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Reportaje:50.000 personas en busca de asilo / 1

La indefinición jurídica, principal problema de los refugiados en España

«No, claro que no me imaginaba que terminaría aquí». El que habla es Carlos R., un argentino de veintinueve años. Aquí es la calle de Preciados, en Madrid, y conversamos frente a su mesa portátil de vendedor ambulante de collares, anillos, pañuelos y pendientes. Hace siete años Carlos era, fundamentalmente, militante de una organización de la izquierda argentina. Y estudiaba medicina. En el orden del día figuraba entonces el cambio político. Ahora Carlos mira pasar a cientos de personas. frente a su mesa cada día: cada uno es un cliente potencial. Ha tenido que aprender a sobrevivir: el regateo, algo de artesanía, el olfato para saber cuándo va a llegar la policía y sortear los mil y un obstáculos de una legislación enmarañada que muchas veces lo reconoce como refugiado y residente en un despacho oficial, pero le niega reconocimiento social en la ventanilla del Ministerio siguiente.«No», dice Carlos; «no lo podía imaginar». La discusión política se ha visto desplazada por el conocimiento de otros códigos y laberintos. La venta ambulante, por ejemplo, da de comer a cientos de refugiados y ha llegado a tener la envergadura de un submundo. Hay mayoristas y minoristas; hay quienes se instalan con su mesa propia y a quienes se les paga un 20% de las ventas o doscientas pesetas por hora para vender mercancía, generalmente traída de Marruecos, Londres o Francia.

En Madrid, de acuerdo a los testimonios de los vendedores latinoamericanos, existen cinco grandes casas mayoristas de bisutería. De ellas, tres pertenecen a argentinos. «Sí; hay un pequeño grupo de argentinos que tienen buena parte del control de este negocio», dice otro vendedor, «pero somos centenares los argentinos y gente de otros países que vendemos y sobrevivimos con esto». Los vendedores que podrían denominarse «de base» no se, sienten incluidos en «la mafia» de los mayoristas. Y uno de ellos nos pide que escribamos que «está harto de escuchar hablar mal de los argentinos, porque hay todo tipo de gente, corno en todas las nacionalidades, y las generalizaciones en este terreno terminan siendo racistas».

La cuestión no es sólo vender. Los mayoristas dan la mercancía y luego no tienen escrúpulos en instalar sus propias mesas, bajarlos precios y competir con sus clientes. «Es un negocio sin reglas fijas», dice Esther R., uruguaya, «que te permite en determinadas fechas, como Navidad, ganar mucho dinero en pocos días, a veces en pocas horas, pero en el cual te pueden explotar o perseguir sin límites». Esther estudiaba abogacía en Montevideo, y piensa en algún momento retomar la carrera. Entre los vendedores hay un alto porcentaje de estudiantes y profesionales. Pero un mercado laboral cada vez más restringido, y trabas para con validar títulos y estudios, además de una política, en general, de puertas cerradas de los colegios profesionales, hace desistir a muchos.

Y seguimos dialogando con los vendedores. La cuestión de los permisos municipales es conflictiva. El Ayuntamiento concede algunos a personas que demuestren vivir en la zona donde venden, que no tienen trabajo y son cabezas de familia. La mayoría vende ilegalmente. La policía avisa una vez y luego regresa. Si el vendedor sigue allí, le retiran la mercancía y la devuelven a cambio de la multa. «Pero nunca te la devuelven entera», explica otro vendedor; «siempre falta algo». Entre tanto, la contienda entre el Ayuntamiento y los comerciantes crece. Muchos de estos últimos se niegan a pagar impuestos si no se erradican los vendedores. Queda entonces la posibilidad de mercadillos en otras ciudades y, en el verano, la costa e Ibiza. Es unánime la opinión de que los argentinos que dominan la venta en Ibiza no son exiliados, sino que pertenecen a una generación de antiguos artesanos que cambiaron su hippismo por un estilo mercantil más rentable.

Un personaje curioso

No es tarea sencilla integrarse en una sociedad distinta. Menos aún si no se tenía la idea de emigrar, sino que hubo que huir, y además si esa sociedad atraviesa una grave crisis económica y en ella no hay tradición de recibir refugiados. Más bien lo contrario: España tiene un itinerario histórico periódicamente jalonado por la emigración y el exilio político. Itinerario que arranca con la expulsión de los judíos en el siglo XV y llega a la guerra civil y la emigración bajo el franquismo, pasando por los heterodoxos del siglo XVI, los afrancesados en 1813, los carlistas y la emigración republicana de 1874, por citar algunos ejemplos.

El refugiado es alguien curioso; rompe ciertos esquemas, porque es extranjero, pero no es turista. Viene de fuera pero no está, en principio, interesado en adquirir cerámica toledana ni en ir a un tour de flamenco y toros. Necesita sobrevivir, y para ello precisa, como mínimo, los mismos derechos y deberes que los españoles. El senador Justino de Azcárate, presidente de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), declaraba recientemente que «no se debiera dar un trato igual, sino preferente, a los refugiados. Entre otras razones, porque la permanencia de la mayor parte de ellos en nuestro país es transitoria». Y agregaba: «Por lo menos eso creíamos cuando emigramos nosotros al terminar la guerra civil... Y no duró más que cuarenta años aquella temporalidad».

Las estructuras organizativas y de recepción de refugiados son todavía nuevas y en proceso de formación. España se adhirió a la Convención de Ginebra de 1951 y al Protocolo de Nueva York de 1967 -instrumentos jurídicos que regulan la condición del refugiado- en 1978. Posteriormente la Constitución reconoció el derecho de asilo. La formación de esas estructuras está siguiendo un proceso zigzagueante correlativo a la mayor o menor liberalidad de los criterios que emanan del Estado. Para los refugiados del sureste asiático, por ejemplo, se creó un Comité de Asentamiento integrado por departamentos de la Administración del Estado, el Departamento de Refugiados de la Cruz Roja, Cáritas Española y la representación del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). El resto de los refugiados no tiene un organismo similar al que acudir y se dirige, además del ACNUR, a organismos privados voluntarios, como CEAR, en Madrid; la Asociación Catalana de Solidaridad y Ayuda al Refugiado (ACSAR), en Barcelona; o a Cáritas, Cruz Roja y el Centro de Información y Acogida, entre otros.

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