No somos turcos ni bolivianos
Esta España de nuestros amores y pecados, de hielos y de alisios, de tirios y troyanos, es sin duda un país tan exuberante cuanto descabellado. Trepando por el olmo en busca de peras, nos caímos los españoles en el pozo del desencanto, y creyendo que un Estado cambia porque fallezca una persona olvidamos que un Estado es, sobre todo, un conjunto de instituciones y aparatos, que son los que tienen que modificarse para que lo haga el Estado. Y aquí no ha variado casi nada, aunque sí anden en gestación procesos de cambio. Sólo que los procesos son eso mismo, procesos, y duran un tiempo. Son como ríos manriqueños hendiendo hacia la mar del porvenir y tienden a ser de lento curso (salvo cuando hay rotura de diques, o sea, revolución, que entonces son como cascadas o cataratas; seguidas, por demás, con harta frecuencia, de un curso muy similar al anterior: véase, por ejemplo, la posrevolución francesa o la posportuguesa de los claveles).Y menos mal que en España hubo hace cinco años un cambio fundamental en la jefatura del mismísimo Estado, configurándose la actual como gran garantía de todas las otras transformaciones necesarias. Sobre esta piedra coronada estamos edificando la España democrático-plural, y las puertas del infierno (de los totalitarismos) no prevalecerán contra ella; pues se trata aquí de una Monarquía moderna, seria, europea, que asegura amplia cancha entre las dos puertas del averno, el estalinismo y el fascismo.
De modo que dejémonos de síndromes turcos o bolivianos, desdramaticemos, no nos encalabrinemos masoquistamente imaginando -aventuras, que ni Reagan pretende, probablemente, ser el coco ni podría serlo, aunque quisiera, tanto como quisiera. Hoy ya no se invade Nicaragua como antes República Dominicana o Líbano. Por desgracia, aún se invade Afganistán, pero también hay señales que anuncian que la fiesta se acaba.
En España algunas cosas todavía no han pasado nunca y uno piensa que no pueden suceder. Una de ellas sería un movimiento de sables contra la Corona, de signo reaccionario. Porque sí los hubo de signo progresista, como la revolución de Riego o la Gloriosa de Juan Prim. Pero contra el Rey y retrógrado, todo a la vez, sería demasiada brecha para abrir, a las puertas del tercer milenio.
Mas, siguiendo con las hipótesis de laboratorio, ahora un grado menos, si hubiera quien pretendiese presionar o coaccionar a la Corona, sería más reo de lesa candidez que de lesa majestad, por desconocer el compromiso irreductible del Monarca con la democracia, que nunca le permitiría dar el visto bueno a acción alguna contraconstitucional. Además, un rey que convalida una tal acción es arrastrado luego por la caída de los contraconstitucionalistas, como le sucedió a Alfonso XIII o a Constantino de Grecia. ¿Alguien puede, pues, pensar que el Rey caería en tan burda trampa?
De modo que aquí no se va a triturar ni a forzar la legalidad, entre otras varias razones porque acá los ejércitos no se componen de indios cuasi analfabetos, sometidos a una disciplina brutal en unidades de tipo rangers, desclasados y desintegrados del pueblo, como en Bolivia, ni existen altos mandos de nuestras FF AA relacionados con mafias de narcóticos. Los ejércitos de España se componen de ciudadanos conscientes que sirven a la defensa de su patria y no a supuestas e inverosímiles aventuras personales o institucionales. Tampoco es este un país, como Turquía, salido de tinieblas medievales hace apenas medio siglo, con inflación hasta el infinito, con el terrorismo ensañado en cada rincón del país, con la izquierda tan empantanada como la derecha, sino una nación y un conjunto de pueblos cuya cultura hizo que Cataluña ya fuera llamada «nación» en los siglos XIII-XIV, como señala Pierre Vilar y recogía Josep Meliá en un artículo de enero de 1978. Sí sucede que estos pueblos de la Celtiberia parece que hicieran, a veces, bueno el pesimismo más unamuniano, porque, en cuanto se ha presentado una ocasión histórica de construir la democracia, se vino encima alguna crisis socioeconómica mundial que sirvió, que sirve, de excusa a las derechas más oscuras y eternas para decir que los males los trae esa misma pobre, impúber, democracia; en tanto las dictaduras han cabalgado sobre la cresta de períodos económicos afortunados.
Mas han sido precisamente esas mismas dictaduras -que, con la fuerza creyeron resolver antiguos y crónicos problemas, los cuales tan sólo congelaron, poniéndolos entre paréntesis- quienes dejaron en herencia los gravísimos conflictos que han hipotecado la construcción de la democracia. En este sentido, el terrorismo actual constituye ejemplo arquetípico, pues hereda tanto del increscendo que viene, más o menos, desde el asesinato de aquel inspector, Melitón Manzanas, como del otro terrorismo, el blanco, el ejercido desde el poder, desde partidos únicos y sepulcros blanqueados, del cual eran meramente ejemplos -los más espectaculares o llamativos, pero sólo exponentes o consecuencias, no el núcleo del sistema- las torturas que se aplicaban sistemáticamente por encargados de custodiar el cumplimiento de las leyes.
No somos turcos ni bolivianos, dicho con todo respeto a estos pueblos, dignos de mejor suerte.
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