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Reportaje:

Los generales, uruguayos se aferran al poder

Si el pueblo uruguayo echó por tierra el axioma de que ninguna dictadura pierde un plebiscito, tampoco aquí se cumple el viejo aforismo de que cada país tiene los gobernantes que se merece. Aunque siempre es difícil justificar un sistema autoritario, lo es aún más en una nación de apenas 2,7 millones de habitantes, fácilmente controlables, con una clase media mayoritaria, con una tradición democrática contrastada y un electorado conservador, nada aventurero, que otorgaba el 70% de sus preferencias a dos partidos que no son más revolucionarios de lo que puedan serlo los norteamericanos.Se dirá que la situación en los comienzos de los setenta era otra, que los tupamaros se habían hecho con la calle y que el atentado se había convertido en instrumento político casi diario. Pero visto el apego actual de los militares al poder, muchos políticos se preguntan cómo este mismo Ejército no fue capaz, diez años atrás, bajo el mando de unas autoridades civiles, de impedir que la guerrilla urbana alterase tan intensamente la vida ciudadana.

Los uruguayos no se han creído el argumento de que la sedición sigue viva y que es necesario un período de transición de otros seis años bajo la tutela militar. Argumentos que no son de recibo en un país tan disciplinado que acató sin rechistar el decreto que prohibía manifestaciones en la calle tras el plebiscito. Los únicos uruguayos que festejaron el triunfo del no el domingo por la noche fueron los vecinos de la localidad fronteriza de Rivera, que cruzaron la calle que les separa de Livramento para celebrar en territorio brasileño la derrota del Gobierno. Quizá fue un ultraje más para el presidente Aparicio Méndez, porque Rivera es la ciudad en la que nació, hace 76 años.

La moderación es, posiblemente, la característica más destacada también de los políticos uruguayos. Este Gobierno, que se autojustifica por el peligro comunista, no pudo retirar el derecho al voto más que a 7.100 ciudadanos por presunta filiación marxista, y a poco más de 4.000, por su vinculación con grupos terroristas. En total, apenas un 0,4% de la población, que le sirven para justificar su permanencia en el poder.

Esta moderación quedó patente en los días siguientes al plebiscito. Las declaraciones de blancos y colorados eran todo un tratado de prudencia y de manos tendidas al Gobierno militar. Jorge Batlle, dirigente proscrito del Partido Blanco, insistía en que los dos partidos históricos mantenían después del plebiscito el ofrecimiento de un pacto nacional con los militares para restaurar la democracia. Admitía, incluso, que se mantuviese la proscripción de los políticos anteriores al golpe -como medida de higiene, los militares prohibieron toda actividad política a miembros y candidatos de anteriores asambleas legislativas, fueran conservadores o izquierdistas-, siempre y cuando se autorizase de nuevo la actividad de los partidos.

La amnistia, prematura

En esta pequeña nación, en la que es difícil encontrar una familia en la que nadie haya sufrido cárcel o exilio, nadie ha planteado aún la necesidad de una amnistía para normalizar la vida política. El mayor descubrimiento político de esta campaña, Enrique Tarigo, un profesor universitario que no está proscrito, simplemente porque no intervino en política antes del golpe, se mostró extremadamente cauto: «Tarde o temprano, habrá que ir a medidas de gracia, pero todavía resulta prematuro.

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En opinión de un dirigente colorado, hay varios líderes que los militares no están dispuestos a perdonar: Uno sería el candidato presidencial Wilson Ferreira Aldunate, exiliado hoy en Londres, y quizá el uruguayo más activo en sus declaraciones contra el régimen militar «No le perdonan que fuera del país haya dicho todo lo que ha dicho» La otra bestia negra sería el general Liber Seregni, candidato a la presidencia por el Frente Amplio y encarcelado desde el golpe. «A Seregni le odian porque, siendo general, encabezó la candidatura que apoyaban los marxistas. Fue como pasarse al enemigo».

Pero no sólo nadie habla de amnistía; tampoco casi nadie plantea la convocatoria de elecciones para una Asamblea constituyente como único camino hacia la normalización democrática. Tan sólo Tarigo lo ha hecho, con bastante timidez. Su compañero de partido Batlle opina que puede haber otras soluciones, aunque se excusó de especificarlas. El líder blanco Carlos Julio Perera, en tiempos segundo de Ferreira Aldunate y hoy algo distanciado de él, insistió en el pacto nacional ofrecido por los dos partidos históricos, sin especificar tampoco su contenido.

En este juego casi versallesco nadie habla tampoco acerca de una posible legalización a corto plazo de los partidos marxistas, que, según opinión bastante generalizada, tendran que esperar un quinquenio en el mejor de los casos.

