.

El frustrado golpe ha probado también el aislamiento de las Fuerzas Armadas respecto a la sociedad civil. Aislamiento suicida que no se ha querido ver ni afrontar desde los responsables gubernamentales, que apenas han entrado a los cuarteles más que de visita y en actos oficiales. Y que se ha propiciado también con la irreflexiva dejación de símbolos, con una alegría digna de mejor causa, que, como la bandera nacional, nunca debió permitirse fuese secuestrada por los extremistas de la derecha. Lo mismo que cierto sedicente desprestigio social que hacia los militares han hecho gala algunos elementos de la progresía.

Tampoco la solidaridad con las numerosas víctimas del terrorismo entre las Fuerzas de Orden Público ha estado muchas veces a la altura de las circunstancias, aunque sería, absolutamente injusto, además de inexacto, decir que los políticos de la democracia se han desentendido de su sacrificio. Sin embargo, algunos resortes han funcionado tarde y amortiguados. El problema es complejo porque el aislamiento y una dialéctica en la que se hace difícil separar la cautela del mutuo recelo han dado resultados nefastos en su recíproca falta de confianza. Ha fallado además estrepitosamente una mínima didáctica, que podríamos llamar constitucional, y aquí sí que los principales responsables tienen nombres y apellidos. Y ha sido penoso que la tardanza en la reforma del Código de Justicia Militar hiciese que casos como los de Els Joglars, El crimen de Cuenca y los procesamientos a periodistas, además de temas como los objetores de conciencia o la UMD, sirviesen de dique y de malentendidos en lugar de punto de partida para el diálogo y la discusión. Discusión no fácil, por supuesto, pero que debió abordarse sin complejos y con decisión política.

La responsabilidad de los Gobiernos de Suárez en estos temas no debe minimizarse. Ningún país puede considerar que el diálogo con su Ejército es una utopía, y, en cualquier caso, la impermeabilidad entre el colectivo militar y el civil nunca debió ser considerada como un hecho, sino como un reto y un objetivo prioritario.

Lo que se ha hecho a menudo, en cambio, es confundir la adulación con el respeto, mientras que con penosa frivolidad se ha jugado insensatamente con el fuego de los símbolos y de las palabras equívocas y con la insensibilidad a ciertos temas específicos de un mundo cerrado que con toda urgencia se debió intentar por todos los medios integrar dentro del universo de valores democráticos. El reto sigue ahí y, si esta democracia no responde a él, no hay salida posible. Difícil tema. Pero o se sabe «encajar el golpe» o, como dicen los castizos, apaga y vámonos. Entonces mucho mejor encender todas las bombillas para ver la salida, que la hay. Y mientras haya tiempo.

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