En el único punto en el que ni blancos ni colorados están dispuestos a transigir es en dar su aprobación a cualquier texto constitucional que los militares pretendan sin contar con ellos. «Si lo hacen, volveremos a decir no. El problema está en que ellos quieren convertir un Gobierno de hecho en otro de derecho, apoyado en una Constituición que legitime un poder militar casi discrecional, facultado para intervenir en cualquier aspecto de la vida política. Nosotros estamos dispuestos a garantizarles que no habrá depuraciones por estos siete años si vuelven a los cuarteles, pero no a respaldar indefinidamente un régimen autoritario».

Es lógico que en este contexto de moderación casi norteamericana, nadie diera crédito aquí a la diatriba del general Rapela en vísperas del plebiscito, cuando señaló a los defensores del no como marionetas movidas por los tupamaros desde la cárcel Libertad. Según la emplicación oficial, las instrucciones habrían salido de prisión escondidas en las ropas de los niños que acudían a visitar a sus padres. Lo que nadie explicó es como lograban esconder los papeles durante unas visitas estrechamente vigiladas, que se interrumpen al más mínimo gesto de afecto por parte del padre.

Tanto las destempladas declaraciones del general Rapela como la prohibición de manifestarse después del plebiscito hacen pensar que el Gobierno temía su derrota. Ninguna dictadura que tuviera seguro el triunfo impediría el aplauso de sus segjuidores. ¿Por qué se siguió adelante con el plebiscito? Los dirigentes consultados descartan que se tratase de una jugada maquiavélica para detener cualquier reforma y perpetuar el estado actual.

Batlle lo explica así: «De pronto les ha gustado tanto el poder que no se conforman con disfrutarlo en la práctica, sino que quieren ganarlo en las urnas. Como eso resulta imposible en un juego electoral democrático, hicieron una Constitución a su medida, con un candidato único para cuyo nombramiento iban a tener ellos siempre la última palabra».

Tarigo amplia la explicación: «Lo que les ha perdido es un error de cálculo. Creyeron que el silencio de un pueblo durante siete años equivalía a asentimiento.

Batlle relató a EL PAIS una entrevista que había mantenido durante la primavera pasada con el ministro del Interior, general Manuel Núñez. «Yo le expliqué que o subían al carro a los dos partidos tradicionales o iban a una derrota segura. El plan consistía en elaborar conjuntamente una Constituión que les asegurase una vuelta pacifica a los cuarteles y la devolución del sistema democrático al país. Me consta, porque me supuso varios días de prisión, que mi propuesta fue grabada y escuchada luego en una reunión militar en la que encontró algunos defensores, pero fue derrotada. Algunos generales aspiraban ya a la presidencia, y eso hubiera sido el fin de sus ambiciones».

Dos aspirantes a la presidencia

A pesar del hermetismo militar, en medios políticos y periodísticos de Montevideo se apuntan los nombres de dos generales como aspirantes a la sucesión de Aparicio Méndez. Se trata del general Gregorio Alvarez y el brigadier Varona, actual embajador en Paraguay.

Cualquiera de ellos introduciría nuevos elementos en la política del país. Hasta ahora la clase militar uruguaya eludió el caudillismo. Forzó el autogolpe de Bordaberry, lo destituyó en 1975, instaló luego en la presidencia a un general que casi nadie recuerda, lo mandó a su casa unos meses después y colocó finalmente al frente del país a un general tan gris como Aparicio Méndez. Fervoroso defensor de Hitler durante la segunda guerra mundial, profesor de Derecho Administrativo en la universidad, tuvo que abandonar la docencia por presiones de alumnos y compañeros de claustro.

Pero tanto Alvarez como Varona son militares que difícilmente aceptarían el papel de meros ejecutores del generalato, una casta de veintiséis hombres que en estos años prefirieron actuar como grupo, sin consentir ninguna tentación de caudillaje. Algunos políticos creen que si un nuevo general llega al poder, Uruguay puede entrar en una vía a la boliviana, de golpes y con tragolpes. «Los generales sólo están dispuestos a entregar la presidencia a uno de ellos si toda la casta participa del poder».

Por eso los militares más sensatos han admitido en privado que el rechazo de la Constitución permite una salida honrosa al Ejército: apertura de conversaciones con los dos partidos históricos, establecimiento de un Gobierno transitorio que convoque elecciones constituyentes y regreso a los cuarteles. Pero todo, parece indicar que no será este el rumbo elegido. Siguen siendo mayoría los generales que aún no se han cansado del poder.

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